Sonntag, 20. Februar 2011

La historia desconocida de José Manuel, el sastre cuentista / Walter Lingán


En una calle cercana a la Plaza de Armas de San Miguel tenía su taller de sastrería don José Manuel. Era un hombre de semblante afable y siempre con la sonrisa bajo su bigote frondoso. Vestía a la gente del pueblo sin ninguna distinción. Gente de todo rango visitaba su taller: campesinos de los aledaños para hacer remendar sus trapitos viejos hasta las engreídas autoridades y notables del pueblo con sus caprichosos gustos. Para la fiesta del Patrón San Miguel Arcángel todos intentaban engalanarse lo mejor posible y el taller estaba repleto de trabajo. Aunque no todos le podían pagar sus servicios, entonces algunos deudores venían con una gallinita, otros con una canasta de huevos o con una alforja de papas o una carga de leña o también con un costal de carbón para calentar la plancha. El cura del pueblo traía los mejores casimires para mandarse hacer un terno y por su trabajo le pagaba con una talega llena de dinero. “Con la limosna de la gente piadosa paga este cura sinvergüenza”, decía don José Manuel.
Don José Manuel provenía de Sayamud. Sus padres fueron humildes campesinos, sin embargo, arañando los centavos lo mandaron a la escuela. Su padre solía decirle a sus hijos: “la mejor herencia que puedo dejarles es su educación”. Pero don José Manuel, dejando de lado los cuadernos y las tareas, prefería coger la mandolina y rasgar su cuerdas horas de horas. Con mucho esfuerzo terminó la primaria y se fue a la costa. Mandolina al hombro llegó a la hacienda Talambo, en Chepén. Aquí conoció los abusos que los hacendados cometían con los peones. Como sabía leer y escribir al poco tiempo lo nombraron capatáz. A los peones no les pagaban con dinero sino con una boleta con la cual deberían ir “a comprar” víveres y otros artículos necesarios para sobrevivir en los bazares que el hacendado había instalado dentro de la hacienda. La mayoría salía debiendo, por lo que la deuda aumentaba hasta convertirse en impagable. En estas circunstancias se hizo amigo con algunos trabajadores que empezaron a difundir las ideas de justicia y dignidad. La idea se fue difundiendo como regero de pólvora y se organizaron los primeros piquetes de defensa campesina. Los hacendados enterados de tales actividades cortaron cabezas sin piedad. Sembraron el terror. Como a perros sin dueño fusilaron a unos rebeldes, a otros los metieron en las cárceles existentes en las haciendas.
José Manuel logró escapar y en Chepén, junto a un grupo de bohemios, fundó un grupo de música. Pero la persecución continúaba, entonces volvió a desaparecer de la zona y en Chiclayo, sin ninguna otra alternativa aprendió el arte de vestir. Ducho en los asuntos de la aguja y la costura decidió volver a su terruño. La magia de su arte encandiló a los más exigentes gustos de la clientela sanmiguelina. Don José Manuel era amable con todos. A los muchachos los reunía en su taller, mientras cortaba y cosía, les contaba historias que les hacía reír y otras veces estremecer de miedo. En su taller siempre habían dos y hasta tres nuevos jóvenes aprendiendo el arte de la sastrería. Una vez uno de estos muchachos que recién ensartaba la aguja por primera vez, al escuchar las historias y los chistes que el sastre contaba, dijo: “oiga, maestro, ¿nosotros los sastres dizque somos bien chistosos, no?” A todos les causó risa la chanza del operario.
Sabía trasmitir con sus palabras las emociones y los ambientes donde se desarrollaban las historias que contaba. En las jalcas de la comunidad de Suytu Orco, empezó una vez a contar don José Manuel, sus padres tenían unas cuantas reses de ganado a las cuales iban cada mes a darles sal. En las alturas el frío era terrible, las heladas temibles en épocas de invierno. Cuando llegaban a la chocita, las reses, puntuales, ya les estaban esperando. En toscas artesas depositaban la sal y los dos viejitos observaban orgullosos a sus animales. Llegada la noche ambos se disponían a dormir al costado del fogón que ardía crepitando. Mamá vieja aún desvelada se puso a hilar. En eso escuchó un ruido extraño, como un fuerte ronquido, estremecedor. Ella empujó suavemente a su marido reprochándole sus atronadores ruidos. Al poco rato los estertores volvieron con la misma intensidad. Molesta la viejita levantó un tizón llameante y lo dirigió a la altura del rostro del anciano. Vaya sorpresa que se llevó. El viejo yacía en la cama sin cabeza, sólo el cuello respiraba desaforado. Su cabeza sedienta se había apartado de su cuerpo para irse al pozo a tomar agua. La anciana asustada perdió el conocimiento y despertó tarde, acostada al lado de su marido. A penas pudo se levantó en silencio e instó a mi viejito retornar a Sayamud lo más pronto. Una vez en casa informó a los hijos lo acontecido en las alturas de la comunidad de Suytu Orco. Anoche he visto al ayauma, les dijo.


Pero la cabeza arrancada de su padre, contaba don José Manuel, seguía deambulando. Apenas escuchaban los ronquidos del viejo, corrían a ver el cuello húmedo, el cuerpo sacudiéndose y la cabeza escapando a toda velocidad por la ventana para ir en busca de un pozo, un manantial o el río y saciar su sed mortal. Entonces se le veía saltando por los caminos, trepándose en las ramas de los árboles, enredada entre las zarzas y siempre dando ronquidos como si salieran desde el fondo de un sepulcro: ¡Chuseq! ¡Mokmo pum! ¡Chuseq! ¡Shak pum! ¡Chuseq! Hasta llegado el año en que por fin el anciano se fue a descansar en paz.
En el pueblo habían también dos muchachos muy inquietos, contó otra vez don José Manuel. Su madre ya no sabía como retenerlos en casa. Hacían sus tareas a la carrera y esperaban el menor descuido de sus padres o sus abuelas para salir y desaparecer horas de horas por el pueblo. Iban a jugar fútbol por el barrio de Saña o en la cancha polvorienta frente al cementerio. Los sábados se encaminaban a nadar en el pozo del molino viejo. Otros días subían las escaleras de la iglesia para llegar al campanario y fumar, en plena libertad, cigarrillos Inca. Los castigos eran severos cuando regresaban a casa, pero esto no era escollo para volver a desobedecer o incumplir promesas. Entonces su madre recurrió a quitarles la ropa y dejarlos desnudos. Salían al balcón desnudos y avisaban a sus compinches que no podían salir. Uno de los amigazos fue a su casa y regresó con dos pantalones. Cuando los dos hermanos vestían orondos las prendas prestadas, apareció la madre y se adueñó de los pantalones, claro, a continuación les cayó una cueriza de padre y señor mío. Pero esto tampoco amilanó el carácter travieso de estos muchachos, ni cortos ni perezosos, sacaron del baúl de la abuela dos fondos de bayeta y a manera de ponchos se los pusieron y lograron burlar la vigilancia. Ese día se jugaba un partido de vida y muerte entre los barrios de Saña y el Panteón detrás del Mercado Nuevo y ellos no podían estar ausentes.
Semanas antes de la festividad de San Miguel Arcángel en el taller de don José Manuel eran tiempos de afiebrado trabajo. Alumbrado por una lámpara Petromax laboraban hasta muy tarde. En una oportunidad, aprovechando el silencio de la noche, el sastre juguetón imitó con los tacones de sus zapatos el traqueteo de un caballo. Es la Nina Mula, les dijo a sus ayudantes. ¡Escuchen! ¿Oyen el relincho de la mula? Seguro que está a la altura de la comisaría. El silencio se hizo tumba. Las manos abandonaron el dedal y la aguja. Los oídos alertaron todas sus antenas. La máquina Singer se detuvo en seco. En eso el tropel se alocó, iba y venía con golpes frenéticos y agudos relinchos que rasgaron el sosiego de la noche. Era la Nina Mula que se encabritaba, relinchaba frente al taller de don José Manuel. Luego escucharon como la bestia se alejaba a todo galope hacia la Plaza de Armas. La Nina Mula, les dijo don José Manuel, es la cocinera del cura, quien, por ser la amante del religioso libidinoso, el diablo la ha convertido en una mula infernal. En eso volvieron a escuchar el traqueteo de la bestia y sintieron como las fauces del demonio golpeaban la puerta del taller. En silencio, y casi muertos de miedo, esperaron con ansias que amanezca. Al despuntar el día, abrieron las puertas del taller y encontraron a don Santos Malca, El Chimbalcao, durmiendo la mona abrazado al cuello de un caballo sin silla y ataviado tan solo con un freno de plata.
A don José Manuel no le gustaba que los ricos y poderosos abusaran de los pobres, de los humildes. Su amistad con las autoridades la supo usar para liberar a campesinos injustamente detenidos. La tierra debe ser para quien la trabaja, solía decir, y que las comunidades campesinas eran las mejores formas de trabajo colectivo y solidario. Propagaba que a los policías y a las autoridades no se les debe temer. “Respeto, sí, pero miedo, no”. Así fue como primero, gente del pueblo, luego campesinos de diversas comunidades venían a su taller en busca de consejo o apoyo ante las autoridades. Con paciencia escuchaba las quejas de los demandantes y luego, encabezando el tropel de gente, se dirigía al juzgado o a la comisaría. Un viejo hacendado de apellido Canelo, amparado en tintirilladas y coludido con jueces y policías, se empeñó en adueñarse de las mejores tierras de la comunidad de Suytu Orco. El conflicto creció y acusaron a los comuneros de subversivos.
No hubo razón que valga y una tarde se llevaron preso a don José Manuel. Con las manos amarradas a la espalda, los pies descalzos, el rostro desfigurado lo pasearon por el pueblo antes de conducirlo a la cárcel de Bambamarca. Todo el pueblo miró el grotesco desfile en silencio. La esposa de don José Manuel y sus hijos pedían a gritos: ¡Justicia! Las armas de la gendarmería se movían amenazantes. Nadie dijo nada. El cura preocupado en el conteo de sus limosnas no dio la cara. Unas semanas más tarde se contaba que en plena jalca un grupo de campesinos lograron liberarlo. El preso y sus verdugos, decían, entraron a descansar a la choza de unos ancianos que los recibieron con toda clase de reverencias y a punto de aguardiente emborracharon a los policías. Una vez libre, don José Manuel montó en una de las mulas y desapareció en los Andes. Desde esa madrugada nunca más se supo del sastre que encantó a la gente con su arte de vestirlos con sus mejores galas para la fiesta del patrón San Miguel Arcángel y hacía soñar de miedo a los muchachos con sus historias de vida y muerte. El taller de sastrería quedó abandonado.

Freitag, 18. Februar 2011

Phantonschmerzen


El doctor Alfonso Casafranca se soñó desnudo, acostado en la mesa de una iluminada sala de disección. El profesor de anatomía, de ojos verdes y cabellos rubio-plateados, se le acercó con el equipo de disección en la mano. Sintió la primera incisión como una leve caricia, no hubo dolor. Vio como su brazo era separado del cuerpo y depositado en otra mesa sobre una tela humedecida en formol. Observó la blancura del omóplato y unos hilillos de sangre coagulada. El profesor inició la preparación de la extremidad superior. El escalpelo penetró la piel, aparecieron las enérgicas aponeurosis de los músculos trapecio, deltoides y pectoral mayor. Con una pinza extrajo la grasa amarillenta, evitando dañar los nervios y vasos sanguíneos que asomaban discretamente... De pronto se sintió inundado y despertó bruscamente. Levantó los brazos intactos. Revisó la cama creyendo que una inoportuna polución nocturna la había mojado. Sólo notó un dolorcillo en las articulaciones del hombro derecho. Se vistió pensando en el terrible sueño. Frente al espejo recordó las vigorosas facciones del cirujano Roland Beckermann, con quien compartía el consultorio en el hospital, sus ágiles manos manejando con destreza todo el instrumental quirúrgico y ese trato casi paternal para con los pacientes. Mientras desayunaba los versos de su compatriota, el poeta guatemalteco Otto René Castillo, golpearon su memoria como el sordo aleteo de un ave extraña:

Y así como soy,
a veces,
el más turbio de los hombres,
hay también días,
como ahora,
en los que soy el más claro de todos
y el más propenso a la ternura...

Llegó al hospital un poco más temprano que de costumbre. En el consultorio el doctor Beckermann hacía anotaciones en una libreta de cubiertas negras. Le saludó como siempre, pero no se atrevió a contarle el sueño que había tenido. Diez minutos más tarde llegaría la doctora Sabine Plätzer, directora de la estación de cirugía general, y deberían esperarla con respuestas precisas sobre el diagnóstico y el pronóstico de los nuevos pacientes o la evolución de los postoperados. Después de esta práctica ritual, continuarían con la veloz visita médica. Una vez cumplida esta ceremonia, los doctores Beckermann y Casafranca se dirigieron a la sala de operaciones, se cambiaron rápidamente. Mientras se lavaban y desinfectaban las manos sacaban la cuenta de las posibles altas, de las habitaciones vacías, del paciente que murió de una sorpresiva embolia pulmonar. Con el pretexto de hacerle una confidencia el doctor Casafranca se acercó hasta rozar el cuerpo del doctor Beckermann. Un arrebato de deseo le estremeció y un leve mareo obnubiló sus ojos al ver las manos hermosas del joven cirujano...
Después de casi tres horas abandonaron la sala de operaciones. El comedor del hospital parecía la sala del Paraíso atestada de ángeles. El doctor Alfonso Casafranca estaba diciendo que los alemanes sólo leen lo que recomiendan en Der Spiegel pero muchas de esas novelas son como Berlín, “más fama que realidad”. Sin dejar de comer, el doctor Beckermann escuchaba atento. Cuando Casafranca dijo que prefería leer autores marginales que sólo son conocidos en los lugares donde escriben, el doctor Roland Beckermann terminaba de comer, sacó un cigarrillo y la primera bocanada de humo la lanzó hacia el techo. Entonces el doctor Casafranca se apuró a decirle:
-¿Sabes? -y se calló.
El doctor Beckermann volvió a aspirar su cigarrillo, mientras el doctor Casafranca era un mar de dudas. Estaba a punto de retractarse, pero venciendo los últimos eslabones de su timidez resolvió decírselo:
-Anoche soñé contigo.
La frase fue sólo un susurro, como si se lo hubiera dicho a sí mismo. Su mano nerviosa hundió el tenedor en el bistec y se arrepintió haberle confiado su secreto.
-Que casualidad, -contestó el doctor Beckermann- yo también soñé contigo.
Un golpe de sangre se apuró en llegar hasta el rostro del doctor Casafranca, no supo a donde dirigir la mirada enfebrecida. Esperaba un reproche, un «qué cosa», hasta un «maricón de mierda»; ya se lo habían dicho cuando, con insólito coraje, se atrevía a expresar sus sentimientos.
-¿Verdad? -preguntó con un rostro repleto de interrogantes.
El doctor Beckermann no contestó, se levantó y abandonó el comedor.
Ya en su casa Alfonso Casafranca, ataviado con su nuevo pijama de seda china y el símbolo de masculinidad sobre el pecho, apuró las últimas gotas de un blanco de Bacardi. Luego se metió en la cama con ansias de seguir leyendo House of God de Samuel Shem. Antes de quedarse dormido recordó haber escuchado decir: «Los cirujanos son como los gatos, las cagadas las entierran.» Luego, por unos minutos centró sus pensamientos en su colega, el doctor Roland Beckermann...
Esta vez el sueño fue mucho más allá del anterior. El profesor de anatomía era el doctor Beckermann. La sala de disección despedía un penetrante olor a formol. Beckermann alineó el  escalpelo y las pinzas al borde de la cama y empezó a chuparle los dedos del pie, a arrancarle la carne a trocitos. El doctor Alfonso Casafranca le tomó las manos al doctor Roland Beckermann, las besó, luego se abrazó a su largo cuello. Cariño mío, compañero. Sus labios acariciaron el rostro perfectamente rasurado y le besó en la boca. El doctor Beckermann se soltó y, con el escalpelo en la mano, se lanzó sobre su pecho. El esternón crujió ante la embestida de los agresivos filos del cuchillo y la sangre estalló en cientos de estrellas rojas colgándose de los hilos platinados de los nervios intercostales. Sin embargo el corazón siguió su ritmo. El corte dejó al descubierto el diafragma y la cavidad peritoneal. El doctor Casafranca sintió un placentero dolor al ver que sus intestinos, enredando a su corazón, eran depositados sobre la mesa... Al día siguiente se despertó feliz, frente al espejo se vio hermoso, más joven, había desaparecido la laxitud muscular del abdomen, hizo unas cuantas barras y flexiones y se metió a la ducha. Las heridas de los dedos no eran de consideración. Cuando llegó al hospital se lo contó al doctor Beckermann.
-Un experto cirujano no deja cicatrices, -comentó el doctor Beckermann.
 Eran casi las seis de la tarde cuando el doctor Casafranca colgaba el guardapolvo en el perchero. Miró su reloj mientras se enfundaba en su nuevo jeans impecablemente limpio y sin arrugas. Luego se puso los zapatos negros y terminó alisando, con los dedos, su cabello castaño oscuro. Antes de abandonar la habitación, ordenó algunos papeles que se apilaban sobre el escritorio. Mientras colocaba la llave en la cerradura, leyó entretenido el letrero pegado en la parte superior de la puerta: «En caso de efectos secundarios, coma la información y péguele a su médico o farmacéutico». Atravesó los estériles y silenciosos pasillos del Hospital. Había pasado cerca de cinco horas en el quirófano reconstruyendo el destrozado pie de un muchacho arrollado por un camión. Estaba cansado, ojeras violáceas enmarcaban sus ojos… Al fin asomó la calle, la nieve descansando sobre las desnudas copas de los árboles. Veloces ráfagas de aire frío acariciaron el rostro del doctor Casafranca. La temprana oscuridad fantasmagoreaba las calles y las luces de los autos. El hospital quedó a sus espaldas y el doctor Casafranca se colocó el Walkman, la música entró a chorros por sus oídos, le aturdió y así caminó, como volando sobre el vaivén de los sonidos instrumentales. Quería llegar pronto a casa, ducharse y meterse en la cama, pero por otro lado, el miedo a pasar otra noche solo, lo llenó de desolación. Frustrados amores le dolían, como el dolor que sienten los mutilados en el miembro que ya no poseen. Recordó con alegría la conversación de ese medio día con el doctor Beckermann. El doctor Roland Beckermann  pensó no era como el resto de sus colegas, tenía una cultura que rebasaba la ciencia médica, y esto lo hacía simpático e interesante. Había leído a los autores más representativos de la literatura alemana con la misma pasión que a un manual de cirugía. Una vez, durante el almuerzo en la terraza del comedor, sorprendió a sus colegas recitando los siguientes versos:

A los cinco años era para mí... todo muy claro.
En China se hablaba francés
en África había un pájaro llamado canguro
y la virgen María era católica y tenía un
vestido azul cielo.
Era de cera y del Dios amado su madre

«Ha sido una muestra de Arno Holz, uno de los representantes del naturalismo consecuente», explicó. Sus colegas, quienes tan sólo se limitaban a tratar temas relacionados con patologías y técnicas quirúrgicas, sonrieron desconcertados. «La poesía es la medicina del alma» agregó el doctor Beckermann, pero nadie, a excepción del doctor Casafranca, le quiso escuchar…
El próximo sueño fue una lección inolvidable. El profesor de anatomía, Roland Beckermann, apareció leyendo a Pablo Neruda:

Cuando no puedo mirar tu cara
miro tus pies.
Tus pies de hueso arqueado,
tus pequeños pies duros.
Yo sé que te sostienen,
y que tu dulce peso
sobre ellos se levanta...

El escalpelo cortó la piel, buscó la articulación metatarso-falángica y una suave incisión hizo rodar el dígito.

Cuando tus manos salen,
amor, hacia las mías,
¿qué me traen volando?
¿Por qué se detuvieron
en mi boca, de pronto...
como si antes de ser
hubieran recorrido
mi frente, mi cintura...

Como trazando una línea divisoria entre el metacarpo y las falanges, el doctor Beckermann hundió lentamente el escalpelo y colocó sobre el pecho de Alfonso Casafranca esa extremidad así mutilada, a continuación realizó la misma operación con los dedos de la otra mano. Llorando de felicidad, el doctor Casafranca recordó al poeta José F.A. Oliver:

Soy el esbozo de un cuerpo,
que se va. Se va para siempre.
Es un despertar sin retorno.
Un despertar,
cómo sólo en Alemania se puede despertar.
Cómo sólo en Alemania se tiene que despertar.
Cómo serás obligado a despertar en Alemania.

El doctor Beckermann arrojó el escalpelo y las pinzas anatómicas, dejó caer el guardapolvo a sus pies, se sentó a su lado y terminó de recitar un poema de César Vallejo:

Hoy es más diferente todavía;
hoy sufro dulce, amargamente,
bebo tu sangre en cuanto a Cristo el duro,
como tu hueso en cuanto a Cristo el suave,
porque te quiero, dos a dos, Alfonso,
y casi lo podría decir, eternamente...

Al despertar las manos mutiladas del doctor Alfonso Casafranca sangraban abundantemente. Realizando grandes esfuerzos detuvo la hemorragia y vendó las heridas. Por suerte su teléfono era digital y pudo marcar el número del hospital para avisar que estaba enfermo y no podía ir a trabajar.
No tenía ganas ni fuerzas para prepararse el desayuno y volvió a meterse en la cama. Empezaba a quedarse dormido cuando el timbre de la puerta sonó estrepitosamente, pero no hizo caso más bien se arrulló bajo las frazadas. El sueño fue ahora brutal, pero al doctor Casafranca no le causaba dolor, por el contrario, lo llenaba de paradisíacas y tumultuosas impresiones. El doctor Beckermann le hincaba los muslos. Venas, arterias, así como el nervio ciático colgaban como flecos, como las cuerdas de una guitarra rota. Vio su fémur derecho con restos de los meniscos y de los ligamentos colaterales de la tibia y el peroné; el fémur izquierdo blanqueaba en el suelo, pero Alfonso Casafranca no le dio importancia al asunto, no era sonámbulo, por lo tanto, no necesitaba las piernas durante el sueño. La cama levantaba olas escarlatas. El teléfono aulló y el doctor Casafranca apenas abrió los ojos somnolientos, ya no pudo levantarse…
Días después, en la estación de cirugía del hospital se comentaba la ausencia persistente del doctor Alfonso Casafranca. Los intentos de comunicarse con él telefónicamente fueron inútiles. Finalmente el doctor Roland Beckermann decidió avisar a la policía. Algunas horas más tarde un coche policial llegó a la dirección indicada. Dos fornidos policías bajaron del vehículo, se detuvieron frente a la puerta del apartamento y tocaron el timbre repetidas veces. Al no recibir ninguna contestación, violentaron la puerta y descubrieron, bajo las frazadas ensangrentadas, el mutilado cuerpo del doctor Casafranca.

Samstag, 12. Februar 2011

Los ojos de la luna / Walter Lingán


Wie im Kino.
Den Rest der Woche zerbrachen wir uns den Kopf, wo wir miteinander schlafen könnten1.

Alice Walker.

Como todos los sábados, estábamos en Lahnstein visitando a Theresa König, abuela de Gabriela. En la chimenea el fuego se erizaba crepitando bullicioso y juguetón. El perfume de Gabriela, desparramando sus embriagadores besos invisibles por los contornos de la sala, penetró en los aleros de mi nariz. Cariñoso coloqué mi mano sobre su cuello. Jugué un instante con sus largos cabellos que se escurrían entre mis dedos como esquivas serpientes. Gabriela descansó su rostro sobre el dorso de mi mano y tímidamente me fui pegando a las redondas formas de sus nalgas seductoras. Una atrevida erección la estremeció.
¡Oh, Eristof...! dijo ruborizada.
Mis dedos hincaron suavemente el temblor de sus labios y, casi como un ruego, volvió a repetir:
¡Oh, Eristof...! ¡Eristof...!
Alentado deslicé los potros sedientos de mis manos sobre sus senos, entre el húmedo delirio de sus muslos. Mis dedos, cabalgando briosos por el monte de venus, pajarearon ante el abismo oscuro que se aproximaba.
¿Qué diría tu abuela si nos viera?... Si te viera conmigo, con Eristof... le dije al oído.
Gabriela cerrando los ojos, casi moribunda, dejando caer la última prenda de sus vestidos, sólo atinó a decir:
Die Oma schläft2

Theresa König ya no salía de su casa. Los achaques de la vejez y la agresividad de un cáncer que iba conquistando espacio en los órganos más sensibles, habían disminuido sensiblemente su vitalidad. Ula, hermana menor de Gabriela, y Jacki la acompañaban.
La abuela nunca sintió por mí el menor afecto. No faltaron ocasiones para manifestarme su rencor sin la más mínima pizca de consideración.
Gaby, muchachita mía, tienes que pensar en tu futuro... busca alguien que te dé seguridad...
Miraba mis manos y tragaba con saliba amarga todo el odio que no era capaz de lanzarle a la cara. Gabriela, enlazando mi cintura con cariñoso abrazo, intentaba calmar o no dar importancia a los comentarios de la anciana.
¡Ay, Oma... Oma...!
Liebes Kind3... me gustaría verte bien casada hijita, en buenas manos...
Entonces yo le deseaba la muerte.
El día que me casé con Gabriela, quien mostraba un embarazo bastante avanzado, la abuela ordenó cerrar su habitación y se negó a recibir visitas. Sólo Jacki dormitaba impasible a su lado. «¡Maldito seas...!» le increpaba al Cristo de madera africana que colgaba sobre su cama. «¿Por qué me quitas la vida a cuentagotas? ¿Por qué no me matas de una vez? ¿Cuántas cosas veré todavía? En fin Señor tú sabrás por qué...» Jacki levantaba la mirada y luego volvía a sumergirse entre los pliegues de la mullida cama. «Señor que estás en los cielos, hágase tu voluntad y perdónanos nuestras deudas Eristof Eristof hasta su nombre es extranjero así como nosotros perdonamos a nuestros deudores y de dónde diablos vendrá y no nos dejes caer en la tentación de alguna familia muertadehambre de unos de esos países pobres más líbranos de todo mal...» Jacki abandonó la cama y se acomodó en el sofá.
Algunos semanas después, percatándome del rápido deterioro de la abuela, pensé: «Ojalá que cuando esta vieja se muera, no la reciban ni en el infierno. Que el Diablo la espere en la puerta y entregándole su cuota de leña, la mande a quemarse a otra parte.»

Fue en Setiembre, un lunes después del mediodía. El cielo estaba despejado y el sol calentaba un poco. Regresaba del trabajo a una hora desacostumbrada abrumado por la aparición repentina de fuertes dolores en el estómago. Al abrir la puerta me sorprendió ver a Gabriela, frente al espejo, y vestida de negro...
¡La abuela! ¡La abuela! me dijo sollozando.
Casi canto una canción...
De pronto, por una de las ventanas, una pequeña pelota negra rodó disparada como una bala y desapareció velozmente en una esquina de la sala. Busqué con discreción, cuidadosamente, pero no pude hallar nada. Gabriela dio la primera voz de alarma. «No, no puede ser», le contesté y no hablamos más del asunto.
En pocos minutos, y olvidando mis dolencias, estaba listo para partir hacia la casa de la difunta. Durante todo el camino Gabriela sollozaba en silencio. De vez en cuando le dirigía algunas frases tranquilizadoras. Sin embargo en mi pensamiento se confundían dos sentimientos: alegría y tristeza. Alegría, porque no iba a ver más a la Oma Theresa, y tristeza, porque me hubiera gustado verla renegar y sufrir sin contemplaciones.
Cuando llegamos al velatorio el día casi había desaparecido. Todos los hijos y los nietos, vestidos de negro impecable, paseaban sus semblantes serios: cuervos blancos fingiendo una pena que no sentían. Nadie lloraba. Los funerales habían sido pagados por la propia abuela, con lo cual ahorró a sus hijos: tiempo, dinero y preocupaciones. Y a ellos, en estos momentos de dolor, lo que más les interesaba, era el reparto de los bienes que dejaba la anciana. Esto se resolvió, según el testamento de la abuela, sin mayores incidentes. En cambio, la custodia de Jacki, la engreída de la vieja Theresa, fue el asunto más discutido. Después de muchas deliberaciones, propuestas y contrapropuestas, entre las cuales también estaba la posibilidad de ingresar a Jacki en un asilo, mi mujer aceptó traérsela a vivir con nosotros. Marion y César, nuestros hijos, fascinados con la idea, hicieron planes para convivir con la nueva inquilina. Yo era el único que había aceptado la medida a regañadientes.

Los días fueron pasando sin mayores novedades.
En nuestra memoria se había borrado esa pequeña bola negra que, rodando desde la ventana, se perdió en una esquina de la sala. Una de esas tardes, Marion y César preguntaban impacientes: «Cuándo vamos a por Jacki.» Iba a responder, pero el grito lanzado por Gabriela desde el cuarto de baño nos sorprendió. Con el rostro desencajado y parada sobre una silla, señalaba una esquina: «¡Un ratón...! ¡Un ratón...!» La tranquilicé como pude y juntos buscamos al pequeño intruso, pero sin resultados. Marion y César, más tarde que otras noches, se fueron a dormir. Gabriela, sin dar el brazo a torcer, siguió buscando el posible escondrijo del roedor. Abrió y cerró cajones, revolvió andamios y roperos, ordenó y desordenó la casa, prácticamente la puso de cabeza. Finalmente, después de algunas horas, en la cocina, en unos cajones vacíos encontró las huellas inconfundibles de estos animales: excremento seco y negro, como granos de arroz quemado.
A los pocos días pudimos comprobar que los pequeños roedores habían invadido toda la casa. Aparecían en la cocina, en la sala, en el comedor, en los dormitorios. Subían y bajaban por los muebles, por los estantes, por las ventanas. En las noches creció el rumor de sus andanzas y chillidos. César y Marion empezaron a pronunciar la palabra miedo y se negaban sentarse al WC. Gabriela casi no dormía; cuando lo hacía, la asaltaban horrendas pesadillas. En una oportunidad soñó que éramos atacados y devorados por gigantescas ratas. Otra vez soñó que viajando en un ómnibus destartalado y raro, un grupo de roedores nos asaltaba y arrebatándole de los brazos a César, lo despedazaban. En otro sueñó vio a Marion caminando entre feroces bandas de ratas y sin que estos intentaran hacerle daño. Gabriela se despertaba sobresaltada y, sollozando, encendía la luz. ¿Será quizás esto la venganza de la abuela Theresa?, me preguntaba casi al borde de la paciencia.
Frente a esta situación Gabriela adquirió una serie de trampas que distribuyó por toda la casa. Desde ese momento tuvimos que andar con mucho cuidado para no meter las manos ni los pies en las benditas trampas de la muerte. Pero en los días siguientes, cuando Gabriela revisó cada una de las trampas, las encontró vacías, intactas...

Mientras tanto, la fecha para recoger a Jacki había llegado.
Después de tomar un breve desayuno, marcado por el creciente nerviosismo, emprendimos el viaje. Detestaba a Jacki con la misma fuerza que a la abuela Theresa. La idea de compartir mi hogar con ella me martirizó todo el tiempo que estuvimos en la autopista en dirección a Lahnstein. Gabriela leía el Diario de Zenobia Camprubí, mujer de Juan Ramón Jiménez. Le molestaba que mujeres tan inteligentes y decididas hubieran opacado sus vidas a la sombra de hombres, cuyo éxito se lo debían a ellas. La miré en silencio recordando el sometimiento de mi madre a los deseos y caprichos de mi padre.
Hay que comprender el contexto histórico y social en que han vivido me atreví a decir, sabiendo que la réplica iba a ser contundente.
Es una forma muy científica de justificar el machismo, ¿pero qué hacen en el contexto histórico actual para cambiar?
¿Qué hacemos? Yo trato de entenderte, desnudarme de mis egoísmos, enterrar mis caprichos y quererte como a mí mismo le contesté.
Huachafo. Es la retórica de esos pobrecitos y mediocres intelectualillos... ¿Sabes? Las palabras no bastan me reprochó.
Se despojó de su abrigo azul marino de cuello ancho y volvió sus grandes ojos a meterlos en el libro. Su blusa blanca con lunares azules se ajustaba a la medida de su cuerpo. La falda, también azul, mostraba la redondez de sus muslos ceñidos con oscuras medias de nailon. El deseo reventó sus truenos y, por unos instantes, casi pierdo el control del auto dejándolo correr por cada puerta que se abría en medio de la autopista... Pasada la tempestad y vuelta la calma, y mientras fumaba cigarrillo tras cigarrillo, fui divisando infinidad de pueblos pequeños y silenciosos. El sol, colgado entre nubes blancas, semejaba una balón rodando lentamente sobre un amplio campo azul celeste. César y Marion jugaban «Uno» en el asiento posterior. Al fin, a lo lejos apareció el letrero que indicaba el desvío hacia Niederwerth. En pocos minutos estaríamos divisando las primeras casas del pequeño poblado de Lahnstein...

El sol brillaba débilmente cuando llegamos a la casa de la difunta Theresa König. Ula nos recibió y nos condujo hasta la sala. Jacki, dormitaba sobre uno de los sofás. Nuestras voces la despertaron. Levantó la cabeza y miró curiosa el tropel de movimientos que ingresaba al recinto. Ula nos fue explicando detalladamente las costumbres de Jacki. Marion se acercó a Jacki con la intención de acariciarla, pero ésta se levantó y abandonó la habitación. Por primera vez me fijé en el esbelto cuerpo de Jacki y olvidé, por un instante, mi odio hacia la abuela. Me deslumbró su caminar mesurado y abúlico ritmo. No podía entender como mis ojos no habían descubierto antes tanta belleza. «El odio nos hace ciegos», pensé recordando el rencor que aún palpitaba por la difunta. Imaginé a Jacki durmiendo en los brazos de la abuela y relampagueó el asco en mi boca. Volví de mi ensueño cuando Ula dijo que las cosas de Jacki ya estaban empacadas y sólo teníamos que llevarlas al auto. Pocos minutos después viajábamos de regreso a Colonia. Jacki, saboreando caricias y arrumacos propiciados por César y Marion, observaba el paisaje sin interés; a ratos bostezaba mostrando una lengua roja y delgada y a ratos parecía dormir. Ya en la casa le indicaron donde dormiría y la guiaron por cada una de las habitaciones. Jacki caminaba con desenvoltura, no mostraba timidez ante el nuevo ambiente, aunque de vez en cuando prestaba atención a los chillidos de los roedores.
Al cabo de unos meses la banda ratonil, que durante un tiempo nos tuvo en vilo, había desaparecido. Indudablemente la solemne presencia de Jacki propició su extinción.

Casi todas las noches Jacki y yo nos amábamos en secreto. Abrazados observábamos la luna desde el tejado de la casa y bromeando le decía: «De noche todos los gatos son grises.» Ronroneando pegaba su cuerpo al mío. Maullando, mostrándome sus colmillos, se prendía de mi cuello con ternura. Sentía sus redondos y fascinantes muslos y el cosquilleo de su alborotado pelaje. Saboreaba las delicadas frutas que colgaban en sus pezones y luego, mientras ella lamía los dedos de mis pies, yo la penetraba sin tregua hasta terminar extenuado tendido largo a largo junto a ella. Me despertaba con los pantalones del pijama mojados por una abundante y cristalina eyaculación. Jacki, desde la ventana del dormitorio, observaba los primeros autos que pasaban raudos frente a la casa.
Una mañana Gabriela observó a Jacki detenidamente y luego me comentó: «Creo que está preñada». No pude disimular un leve estremecimiento. Gabriela al darse cuenta de mi extravío preguntó que qué me pasaba. Luego de unos segundos me sobrepuse y le dije que no era nada, «es sólo este dolor de estómago que no me deja tranquilo.»
Algunas semanas después el vientre de Jacki casi se arrastraba por el suelo y ella, como toda madre orgullosa, se sentaba a la ventana para mostrarse y recibir los últimos rayos de sol de un verano cada vez más débil. Finalmente llegó la hora de la verdad, como sentenciaba mi padre. Jacki parió una sola cría inerte con el rostro inconfundible de un ser humano. Sus ojos eran inmensos y redondos como dos platos de luz. «Esos son los ojos de la luna pensé, son los ojos relumbrantes de la luna despidiéndose de la vida.» Jacki me fulminó con los afilados cuchillos de su mirada.


1 Como en el cine. El resto de la semana nos rompimos la cabeza pensando donde podríamos pasar la noche juntos. (Alice Walker)
2 La abuela duerme.
3 Mi niña.