Montag, 21. März 2011

Verano en una taza de café

Hacía calor y Telémaco, vestido con una delgada túnica blanca, subió y se sentó al filo de una gigantesca taza llena con café colombiano de marca alemana. Sus pies chapotearon y el café se encrespó, se levantó en una sucesión de espinas oscuras que le mancharon la ropa. A la superficie del café afloraron enormes erizos blanquinegros dispuestos a trepar por los contornos de sus piernas, pero, después de algunos fallidos intentos, decidieron abordar el montículo de arena que mostraba su morro amarillo sobre el otro filo de la taza. Penélope, su madre y activa tejedora, que veraneaba en esa isla arenosa, frotaba con mucho cuidado las piernas con Nivea 12 para proteger su piel de los rayos solares, luego continuó con los brazos, el vientre, el contorno de los senos. Ulises, que descansaba con el sombrero puesto sobre la cara, le ayudó a pasar la loción en la espalda. Los senos blancos de Penélope desaparecían tras las olas espumosas del café. De pronto, una cuadrilla de tortugas inició su marcha siguiendo la pista tejida con los largos cabellos de Penélope. La marcha era lenta, demasiado morosa. Penélope sacudió su larga cabellera y las tortugas, una a una, cayeron y se hundieron en el café. El gran poeta Homero escribía los primeros versos de su próximo best-seller en las piernas de Penélope con un bolígrafo Stabilo que le había regalado Joschka Fischer, eco-pacifista ministro de relaciones exteriores de Alemania, aquella oportunidad en que llegó a la isla para realizar unas eco-vacaciones-visitas protocolares e informarse si era necesario recomendar el envío de las tropas de guerrepacificación de la ONU y sacar, a las buenas o a las malas porque ya no había otra salida, esa peliaguda espina clavada entre tirios y troyanos. La editorial Niemand le había hecho un adelanto de cinco mil dólares norteamericanos y el poeta era voceado como el próximo ganador del Premio de la Paz que otorgan los libreros durante la Feria Mundial del Libro de Francfort, por su activa participación en lograr el armisticio entre los ejércitos invasores e invadidos.
Telémaco, cansado de estar sentado en una de las orillas de la taza, sacó los pies y saltó sobre la mesa, pero, debido a un mal calculo, pisó una esquina del platillo y tiró la taza. La corriente de café lo arrastró y, aunque se aferró al mantel que cubría la mesa, resbaló y cayó al piso. El golpe lo dejó atolondrado. Penélope y Ulises chapoteaban contra la corriente y lograron cogerse de una esquina de la mesa. El poeta Homero les alcanzó su bolígrafo Stabilo y evitó que cayeran al piso. Ulises, repuesto del susto, templó su arco y corrió por toda la superficie de la mesa en busca del boicoteador, del hijo de la jijuna que volteó la taza de café donde se soleaban tranquilamente. Telémaco, recuperado del costalazo, sacó de la nevera un par de botellas de cerveza Kölsch y les invitó a sus padres. Ulises dijo que prefería una Pilsen. El poeta Homero, ofendido, pidió vodka Gorbachov o por lo menos un Cuba Libre. Telémaco le ofreció un güisqui porque dijo que no tenía porquerías comunistas, a lo que el poeta protestó diciéndole que se deje de mariconadas y que le sirva, en todo caso, un Mojito...

Al fin, hace varias lunas que estuve intentando mandarte un fax cuando me enteré que habías secuestrado a la hermosa Helena. ¿Qué pasa con tu fax? Si tienes una dirección electrónica, mándamela a la siguiente dirección: corintios@hola.com. ¿Sabías, Paris, que hay un lugar que se llama Villa Agrippina donde se habla alemán y también hay otro lugar llamado París y en donde se habla francés? Seguramente no, porque estás entretenido entre las primorosas piernas de Helena, la bella mujer de Menelao. Te imagino en tu tienda de campaña bebiendo vino de los cimbreantes senos de Helena. Porque en ellos dicen que no hay leche sino delicioso vino con el que solía embriagar a su adorado Menelao. Seguramente, tus manos de tosco soldado no se cansarán de moldear la curva de sus nalgas embrujadoras; tus dedos, ¿qué harán tus dedos? Tu boca, ¿en qué oscuro recoveco hallará el sabor de la locura? Helena ante tus ojos, coqueta, morbosa, gozosa, ardiente, sin freno, lasciva, una marranita a quien dicen que le gusta que la jodan por el culo. Las noticias de primera plana en los periódicos informan que Menelao está reuniendo a su ejército para liberar a su amada. La guerra de los mundos, de las civilizaciones, de las culturas, titulan sus pasquines. Tú, Paris, te has convertido en la comidilla de la prensa amarilla. ¿Es verdad eso de que gallina vieja da buen caldo o que violín viejo suena bien? Ves, Paris, hace unos días eras un oscuro soldado, hoy toda una revelación, un general que ha tenido el acierto de obligar a luchar a un enemigo que jugaba entre la chicha y la limonada. Te cuento, Paris, en este lugar que se llama Villa Agrippina he conocido a una rubiecita, tan mona, tan ella, a quien no me cansaré de amarla porque dicen que el mejor método para aprender el alemán es el audio-sexual. Me corro sólo al escucharla decir: ich liebe dich y mehr, mehr liebling... Te cuento, Paris, estoy aprendiendo el inolvidable y mítico lenguaje del amor, de la carne. Mi alma se le encomiendo a las manos de tirios y troyanos que mi cuerpo se lo entrego a mi bella germanita.
Telémaco aún recuerda la primera vez que se masturbó. Fue en el Hotel Holiday Inn de Itaca y lo hizo recordando a Raquel Welch que la vio cabalgando desnuda sobre un potro salvaje en una película que habían proyectado en una de las salas del cine Oráculo. Después, feliz, satisfecho, en el balcón del hotel, cantó:

Ven, vamos a comernos a mi abuelita,
Yo me como el pecho y tu una piernita.
Oh, que celestial aroma,
que sabor tan fino tiene mi abuelita.
Uno de estos días se nos acaba todo,
gran problema, ¿a quién devoraremos?
Entonces ponemos una trampa:
¡Primero cae en la trampa el abuelo!
¡Después cae en la trampa Homero!

La catedral de Villa Agrippina le recordó a Telémaco al gigantesco caballo de Troya. Ulises, con el arco al hombro, se acercó con curiosidad al bullicio de la estación del ferrocarril. Mientras tanto Penélope compraba un par de postales con vistas del Rhenus y sus puentes de acero, de las calles viejas de la ciudad, de la catedral, del ayuntamiento, del relicario donde dicen se encuentran los restos de los tres Reyes Magos, Ulises le propuso, tomándole de la mano, irse a pasear por las orillas del Rhenus aprovechando el calorcito incipiente del estío germano. Penélope, romántica imperdonable, se colgó de la cintura del bravo guerrero y se echaron a caminar por un delgado sendero que desembocaba en una amplia alameda bañada por la corriente del río.
Homero y Telémaco, por su lado, entraron en un bar. El poeta pidió una botella de vino y el joven una cerveza Kölsch. Después salieron con la idea de conocer el ayuntamiento gótico y los baños romanos. En un banco, cerca al Museo romano-germánico, se encontraron con un hombre que hacía anotaciones en un cuaderno. ¡Momento!, dijo Homero, ¿ese hombre que está ahí sentado no es Heinrich Böll? Telémaco miró en dirección del hombre señalado y contestó: ¡Claro!, es el autor de El pan de los años mozos. Homero sacó de su bolso el libro Mujeres a orillas del río y se acercó al banco. Maestro, dijo, con todo el respeto que usted se merece, quisiera que estampe su firma en este libro suyo. Heinrich Böll abrió el libro, una edición a todo lujo, y preguntó por el nombre de su admirador. Póngale: A Homero. Tiene usted un nombre poético. Bueno, le contestó Homero, el nombre se lo debo a una de mis amantes. Ella escribió dos libros, que desde su punto de vista eran muy malos, pues era muy crítica frente a sus textos. En un arranque de bondad me entregó los manuscritos de La Iliada y La Odisea y me dijo que los podía publicar bajo el nombre de Homero, que fue el nombre de su padre.
A sus pies, dijo Heinrich Böll, emocionado y reconociendo en el hombrecito enjuto y de túnica ocre al gran poeta griego, para usted no soy más que un simple orfebre de las letras, que a las justas maneja unas cuantas reglas de sintaxis, algunos vagos conocimientos de ortografía y antes de que publicaran mis primeros libros me alimenté de hierbas. Ahora justamente estaba haciendo las cuentas para saber cuanto de dinero voy a recibir por mi último libro Retrato de grupo con señora. Después de medio año se han publicado algunas críticas positivas, se han vendido trece ejemplares por lo que tengo un saldo favorable de cinco euros con cuarenta y seis céntimos. Recibí un adelanto de ochocientos euros, o sea, si las ventas continúan así, voy a necesitar ciento cincuenta años para cancelar el adelanto. No se lamente tanto, le reconforta Homero, yo estoy peor que usted, yo no he recibido hasta la fecha ni un euro por mis libros. He leído en revistas y periódicos, incluso en la televisión transmitieron un informe, sobre las enormes ganancias de los editores, la incontable cantidad de reimpresiones y traducciones a todos los idiomas del mundo, sin contar con todas las impresiones piratas y las filmaciones en base a mis libros, pero a mí no me han llegado ni las gracias de los afortunados. Ahora estoy en Villa Agrippina gracias a la gentil invitación de Ulises y su bella y fiel esposa, Penélope. Maestro, este encuentro lo tenemos que celebrar, dijo Heinrich Böll, esta noche le invito a compartir unos vinos en el Billar a las nueve y media.
Homero estaba sentado a la barra del bar cuando entró Heinrich Böll, puntual, como todo buen alemán, a las nueve y media. Brindaron con vino en nombre de los dioses del Olimpo y las musas de la Casa sin amo. Horas después Homero tenía en sus faldas a una linda joven que decía llamarse Claudia Ara Agrippinensis. Heinrich Böll sacó una carta en la que Hans Werner Richter lo invitaba a participar en un seminario organizado por el Grupo 47. El tres de mayo los dos escritores se embarcaron en un tren que los llevó hasta Bad Dürkheim, ciudad donde se realizaba el encuentro del Grupo 47. Homero fue acompañado por Claudia Ara Agrippinensis. Los escritores reunidos no esperaban la presencia del aclamado poeta griego y en un improvisado recibimiento, rindieron pleitesía a la obra y a la persona del insigne escritor griego. Al término de la reunión Heinrich Böll recibió la suma de mil euros como premio del grupo por su historia Die schwarzen Schafe.
Con los años la amistad de los escritores se fue profundizando. Cuando a Heinrich Böll se le otorgó el Premio Nobel de Literatura viajó a Grecia para celebrarlo con su amigo y maestro. Lamentablemente la fiesta celebratoria fue nublada por la muerte repentina de Argos, el perro de Ulises. Homero se encontraba sumido en una profunda depresión. Ulises borracho de pena. Penélope llorando como una Magdalena. Entonces Heinrich Böll continuó viaje a Israel y un par de meses más tarde Retrato de grupo con señora se convirtió en el libro del mes en Estados Unidos de Norteamérica.
A la muerte del escritor alemán, Homero estaba ya muy viejo, casi ciego, además un cáncer de próstata en estadio muy avanzado y una infección de la prótesis de cadera lo tenía inmovilizado en la cama, por lo que en su representación mandó a Telémaco con un discurso épico en homenaje al Premio Nobel de Literatura que por su compromiso al lado de las causas pacifistas se le achacaba actividades terroristas en Alemania.

Un OVNI en el microondas de Olympia / Walter Lingán


Charly era feliz con su nuevo hobby: el monociclismo. Gira y gira, una vuelta y otra vuelta. Desde muy temprano el patio se llenaba con su figura: toalla al cuello, impecables zapatillas blancas Nike y buzo guinda Adidas. Una mañana, Olympia, después de observarle largo rato desde la ventana del dormitorio, salió al patio. Iba envuelta en una bata negra de seda Ethnostil de Sisley. Charly, al verla, cayó del monociclo. Olympia le sonrió y, con pretensiones indecibles, abrió lentamente la bata. Su desnudez era completa, una espada al viento, banderita, banderita, bandera peruanita... Luego giró sobre sus talones mostrando sus audaces caderas, sus babilónicas piernas y la sabrosa caracola cercada por un musguillo negro lustroso. Charly la miraba sorprendido y contento. Sintió la pegada del deseo. Como animal en celo olisqueó en el aire el aroma de la lujuria. La piel morena de su mujer relucía sus más oscuros axiomas. Estaba gorda, era verdad, unos rollitos demás en la cintura, pero tenía su gracia, era hermosa, de eso no había duda. Olympia le dijo, con la bata todavía abierta, que si daba un par de vueltas sin caerse del monociclo, todo, todo lo que estaba viendo sería para él. ¿Y si me caigo?, preguntó Charly y recordó que una hora más tarde tenía que estar en la reunión del gabinete ministerial. Olympia cerró la bata. Si te caes, respondió, te condeno a soñar conmigo todo el día. Pero Charly, qué va, vivía siempre soñando con ella: soñaba que hacían el amor sobre las arenas quemantes del balneario Punta Sal, en las salas de los cines de Larcomar, en el asiento trasero de su BMW, mientras sacaba dinero del cajero automático en plena avenida Arequipa, en las camas que exponían las mueblerías, durante la ceremonia del cortamonte que los cajamarquinos celebraban en Pachacámac, en la avenida Brasil durante el desfile militar, a la hora de la transferencia de gobierno, en la entrada de los Metro.
Mientras Charly se dedicaba a sus funciones de asesoría, Olympia mataba su aburrimiento surfeando en los laberintos de la red virtual. Se iba de compras, de shopping, a los supermercados más alejados e impensables. Así, sin moverse de su cómodo chalet, revoloteaba de oferta en oferta que ofrecían los diferentes mercados norteamericanos, franceses, españoles o alemanes. Una tarde, después de hojear un par de revistas literarias, ingresó a la página web de amazon.com. Sólo por curiosidad más que por interés, se introdujo en el mundo de los libros, pues ella prefería comprarlos después de deshojarlos en vivo y en directo, se divertía desordenando las estanterías de las librerías con el pretexto de buscar un libro cuyo título acababa de inventar. Aquí era otra la sensación, como si fuera observada por miles de ojos. De pronto, sin que ella hiciera nada, el cursor arrastró su mano hasta un frondoso link que contenía la guía de extrañas publicaciones.
El escritor Alfredo Bryce Echenique, conocido internacionalmente por su novela Un mundo para Julius, habría sido secuestrado por un autodenominado Comando Periodistas de Uchuraccay. El famoso literato —que después de terminar con una experiencia europea en la que mutuamente se habían sacado el jugo, decidió, al cabo de treinta y cuatro años, regresar a la Lima de sus temblores— se encontraba en una gira por la sierra central peruana promocionando su último libro: Guía triste de París. La policía no se explica cómo pudo haber sucedido tal acontecimiento dadas las extremas medidas de seguridad. Decía que uno de los plagiadores, disfrazado como la agente literaria del autor, ingresó al hotel de turistas donde se alojaba el Reo de nocturnidad. Pero un testigo de los hechos, identificado como Juan Manuel y que fue entrevistado por nuestra enviada especial, Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, desmentía categóricamente esta versión diciendo que una simpática pareja, inscrita en el registro del hotel como Magdalena Peruana y Martín Romaña, sería la que abandonó el inmueble acompañada de Alfredo Bryce Echenique, quien se habría despedido diciendo a los huéspedes que bebían en el hall del hotel: No me esperen en abril.
La memoria de Olympia dibujó la barbarie, el asesinato de un grupo de periodistas inducido, ordenado y sacramentado por las fuerzas armadas acantonadas en Ayacucho... Olympia tenía todo lo que soñó de joven: marido buen mozo con envidiable sueldo en dólares, una mansión en el mejor barrio de la capital, se codeaba con la crema y nata de la sociedad, viajes alrededor del mundo, vestidos exclusivos y mucho más. Sólo algo no funcionaba como ella se había imaginado. Por eso, en el transcurso de los últimos años, se había desarrollado un fuerte deseo de acostarse con otro hombre que no fuera su marido. Por medio de la Internet, se había contactado con hombres, también con mujeres, dispuestos a toda clase de aventuras. Sin puntos ni comas le proponían chuparle de un sorbo hasta el tuétano de los huesos, disfrutarla en toda su sabrosura, sacarle musiquita desde el fondo de su melcocha. Entonces se le encendía la pasión, sentía unas ganas tremendas de arrojarse barranco abajo, rodar sin remilgos por los abismos de la concupiscencia. Tenía almacenado un epistolario de antología que, si llegara a publicarlo, la sociedad, alborotada, la maldeciría eternamente y sin chances de rehabilitación. Solía decir que a Charly lo amaba porque era blanco y guapo, por sus ojos verdes y sus cabellos rubios, hasta por su vello púbico que reverberaba como el sol; lo amaba también por sus manos hermosas y elegantes, por su arrogancia de patrón y su envidiable desparpajo de asesor de gobernantes tercermundistas, lo amaba porque era «su genio»: un meneíto gracioso y bonito y el capricho más extravagante era cumplido sin dudas ni murmuraciones. Olympia, una india, más precisamente una chola, una mestiza con una mezcla de quechua, de aymara, de aguaruna, de maya, de azteca, de negra y de blanca, amaba a Charly, aunque en los últimos tiempos tenía que concentrarse en el apolíneo cuerpo de su marido a la hora de hacer del amor si no quería verse volando por las alturas de Machu Picchu o la Torre de Eiffel, paseando por una calle céntrica del Cusco o de Berlín, dando vueltas por los almacenes de El corte inglés de Madrid o el Kauhof de Múnich. Esta situación la hacía sentirse muy mal, se consideraba una fracasada a pesar de los grandes esfuerzos por ser una excelente amante, esposa y compañera. Ella, que a la hora del pecado sagrado sabía perder los estribos y abría el camino sin estrecheces, no podía entender su mala suerte; ella, que como una joven potranca lujuriosa le gustaba gozar de acuerdo a los mandatos de la ley, no daba crédito a su destino, el amor de las morenas es fuego quemá quemá quemá / como la arena en el desierto quemá quemá quemá... Lo peor del asunto es que Charly, ocupado tras las cortinas del poder de turno, ni cuenta se daba de la situación, este déficit de atención en el presupuesto del hogar la convertía automáticamente en víctima de una aberración que ella designaba como el síndrome de dislexia sexual.
En el acto no hubo violencia por lo que se supone que los secuestradores, terroristas a opinión de la policía, son personas de confianza del escritor que diagnosticó La amigdalitis de Tarzán. Al cabo de diez horas de su desaparición y el correspondiente revuelo de padre y señor mío que se había armado, las trasmisiones radiales y televisivas se cortaron de pronto. Tras un breve silencio, se escuchó la voz de Jorge Sedano Falcón, ex periodista de La República, saludando a la comunidad internacional en nombre del Comando Periodistas de Uchuraccay, y alertaba que Alfredo Bryce Echenique se encontraba, gozando de buena salud, Con Jimmy, en Paracas.
Olympia recordó las primeras noticias de la guerra senderista; luego, muerte y desolación, la espiral de violencia creciendo como un gigante amorfo; militares y senderistas robándose la vida, comiéndose los latidos; el país dividido, acuartelado... Olympia fue educada y aprendió, desde que Adán descubrió a Eva comiendo galletitas Crisp en el Paraíso, que hombre y mujer son indivisibles, y por eso nunca tuvo inclinaciones homosexuales. Cuando una de sus colegas de la facultad de letras de La Católica, con quien estudiaba para los exámenes, tomándole una mano con delicadeza, le hizo una propuesta concreta, no vaciló en rechazarla. Me gustan los hombres aunque mal paguen, le dijo. Pero aquella vez que vio a una mujer rubia, narizona, con los anteojos oscuros sobre la cabeza, en la librería «El Virrey», se le revolvió toda la razón, se le recalentaron las células del deseo y estuvo a punto de lanzarse sobre la desconocida y, ahí mismo, en el suelo de madera, hacerle un montón de lindas cosillas, de ricuritas sin medida ni clemencia, pero algo inexplicable la detuvo en el último minuto. En cambio ahora, al descubrir en la entrada del Club Golf Los Incas a un cholo quechua sentado dentro de un taxi, no lo dudó. Se acercó y, agachándose hacia la ventanilla, ordenó: ¡hey, quiero que me lleves a donde sea y hagamos el amor! El cholo sonrió, pensó que le estaban tomando el pelo y miró ofuscado las laderas del Cerro La Molina, cómo será mi piel junto a tu piel / cardo o ceniza / si he de fundir mi espacio frente al tuyo / cómo será tu cuerpo al recorrerme / cómo mi corazón si estoy de muerte / cómo será el gemido y cómo el grito / al escapar mi vida entre la tuya...
«Nuestras acciones no están dirigidas a poner en peligro la vida de ninguna persona y menos de gente ligada a la cultura peruana», manifestó la voz de Sedano. «A más de quince años de la matanza de Uchuraccay y al ver que todos los esfuerzos de nuestros familiares por encontrar a nuestros asesinos han sido inútiles, hemos decidido realizar una campaña apoyada desde el Más Allá. Nuestros poderes, nuestras capacidades de mutación son infinitos, pero aún así, por una cuestión ética y moral, nuestra misión se llevará a cabo con mucha cautela, sin hacer daño a nadie, ni siquiera a quienes, por oportunismo, acomodo o bienestar, encubririeron las manos que se encarnizaron con nuestras vidas. El general Clemente Noel no debe temer por habernos vinculado a Sendero Luminoso, decir que llegamos a Uchuraccay portando banderas comunistas, gritando mueras a Belaúnde y vivas a la lucha armada.»
Olympia recordó que los testigos de la matanza de los periodistas habían desaparecido, de uno en uno y de una manera muy rara. No había duda de que el ejército estaba implicado en el asunto y los civiles que gobernaban se empeñaban en que todo se olvide... Olympia estaba dispuesta a engañar a su marido sólo porque era un hombre blanco, hermoso y opulento. Ella buscaba un ocasional y anónimo amante, alguien que le saque todo el jugo y le haga rechinar los dientes de puro placer. Quería un indio quechua, asháninka, aguaruna o aymara, un cholo, no le importaba que sea un vividor, un fumón, un borracho empedernido, ni que tenga un reguero de hijos no reconocidos, porque, a pesar de todo esto, eran capaces de convertirse en demócratas, en presidentes o ministros, y sin vergüenza alguna embolsicarse sueldos que superan toda expectativa. Olympia sólo buscaba un nativo peruano que, una vez los hechos consumados, desapareciera sin mayores trámites. No le importaba si sabía contar chistes de humor negro, ni si había leído a Arguedas o Vargas Llosa, sólo quería un tipo de piel oscura, la más oscura que hubiera visto en esta horrible ciudad, deseaba desnudarse y entregarse a él sin mirar a quien por el simple hecho de ser un indio o un cholo. Olympia quería que alguien coma las delicias que hervían en la olla de la dicha, alguien que la revuelque con la furia del deseo, le exprima todas sus esencias y la deje descoyuntada, pero feliz y satisfecha.


Eduardo de la Piniella de El Diario declaró: «No constituimos ningún comando ligado a alguna organización terrorista supranacional, sea de izquierda o derecha, por lo tanto, don Mario Vargas Llosa, que se encuentra veraneando con su familia en La casa verde y en su calidad de ex presidente de la comisión nombrada por el gobierno para aclarar los sucesos de Uchuraccay, no debe temer nada. Al mundo entero le decimos que esa comisión no aclaró nada, más bien reafirmó la versión oficial del gobierno y los militares, pues eso de que los pobres comuneros, la mayoría licenciados del ejército, confundieron las cámaras fotográficas con ametralladoras es un disparate tan grande como la Historia de Mayta. No queremos provocar La guerra del fin del mundo, y don Mario, a quien los dioses noruegos lo tienen postergado eternamente en la lista de los candidatos al Nobel, puede dormir tranquilo, como El pez en el agua...»
Olympia imaginó a Mario Vargas Llosa escribiendo el informe de la comisión investigadora de los sangrientos sucesos: la muerte, disfrazada como una linda mujer, llegó, cansada, respirando con dificultad, hasta las alturas de Uchuraccay. Con sus encantos mortales atrajo a los reporteros, se divirtió con ellos, los emborrachó de pasión. Los periodistas, engañados por la astuta mujer, se durmieron confiados y soñaron con la verdad que habían ido a buscar. La muerte, sin poder apaciguar más su naturaleza, sacó su guadaña y la descargó con furia sobre el cuello de cada uno de los redactores. Sus camisas ensangrentadas las colgó de los árboles y se marchó presurosa. La gente que pudo verla cuenta que se perdió tras la puerta de un cuartel militar; lo cierto es que más tarde los soldados, cumpliendo con su deber, descolgaron las banderas rojas... Y Olympia le dijo al cholo, que la miraba desencajado, que la cosa va en serio, y ya, antes de que se desanimase. Subió al taxi y le pidió que la llevara a un hotel porque tenía ganas de comérselo. Pero,... intentó protestar el sujeto. No digas nada, compadre. Sólo quiero que vayamos al hotel más cercano y me caches, me culees. La frase obscena rebotó en sus oídos de una manera extraña, pues nunca la había dicho. Recordó haberla escuchado en los videos eróticos que Charly traía a casa. En ese instante, en vez de avergonzarse, se sintió una actriz porno en todo su apogeo. Se dijo que estaba actuando, haciendo teatro, peliculina. Ella no era una prostituta, no, no, que va. Tampoco era una adúltera ni una mala mujer, no, ni pensarlo. Ahora sólo quería acostarse con este indio o este cholo desconocido y comprobar si era cierto ese tan mentado amor serrano. Nada más. Quería sentirse mujer, mujer deseada. Otra cosa no le interesaba. Se había acostado con Charly, un gringuito desconocido, entonces, ¿por qué no probar con un anónimo nativo peruano? Hacer el amor o meterse en la cama con el miembro de una de las etnias sojuzgadas sería una reivindicación después de tantos siglos de marginación y opresión. ¡Oh, Padre Pachacutec! ¡Apus benditos, serle infiel a Charly se convertía en una proclama político-racial! ¡Rebelión! ¡Resistencia! ¡Las mujeres al poder!
El joven periodista Jorge Mendívil, con voz pausada, anunció: «Ojalá, nuestra muerte sea el aviso, la esperanza de tiempos nuevos, donde la verdad sea clara y luminosa como la luz del sol. No queremos que nos declaren héroes ni nos otorguen medallas póstumas, recuerden que sólo cumplimos con nuestro deber profesional». Luego de un breve silencio se escuchó la voz, un tanto lejana, de Pedro Sánchez, el fotógrafo estrella del grupo: «La muerte nos alcanzó desprevenidos, no pudimos defendernos, el recuerdo de nuestra muerte es un animalito que escarba en el corazón de nuestros asesinos, es un OVNI girando en sus alcobas, entre sus muebles, volando entre los resquicios de su conciencia...»
Olympia pensó que la verdad que los cronistas buscaban, quedó, como se dice por decir algo, postergada hasta la próxima eternidad y cuando vio un OVNI aparcado en su microondas no supo si estaba soñando o volando entre viejos planetas, mandando besitos volados a la Tierra... En la habitación del hotel, Olympia le pidió al cholo que se desnudara. A éste le tembló el vientre abultado, las piernas delgadas y arqueadas la hicieron sonreír. El anillo en el dedo de la mano derecha relumbró en sus ojos. Posiblemente estaba casado con una francesa o una belga o quizá vivió una temporada en Francia, pues en varias ocasiones se le había escapado una que otra frase en francés. Pero a Olympia ya no le importaba nada. Se le acercó, le besó el pecho lampiño, le rodeó y desde atrás se prendió del pene erecto. El cholo pegó sus escuálidas nalgas al frondoso y exquisito cuerpo de la mujer. Ella acarició la piel lustrosa, sebosa y sudorosa del cholo; olía a toro bravo, a chivato viejo. Cerró los ojos y en su mente vio a Charly, su piel suave, su cuerpo esbelto, firme y poderoso; percibió el perfume del eau de toilette Davidoff Cool Water, palpó sus camisas planchadas en lavanderías de lujo, sus corbatas Calvin Klein realzándole el prestigio de profesional de alto vuelo. En cambio los cholos son sucios, tienen sabor a tierra, huelen a jabón Bolívar, son unos mentirosos, unos pendejos, bajo esta premisa decidió odiar a todos los cholos, también a todos los indios y a todos los hombres. Para liberarse de un poco de odio, resolvió darle lo que ninguna belga o francesa le había dado a este cholo que quizás antes de ser taxista fue lustrabotas o canilllita. Tenemos que apurarnos, le dijo al desconocido. Se acostó en la mullida cama, abrió las piernas y apareció, con toda su brillantes, la chapisquera mojada. El cholo no esperó un segundo y se lanzó, con el caballo empinado, por el glorioso Morro de Arica. No le dio tregua a la mujer, la zarandeó entre bandazos de izquierda a derecha, al derecho y al revés. Le machacó los huesos hasta arrancarle un profundo gemido de felicidad. Luego, el cholo, orondo y fresco como una lechuga, abandonó la habitación cantando el adiós pueblo de ayacucho perlas challay. Olympia se quedó tirada en la cama, se sentía como desmembrada, embotada por la dicha de haber pisado los umbrales del Paraíso.
La última voz en emitir sus declaraciones fue la de Amador García de la revista Oiga: «Hemos perdonado a los autores de nuestras muertes porque no sabían lo que hacían, en cambio, los que ordenaron que borraran nuestras huellas, aquellos como Lituma en los Andes que se prestaron al juego, a todos ellos los perseguirá el ojo de Dios... Vendrán nuevos periodistas sedientos de verdad. Bueno, luego de esta primera acción, nos retiramos, comunicándoles que el admirado maestro Alfredo Bryce Echenique A trancas y barrancas se encuentra ayudando a La última mudanza de Felipe Carrillo y luego irá a descansar en el Huerto cerrado...»
Olympia ya no recordaba en qué momento apagó la computadora y se vistió como la muerte: encantadoramente mortal. Ella, graduada en ciencias de la comunicación, pensando en sus colegas que habían muerto o desaparecido misteriosamente y en los que estaban presos, decía que el periodismo es una profesión muy peligrosa pero hermosa, tan hermosa como la verdad... Olympia llegó casi con una hora de retraso al restaurante del parlamento donde la esperaba un Charly impaciente. Fue reprendida cariñosamente por su tardanza. Ella se quejó del tráfico, de los cholos metidos a taxistas que no conocían bien la ciudad. Besó a su marido con coquetería. Aún sentía los ardores de la gloria, un hormigueo irresistible le trepaba por el aguadizo monte del gozo. Olympia tuvo miedo. ¿Y si olía a sexo, a sexo de cholo? ¿Sería Charly capaz de percibir el olor del enemigo? Sacó un cigarrillo y empezó a fumar con cierto nerviosismo, luego, ya más tranquila, pensó que a su marido lo amaba porque era blanco, rico y buenmozo.


Acaba de ponerme su tercer sudor en plena lágrima


Liebe im Kopf ist leichter als Liebe im Leben.
Birgit Vanderbeke.

Para Rosario Mendívil.

La mañana era fría, oscura.
Matías me dijo, con toda la tranquilidad del mundo, mientras frotaba la mantequilla en el pan a la hora del desayuno, que ya no me quería, que se había equivocado, que yo no era la mujer que había soñado... ¿Aaah?... Era feliz como cualquier marido / junto a su mujer / pero su vida no era tan intensa / como en Falcon Crest / y aunque seguro de ser amado / como la amaba él / aquella tarde se fue de casa / para no volver... ¿Y las noches de amor que habíamos dejado grabadas en la cama? ¿Y esos minutos de felicidad, de gozo hasta la muerte, de hacía apenas una media hora atrás? Todo, todo eso, ¿no era nada? ¿No fue amor? Creí que había escuchado mal. Pensé que era una broma, aunque una broma de mal gusto. Dime, Matías, dime que es una broma. No sabes distinguir lo que es amor / pues nunca te han amado de verdad. / Descubro que no tienes corazón / por eso lo que te di lo despreciaste... No, pero quisiera que me dés un tiempo para pensar, para reflexionar sobre nuestra relación. Entonces, ¿todo lo que hemos vivido, todo, todo ha sido mentira, falsedad? Matías no contestó, tomó un sorbo de café. Algo me decía que tú / no me querías / que tu amor no era real / que me fingías / pero me negaba a creer. / Yo no quería / aceptar la realidad / pues me dolía... ¿Y el viaje de navidad a casa de tu hermana? Matías, en silencio, jugaba con las migas del pan sobre el plato. La cucharilla hundida en el pocillo de azúcar, como un avestruz, sólo mostraba su cola. El azúcar blanqueaba una esquina de la mesa y los motivos azulados del mantel. El queso Gouda y el queso turco, separados por oscuras aceitunas, se miraban con recelo. ¿Y el vídeo que grabamos y mandamos a mi madre, a mi familia? Cómo imaginar / que era en tu vida / sólo fantasía. / Cómo me pudiste engañar / si en mí nunca hubo una mentira. / Dime que buscabas en mí / si no me amabas. / Cómo tanto tiempo pudiste / jugar con mis sentimientos. / Qué difícil es saber / que tú mentías... Matías se puso de pie, quiso abrazarme, pero le rechacé, sus manos fueron dos fierros candentes quemando mi blusa y mi piel. Adolorida, llorando, le dije que me dejara sola. ¡Véte, quiero estar sola! Sin decir una palabra, Matías se puso el abrigo, abrió la puerta y salió de la casa... En mi memoria aún resuenan sus pasos golpeando sobre la madera de las escaleras y yo lloro, sigo llorando... La música de salsa lo envolvió / la noche se hizo joven para él / la rubia de su sueño apareció / moviendo sus caderas frente a él / y entre sabor a fresa y pippermint / la rubia de su sueño lo besó / y a ritmo de Caribe sin pensar / el cielo de Madrid amaneció...

La tarde era fría, oscura.
Y sola, como en los últimos días, seguía escuchando música que acentuaba mi tristeza. Mi soledad continuaba siendo ese terco dolor en el pecho, en el estómago, en ambos a la vez. Era un dolor que subía y bajaba y me sometía a oscuras depresiones. Me dolía, pero no dejaba de escuchar el CD de José Luis Perales, que ni recuerdo cómo llegué a obtenerlo: Era feliz como cualquier marido / junto a su mujer / pero su vida no era tan intensa / como en Falcon Crest / y aunque seguro de ser amado / como la amaba él / aquella tarde se fue de casa / para no volver... Han pasado casi tres semanas, no he visto a Matías, en cambio he llorado a mares. ¿He llorado por él? No sé, quizás he llorado por el amor que le tuve. ¿O le tengo? Muchas veces he soñado que sonaba el teléfono y era Matías y decía que me quería, que me extrañaba, que no podía vivir ni un minuto sin mí. Y cuántas veces no he tenido enormes deseos de ir al local donde tocaba la guitarra y escuchar ese canto, que estoy segura, me lo dedicaba: El día que tú te marches, lloraré / dirás adiós con un beso y yo quedaré / sentado en mi sillón / perdida la razón / mis ojos verán cerrarse la puerta / y el viejo boulevar / tus pasos llevará / seguros, hasta la barra de un bar... Tres semanas y estoy llorando. Yo, una mujer emancipada, sufre por el abandono de un hombre. Yo, que he sabido medir mis sentimientos, que he jugado premeditadamente con los hombres, que los he usado para sosegar mis pasiones; han pasado tres semanas y como una loca lloro desesperada por un hombre. Un hombre, un macho por todos los lados que quiera mirársele. La vida y sus contradicciones y sus sorpresas. Me enamoré, él se fue; simplemente, abrió la puerta y, sin despedirse, se fue... ¿Es acaso ese pan que en la puerta del horno se nos quema?, como solía repetir Joaquín, el poeta. Yo que, desde la separación de aquel hombre tierno y reposado, padre de mi hija, he gozado con una ringlera de hombres, algunos cariñosos, otros sentimentales; algunos más simpáticos que otros, algunos más altos y morenos, en fin... Todos muy machos, o por lo menos así se creían, o les hacía creer, y sobre todo: muy misios, o sea, pobres; en resumen: pobres diablos. Mariposita, mariposita / ¿quién te ha dicho que soy casada? / Soy casada por esta noche / y soltera toda la vida. / Mariposita, mariposita / ¿quién te ha dicho que tengo novio? / Tengo novio por divertirme / y un esposo pa’ no aburrirme... Y Matías llegó a mi vida como uno de esos hombres a quienes amé fugazmente, con intensidad, y sin compromisos. Las sábanas guardan con viveza su olor, su voz, sus gemidos. Matías no era hermoso, pero su rostro aindiado tenía un atractivo singular. Sus ideas no eran compatibles con las mías, en tanto me adhiero a la igualdad entre los hombres y las mujeres. Matías no se interesaba por la política, por las cosas que pasan en el mundo, pero en la cama era un campeón, sabía darme lo que quería... Niña, te quiero decir / que tengo en computadora / un gigabyte de tus besos / y un floppy de tu persona. / Niña, te quiero decir / que sólo tu me interesas / y el mouse que mueve tu boca / me formatea la cabeza. / Niña, te quiero decir / que en mi PC sólo tengo / un monitor con tus ojos / y un CD-ROM de tu cuerpo. / Y yo quiero mandarte un recadito / ábreme tu e-mail... Matías tenía el sexo pequeño, pero tenía sus mañas para explorarme, conocía su deber, cumplía con creces su rol de varón para elevar mis ganas exponencialmente. ¿Qué me amó? No sé, como nadie debe estar segura del amor de un hombre. ¿Qué yo le amé? De eso estoy segura. Segurísima. Le amé ¿Aún le amo? No sé, pero lloro, no me puedo contener. Creerán que estoy loca, o como diría Beatrix, con ese lenguaje marginal: Eres una cojuda para llorar por ese güevón. La primera noche los dos estábamos borrachos, sin embargo fue un polvo que me dejó extremecida. Fue un polvo explosivo, dulce, sabroso, después de una semana de estar, como las vegetarianas, sólo a base de verdura, era ya hora de paladear un buen pedazo de carne. Amanecimos trenzados: mis brazos enredados en su cuello, nuestras piernas enlazadas, nuestros sexos baboseándose. Metí mi lengua en su boca y saboreé el licor fermentado en su paladar, entre sus dientes. Entonces me dijo: Bésame el culo, chúpame las verijas... Le dije que era feliz, entonces me calló en forma autoritaria: No seas mal educada, no se habla con la boca llena. Me hizo gracia su irreverencia, su sarcasmo. Luego se levantó, vi su pequeño pene, duro, enhiesto, y tuve deseos de metérmelo en la boca, morderlo con ternura, hambrienta. Matías pidió que me volteara. Imaginé lo que se me vendría. Mis nalgas relajadas, ansiosas, esperaban la embestida. Su sexo entró en mi sexo, revoloteó unos segundos, luego, como una serpiente escurridiza, como un bendito padre luterano, penetró en el ano. Fue un placer quemante, diferente; mordí la almohada para no gritar, clavé las uñas en la sábana; de pronto, otra vez, el placer subía y subía y no pude contenerme... Mi cuca, mi caparazón, se quedó temblando. ¿Y?... ¿Te gustó? Macho de mierda, dije para mis adentros. ¿Cuándo tuviste tu último polvo? Hace dos días, le contesté, conteniendo la rabia... Cuántas huellas de amor hemos dejado / a lo largo y a lo ancho del camino / cuántos mares navegados / cuántas lágrimas de gloria / Cuántos sueños imposibles conseguidos / atrapados en un beso sin medida / y entregados en los brazos del deseo / en el amor, no cabe nada más / en el amor, no cabe nada más...

La noche era fría, oscura.
En mi habitación, mientras sonaba un CD, la soledad estaba sentada frente a mí. No era la primera vez, pero esta soledad era diferente. Me mostraba su rostro altivo, joven y brillante; se burlaba de mí con una risa desquiciada; me oprimía... Desde la ventana de la cocina miraba pasar los autos, el ruido de sus motores sólo era un sordo rumor. Los árboles eran quietos guardianes entre la luz lechosa. Había bebido casi dos botellas de vino, intentaba nublar mi depresión, quería borrar ciertos recuerdos empeñados en seguir anidados en mi mente. Recuerdos que en mi pecho eran heridas abiertas. Matías había prometido quererme siempre, pero fueron pocos meses vividos a toda máquina, aunque si lo pienso bien, o sea, entre copa y copa, me parecían toda una vida. Más tarde llegó Beatrix con otra botella de vino. Pedirás un café / tomarás una copa y al fin / mirarás si otros ojos se fijan en ti / tendrás una nueva historia que contar / seré para ti la sombra que tiempo atrás / llenó tu corazón... No te quiero, me dijo Matías, y se fue. Y tú, como una güevona, lloras por un mierda que ni vale la pena, decía Beatrix. Tienes que despejarte. Vamos a bailar. Beatrix había peleado con su novio y tenía ganas de serle infiel, eso fue lo que dijo. Vamos al Savoy, Nadín, que esta noche quiero ponerle cachos a mi novio. Vamos al Savoy y nos levantamos un par de cubanos para curar nuestra arrechura, para ganarnos un par de buenos polvos. No tenía deseos de salir, pero Beatrix tuvo argumentos convincentes. Entonces, animada, propuse no ir solas. Aplasté al azar la memoria de mi teléfono Siemens y marqué el número de Joaquín, el poeta... Con una sola mirada y tu voz / de muñeca de salón sin alma ni pasión / seré una aventura más que pasó / tus labios irán perdiendo su color / los años irán pasando para los dos / muñeca de salón sin alma ni pasión / mis ojos verán cerrarse la puerta / sentado en mi sillón / perdida la razón / seré una aventura más que pasó... Media hora más tarde llegó Joaquín, el poeta, acompañado de Abelardo, un moreno divertido y bailarín. Abelardo había dicho a su esposa que iba con unos amigos a celebrar el cumpleaños de Matías. Cuando llegamos, el Savoy ya estaba repleto de muchachas y muchachos bailando; había grupos bebiendo alrededor de la pista; otros estaban sentados a la barra, bebían y conversaban. Beatrix y yo pedimos vino y empezamos a bailar. El vino era un líquido rojo, casi sin sabor y la música era alegre, salerosa. Bailé con Joaquín, el poeta, pegada a su cuerpo; sentí su corazón palpitar sobre uno de mis senos. Tuve deseos de besarlo y lo abracé con fuerza. Mordí suavemente sus labios y moví mi cintura y mi vientre engrasados por el ritmo, abrasados por el fuego. No, no le dije amor, ¿o sí?, pero cómo me encendía el contoneo de su pierna entre mis piernas, el flexible y ofídico meneo de sus caderas. La manos de Joaquín, el poeta, acariciaron mi espalda, se encaminaron hacia mi cintura en sugerentes y lascivos vaivenes y reventaron los tambores... Tengo un corazón / mutilado de esperanza y de razón / tengo un corazón que madruga dondequiera / ¡Ay!... / Quisiera ser un pez / para tocar mi naríz en tu pecera / y hacer burbujas de amor por dondequiera / pasar la noche en vela / mojado en ti... Y me mojé, por mi madre, qué vergüenza, pero es verdad, me mojé, justo cuando terminaba de cantar Juan Luis Guerra y su orquesta 440. El vino tinto era un aguila roja volando en picada para alcanzar a su presa que intentaba escapar y yo bailaba con Beatrix; después, con un cubano que ofreció hacerme el amor esa noche; luego, con Abelardo que reía, reía... Joaquín, el poeta, dijo: Después de Lima no he visto otra ciudad tan sucia como Hamburgo, apuesto a que todas las casas están llenas de cucarachas. El vino rojo, tinto, era sangre alimentando mi alegría; mis pies, hinchados de merengue y salsa, no dejaban de moverse; mi cintura voluptuosa se agitaba, crecía y se cargaba de alto voltaje. Escuché que Joaquín, el poeta, decía que los paraderos del U-Bahn apestaban sólo a mierda, tienen un hedor casi insoportable. Eso no es verdad, mentiroso e’ mierda, dijo Beatrix, no dudo que haya cucarachas como en cualquier otro lugar, pero lo que sí te puedo asegurar, y esto sí es verdad: Hamburgo huele a puterío, apesta a prostíbulo, que no es lo mismo que apestar a mierda. Abelardo dijo haber visto muchas ratas gordas, sin cintura, desconocedoras de dietas y aerobic, y gatos; sí, hay gatos panzones en los muelles. Aunque Luis Sepúlveda sólo habla de gatos y gaviotas y monos y marineros; también hay perros, y putas, volvió a decir Joaquín, el poeta. Luego de esa conversación, volvimos a la pista de baile. Joaquín, el poeta, buscaba alemanas para bailar, quizás también para llevarse o dejarse llevar por una de ellas. El vino rojo... El vino tinto... El vino blanco... Veo pasajes de mi vida, cuando era niña, de la mano de mi padre y comiendo un helado en una calle céntrica de Lima. Chupando un helado, pasándole la lengua por su morro rosa-amarillo, y cubriéndome del sol con una sombrilla azul-celeste. Llegamos a casa y la cena navideña estaba servida: el pavo hornado y los platos dispuestos, todos mis hermanos sentados a la mesa, sólo faltaba uno... La mesa empieza a tomar dimensiones asombrosas, inesperadas, y sobre ella caen los cadáveres de pavos degollados, las vísceras colgando de sus pechos rotos. Mi madre coloca sus manos en la boca para ahogar sus gritos; mi padre, asombrado, no sabe qué decir, y en los ojos de mis hermanos hay sorpresa, hay miedo... La mesa y las sillas sucumben ante el apiño de cadáveres que ya no son aves, son seres humanos: hombres, mujeres y niños... Un grupo de soldados entra a la casa, que tampoco es mi casa, es una humilde vivienda ayacuchana, en busca de subversivos, de literatura terrorista... Trato de ocultar todo aquello que les parezca sospechoso; decidida, empiezo a devorar los libros de Mariátegui: una página, otra página, dos y tres páginas; desesperada, meto casi todo un libro en la boca. El papel es duro, me hiere las encías, tiene sabor a viejo y la tinta corre por la comisura de mis labios... Ahora veo a mi hija Mariana en brazos de su padre; y no están en Lima ni en Ayacucho, están en Hamburgo, y su padre, o sea, mi ex marido, la arroja al Elbe desde el puente Freihafenelbbrücke. Scheiße!, dije. ¿Qué pasa, Nadín? Nada, nada, que se me acabó el vino. Abelardo trajo más vino. Ahí fue que vi a Matías, en una esquina del local, besando a una muchacha rubia. Me acerqué más y reconocí a la muchacha rubia, la muy puta trabajaba como Kellnerin en el local donde Matías hacía música. Ella me conocía, sabía que Matías era mi pareja. Si el futuro existe, ella sabía que Matías era mi futuro. Puta, carajo. Entonces me rayé. Por mi mente desfilaron: Marylin Monroe con su falda temblando al viento; el poeta César Vallejo hablando de su hermano y de su madre y de su costilla de junco y capulí; Elisabeth Taylor tratando de besar a un cubano que bailaba merengue con una rubiecita con cara de palo; Nelson Mandela explicándole a la Winnie que los derechos humanos son válidos para todos; el presidente Mao rodeada de muchachitas, todas jovencitas, virgencitas; Carlos Marx solicitando un crédito al FMI para revisar sus teorías; el escritor Miguel Gutiérrez escribiendo una autoentrevista y el famoso boxeador Mauro Mina golpeando a ciegas, con la ceja rota, dilatada... Entonces, derrotada, caí de rodillas. Lloraba a gritos. Blancos y blancas, negras y negros, morenos y cholos seguían bailando en el Savoy. En mi cabeza volvió a sonar esa melodía conocida, esa vieja canción: La música de salsa lo envolvió / la noche se hizo joven para él / la rubia de su sueño apareció / moviendo sus caderas frente a él / y entre sabor a fresa y pippermint / la rubia de su sueño lo besó / y a ritmo de Caribe sin pensar / el cielo de Madrid amaneció...

La madrugada era fría, oscura, y llovía.
Los porteros del Savoy me pedían que abandonara el local. Primero usaron el don de la palabra, después intentaron con un método más contundente: la fuerza. Respondí, primero, con un lenguaje a la altura de las circunstancias, o sea, los mandé a la mierda; luego, con todas mis fuerzas me opuse a la fuerza de los respetuosos porteros del Savoy. ¡Déjenme ir al baño!, gritaba, pero yo quería ir hacia Matías y romperle la cara a golpes, lo mismo quería hacerle a la rubia, a la muy puta. Busqué mi cartera donde tenía mi cuchillo, arma de ataque, defensa y autodefensa. Un instinto homicida me impulsaba con una fuerza desconocida, extraña y brutal. ¡Muerte a los traidores! Abelardo y Joaquín, el poeta, me rogaban que me calmara y que nos fuéramos de ahí. Pero no, la afrenta no podía quedarse así. El cerco era grande, impenetrable. Cambié de táctica. Simulé estar calmada, pero ellos estaban zanahorias, no eran lornas, y no atracaban. Dije que quería ir al baño, pero nadie me creía. ¡Vamos, carajo!, me dijo Beatrix. ¡Quiero ir al baño! Mis gritos se hicieron más gritos, más insultos, más amenazantes. ¡Muerte a los traidores! ¿Por qué me sucedía esto a mí? Los porteros del Savoy cada vez más agresivos, a gritos y a empellones intentaban sacarme del local. Beatrix también gritaba, insultaba, en mi defensa. ¡Ya nos vamos, no la toquen, carajo! ¡Déjala, concha e’ tu madre o te rompo la cara, carajo! ¡Se van a cagar conmigo, mierdas! ¡Carajo! ¡Güevones! ¡Mierdas! ¡Hijos de puta! Los insultos eran del más grueso calibre, y la calma no asomaba. Se había iniciado la guerra y debían morir los traidores. Pero nadie había muerto acribillado de palabras altisonantes, de insultos. Veía el rostro de asombro de muchos bailarines y mucha bailarinas; la sonrisa de desconcierto de otros y de otras. Matías no se movía de su rincón. La música de salsa lo envolvió / la noche se hizo joven para él / la rubia de su sueño apareció / moviendo sus caderas frente a él... Mis lágrimas... Mis gritos desesperados... ¿Por qué? ¿Por quéee? Nadie me contestaba. Cálmate. Vamos. Forcejeando con los porteros del Savoy. Llorando. Gritando. Beatrix insultaba, amenazaba con palabras grandes, palabrotas. Me equivoqué contigo / me equivoqué a lo macho / como muy pocas gentes / se habrán equivocado... Con tu carita buena / con tu mirada clara / por otras tantas cosas / hubiera yo jurado... / Pero que triste realidad me has ofrecido / qué decepción tan grande haberte conocido (Y cómo duele amar). Al fin, la puerta del Savoy. Mis gritos se apagaron, las fuerzas se aflojaron, y en un descuido, estaba otra vez en medio de la pista de baile. Buscaba a Matías y a la muchacha rubia, a los traidores. Armada con una botella rota de cerveza, me avalancé contra Matías. La muchacha rubia intentó detenerme, pero se llevó las manos a la cara y cayó al suelo. La música se ahogó, sólo unos gritos escuché, mientras subía al auto de Abelardo... Me equivoqué contigo / después de tantos años / y tantas amarguras / y tantas decepciones...

La madrugada era fría, húmeda, y llovía.
En el auto seguí llorando, gritando. Tenía un dolor, un puñal hiriendo mi pecho, hurgando mi estómago. Joaquín, el poeta, y Beatrix trataban de tranquilizarme. El auto corría velozmente por las calles mojadas de Hamburgo. Cuando llegamos a casa, Abelardo detuvo el auto y, apenas bajamos, puso el motor en marcha otra vez. Rápido, muy rápido, desapareció, como si estuviera huyendo de algo. Mis piernas se movían lentamente. Para poder avanzar tuve que apoyarme en los brazos de Joaquín, el poeta. Beatrix abrió la puerta de mi casa. Mis gritos eran multiplicados por el crujido de los peldaños de la escalera. Recién comprendí el cambio brusco de Matías, no fueron sus dudas, era otra mujer que había de por medio, como ya me lo dijo una vez Beatrix. Me estuvo mintiendo. ¿Cuánto tiempo? ¿Acaso siempre? La conversación de Joaquín, el poeta, y de Beatrix me calmó un poco, fue como un bálsamo. Reímos, sí, me repuse, y logré reír. Tomamos un té de frutas y luego nos alistamos para ir a dormir. Nos reímos del pijama de Joaquín, el poeta, y de la tanga blanca de Beatrix. Te vamos a violar, poeta. ¡Huy, qué miedo! Y reímos. Ahora llamo a tu mujer para contarle que estás durmiendo con dos mujeres. Bueno, y si ella viene, serán tres. Reímos. Carajo, me dijo Beatrix, por tu culpa voy a dormir como novicia en retiro. Échame la culpa a mí de tus incapacidades, le contesté. El escándolo que armaste, no me dio tiempo para nada, imbécil. Entonces que el poeta pague el pato. No me gustan los serranos, estos huacorretratos apestan a queso. ¡Ach, qué asco! Cholo soy y no me compadezcas, cantó Joaquín, el poeta. En cambio a mí, cómo me gustan los serranos, los cholos, los quesos, me alocan. Volvimos a reír... ¡Puaf, no, yo no me meto con serranos! Déjate de vainas, dijo Joaquín, el poeta, todos los peruanos tenemos sangre chola en las venas. Estás muy güevón, dijo Beatrix, yo soy peruana pero no tengo sangre chola ni pa’ muestra. Carajo, te salió el pedo refinado... que es lo único que tienes de gringa. Güevonazo, yo hablo alemán y eso ya me hace superior a cualquier huaco mochica. A mí me gustan los cholos, y sobre todo, cuando están bien perfumaditos. ¡Ach, qué asquerosidad, queso con perfume Gammon! Lo que pasa es que tú nunca has encontrado un serrano que te calce como debe ser. Por eso estás así, sufriendo por tus serranos como una reverenda cojuda. Reímos... El olor de Matías estaba en las sábanas y rompí otra vez en un llanto angustioso, en gritos feroces. Desconsolada. Adolorida. Sentía que desde mi estómago hasta mi pecho subía una furia incontenible. Rabia. Rencor. Odio. Joaquín, el poeta, me enjugaba las lágrimas con sus delgados y suaves dedos, yo seguí llorando. Beatrix, agotada y borracha, se quedó dormida muy pronto. Dormía haciendo rechinar los dientes. Después, me abracé al poeta, huérfana, buscando consuelo, recosté mi cabeza en su pecho, me envolví como en el seno de mi madre, y al fin, sosegada, me quedé dormida.

Amaneció. La mañana era fría, lluviosa, oscura.
Beatrix se despertó de sed y con un intenso dolor de cabeza, su novio llamó por teléfono para preguntar por ella. Joaquín, el poeta, miró la hora en su reloj, luego se levantó. Mientras desayunábamos, escuchamos la noticia que anunciaba el asesinato de un guitarrista peruano en el Savoy, una discoteca de música tropical en Hamburgo. ¡No! ¡No, no puede ser! Beatrix me abrazó, dijo: a lo mejor es una equivocación. ¿Por qué me tiene que pasar esto a mí? ¿Por qué? ¡Por quéeee! Grité. Lloré. En el lavabo limpié mi rostro; me maquillé, lo mejor que pude, para ocultar las huellas de mi sufrimiento. Vayan ustedes a sus casas, les dije a Joaquín, el poeta, y a Beatrix, y discúlpenme por estas complicaciones, pero les juro que todo esto no estaba programado, ni siquiera lo había pensado. Ocurrió como suelen ocurrir ciertas cosas que dejan huellas profundas en esta vida de mierda. O sea: me rayé y me jodí. Ellos se negaron a dejarme sola. No, dijo Beatrix, eres capaz de hacer güevadas. Mientras la policía tarda en llegar, quiero estar sola. Sola frente a la soledad, sola frente a mi infortunio... La música de salsa lo envolvió / la noche se hizo joven para él / la rubia de su sueño apareció / moviendo sus caderas frente a él / y entre sabor a fresa y pippermint / la rubia de su sueño lo besó / y a ritmo de Caribe sin pensar / el cielo de Madrid amaneció... La policía llegó cuando tomaba té con lágrimas, me explicaron mis derechos, pero no me preguntaron por mis amarguras, por mis sentimientos, y, esposada, me introdujeron en un coche celular.