Freitag, 15. April 2011

La ingeniosa muerte de Malena


Para Luisa Pérez

A Silvia le hablaba de Malena. Es linda, muy linda, le decía. Casi a diario soñaba con ella. Sentado a su lado en el piso recién alquilado, peinando sus cabellos aún mojados, arreglando las uñas de sus manos y sus pies, colocando flores en un jarrón en la mesa de centro de la inmensa sala, tomando el té con los amigos que venían a visitarnos casi todas las tardes, contestando el teléfono para postergar citas o reuniones, yendo de paseo por el centro de la ciudad, luciendo un vestido nuevo y con el maquillaje resaltando sus facciones más bellas. Silvia escuchaba con cierto malestar el relato de mis sueños. Con rabia nada oculta cerraba el periódico que leía y se iba al dormitorio. Sentada frente al tocador se alisaba el cabello y se contemplaba desde uno y otro ángulo. Al volver, sosegada, mucho más tranquila, me preguntaba, una y mil veces, si aún la encontraba bella, que si aún era feliz con ella, que si aún ella sigue siendo mi princesa. Eso ni lo dudes, Silvina, te amo con locura mi princesita hispanoincaica, le contestaba. En silencio la admiraba, sentía cómo la amaba, claro, y me prometía amarla siempre, siempre. Entonces ella, suspirando profundamente, soñaba con ser Malena.
Nunca me gustó jugar a la gallinita ciega, pero desde que conocí a Malena me encierro en mi habitación, me vendo los ojos y gozo penetrando en esa mansión oscura, en ese vacío insondable. De esta manera es como intento acercarme a Malena. Me gustan sus labios, me alegra su sonrisa. Y sonreír es una de las pocas emociones que aprendió a mostrar sin reticencias. Aún no llega a cumplir los veinte años pero toda su vida la lleva atada a una silla de ruedas. Sus ojos azul-grisáceos no conocen los colores ni los diversos tonos blancos y negros. Su voz nació apagada. Para comunicarse con ella hay que tener mucha paciencia. El papel, la pluma, la escritura le son conceptos abstractos, no sirven de nada. Para “conversar” con Malena hay que recurrir al “lormen”. Y el lormen es un método para poder dialogar con los sordo-mudo-ciegos que lo inventó Gerónimo Lormen hace más o menos cien años atrás. Para describir una letra hay que golpear levemente o tocar una determinada parte de la palma de la mano.
Malena vivía con su madre en una antigua casa de la calle Merced de Valladolid. A diario la visitaba y le decía que un día vendría con Silvia. Para que conozcas a mi novia, a mi princesa. Pero lo que más deseaba era salir a pasear con Malena. Mientras tanto hacía todo para ganarme la confianza de su madre. Debería caerle bien a ella. ¿Señora, cuando me deja llevar a Malena a pasear por el centro de la ciudad?, le pregunté una vez. Ella con el ceño fruncido, sin dejar de hacer sus labores, dijo: Un día de estos, jovencito, un día de estos... Hasta que una tarde, después de mucha insistencia y cuando menos lo esperaba, me permitió sacarla de casa. Entonces feliz, con Malena bien apoltronada en la silla de ruedas, salí a la calle. Me sentía orgulloso de andar a su lado. Me hubiera gustado ir al cine con Malena, pero mejor aprovechamos para tomar un refresco en el agradable Café-Bar-Compás donde sirven unos combinados estupendos. Los ventanales de vidrio dejaban pasar la luz del día sin trabas y se extendía con toda su blancura sobre las mesas, lamía las paredes sacándole lustre. La muchacha rubia, que nos atendió muy amablemente, llevaba los vaqueros bajo las caderas y mostraba un tanga blanco de tiritas anaranjadas. Alelado miraba el rostro curioso de Malena. Sus facciones neutras y sus manos parsimoniosas tamborilando los brazos de la silla de ruedas.
Y es así, me gusta observar a Malena sumergida en su mundo. Cuando deja de jugar con su cadena de perlas de madera, agita los brazos en el aire como si buscara a alguien o algo. Entonces le acaricio las manos y ella me sonríe, esa sonrisa dulce la ilumina. Cierro los ojos e imagino que estoy tirado de espaldas sobre las baldosas frías de la Plaza Mayor de Valladolid, con las manos sujetando pedazos de cielo a manera de pañuelos. Suaves chorros de luz de luna se deslizan bañando al ayuntamiento y a la estatua del conde de Ansúrez. Un silencio indescriptible me rodea y el viento me trae el bullicio de la gente. No los veo, sólo presiento sus andares. Todo lo que me rodea, hasta los sonidos, lo percibe mi olfato. Mi nariz, como un perro sabueso, aletea tras los aromas. Es mi única ventana a la vida. Esto me aúna a Malena que va y viene en su silla de ruedas. Ella nunca ha visto algo bonito ni ha expresado un deseo. Casi todo el tiempo lo pasa en su habitación ordenando y desordenando cosas, quitando algo aquí y poniendo algo allá, hasta que su madre viene y la llevan a comer, a realizar algunas labores y a pasear. Malena generalmente asiente a todo con un afirmativo movimiento de cabeza. No sé si le gusta cuanto hacemos con ella, dice su madre. Me mira desconsolada y prosigue, Sólo tratamos de entenderla, de comprenderla, nada más.
Y los pensamientos, los deseos de un sordo-ciego-mudo no son nada fáciles de captar, de concebir. Las múltiples fases de la vida diaria transcurren como si fueran filtradas, sin colores ni sonidos, en dependencia total de los que podemos ver y oír. Como un “No-World”, un “No-Mundo”, ha bautizado a su vida la escritora sorda-ciega Helen Keller. Un mundo casi imposible de entrar desde fuera y difícil de abandonar desde adentro. Así, el entorno de Malena alcanza apenas hasta donde llegan sus brazos estirados. Los olores, las sensaciones de frío y calor le vienen desde muy lejos, movimientos libres en el espacio o palabras de aliento son para ella inalcanzables. Malena existe como si no hubiera venido al mundo, por eso hay que ir con el mundo hacia ella. Llevarle el mundo, mi mundo. Los colores y la gracia de la vida, de mi vida. Cuando la veo mecerse horas y horas, adelante, atrás, adelante, atrás. Cuando parece gritar y desesperarse. Cuando se golpea la cabeza en el respaldar de la silla de ruedas. En todo eso me parece ver que el cuerpo de Malena se reduce a lo más interno de su “No Mundo”. A lo mejor su mundo de oscuridad y silencio encuentra en todo eso un incentivo a sentirse, a no hundirse por completo. Por eso hoy le tomé las manos, las acaricié largo rato; le besé los labios, el rostro, mis manos se hundieron en toda su piel con el mensaje de mi mundo. El ardor de mis deseos se prendió a las ramas secas que se acumulaban en el fondo de sus entrañas. Sus manos enternecidas se encendieron con la luz de una lámpara que crecía segundo a segundo. Todos mis lugares, mi norte y mi sur, mi oriente y occidente, fueron para ella descubrimientos dotados de aventuras impredecibles. Hoy intenté entrar en el mundo de Malena. Hablarle al oído de su alma.


Mucho tiempo después, una mañana desperté sobresaltado. Rompí en llanto desconsolado. ¿Qué te pasa?, preguntó Silvia. Malena ha muerto, contesté saboreando mis lágrimas. Sentí todo el cuerpo derrumbarse, descomponerse, con los golpes de una pena inmensa. Apagué la radio y empecé a beber en silencio. Silvia también lloraba sin decir una palabra. Entonces me vestí de negro y salí hacia la casa de Malena llevando los pésames de Silvia. Esa noche no regresé a casa. Silvia no consiguió ubicarme pues había apagado mi móvil. Cuatro o cinco días después, cuando llegué a casa, Silvia atinó a espetarme con energía: Estás loco, loco de remate... No contesté, sólo la besé en los labios a la volada y me metí a la ducha. Desde ese día caminaba como sonámbulo sin decir una palabra.
Me he vendado lo ojos y he taponado mis oídos. Dando tumbos he salido a caminar por la ciudad. Cruzo la Plaza Santa Cruz. Un coche me roza en la calle Librería. En Duque de Lerma la gente murmura algo, seguro dirán que estoy loco. Llego a la calle del Paraíso y percibo que alguien se me acerca con sus efluvios de perfume Lacoste. Es Gustavo Martín Garzo. Gustavo, el escritor, me enlaza un brazo con la sana intención de ayudarme. Pero a él le interesa más hablarme de El lenguaje de las fuentes. Me da la impresión de querer confundirme con la Marea oculta. Aunque, a decir verdad, creo que quiere alertarme de Los amores imprudentes. Al ver que no le hago caso, que no le escucho, se va corriendo calle abajo, con su pantalón de tirantes y a media pierna. De pronto aparezco en la esquina que forman las calles Rastro y Perú. Cabalgando en Rocinante viene a mi encuentro Miguel de Cervantes Saavedra. Me invita a pasear por la plaza España, pero sus intenciones eran llevarme a la Librería Amadís para comprar unos ejemplares de sus Novelas ejemplares. No sé como explicarle que no entiendo el lenguaje en tinta y papel. Soy sordo. Soy mudo. Soy ciego. Sólo tengo mis manos, mis pies y un “No Mundo”. Le hago algunas señales en la palma de su mano, pero él la retira violentamente. Quiero seguir mi camino, pero al salir de la librería me choco con Miguel Delibes. ¿Oiga, jovencito, me dice, no sabe usted que La sombra del ciprés es alargada? Y qué ganas de poderle contestar que yo soy El hereje, pero decido mejor, impotente de decir algo, largarme con La escopeta al hombro.
Ahora es Malena quien camina conmigo, colgada de mi brazo. Malena sonríe. Está contenta. Cansados de deambular nos detenemos en la Plaza Mayor de Valladolid. Le doy un beso a Malena. Saco los tapones de mis oídos y el vendaje de mis ojos. De pronto me doy cuenta que no escucho nada y estoy mudo. Grito. Lloro. Pero en realidad sólo son grotescos movimientos de mi boca, como a César Vallejo sólo me sale espuma. Me caigo. Me arrastro entre penitentes descalzos, manolas vestidas de luto, entre las imágenes de la Virgen de las Angustias, La Virgen de los Cuchillos y la Dolorosa de Salzillo. Ahora se desvanece todo otra vez. No hay nada. Sólo el viento frío me golpea con la fiereza de cuchillos cortantes. Poco a poco se va oscureciendo, todo empieza a cubrirse de una niebla densa. Silencio de cementerio y oscuridad. Quisiera tener a Malena junto a mi. Estiro los brazos con el afán de hallarla, de apoyarme en ella, pero no está. Tampoco reconozco donde estoy. No sé por donde ir, qué rumbo tomar. Cómo llegar ahora a casa. Dónde encontrar ahora el bullicio del río Pisuerga. Cómo saber ahora el color de las noches. Cómo aullarle a la luna. Cómo, cómo, si ahora me hundo irremediablemente en un mundo desconocido y silencioso, un lugar con los colores asesinados, sombrío paisaje que a veces sólo me permite escuchar algunos arrebatos de música lejana...
Día y noche, sentado en el sofá, como un obseso, mis oídos casi marchitos se dedican a auscultar la calle a través de la ventana sólo con la esperanza de sentir la cercanía de Malena, el calor de sus manos en mis manos.
Entonces Silvia empezó a buscar a Malena. Primero fue a la calle Merced y no encontró nada. Preguntó por ella en el vecindario y nadie le dio razón. En los registros de nacimientos no existía Malena Zapatero, ni tampoco en el de defunciones. Menos en la guía telefónica aparecía ese nombre. En ningún hospital ni en la morgue le fue posible encontrar el menor indicio de la existencia o muerte de Malena. En los diversos centros de ciegos y discapacitados tampoco pudo encontrar huella alguna. Al cabo de varios días, cansada de tanta búsqueda, una tarde muy de noche Silvia volvió a la casa, muy molesta conmigo. Se encerró en el dormitorio y la escuché llorar, en otros momentos parecía reír como una loca. Mientras veía la televisión me quedé dormido en el sofá. Al día siguiente, Silvia me despertó violentamente, me miró a los ojos como si quisiera clavetearme a cuchillazos, y me dijo: Maldito, ya te frejaste, maldito. Hizo una pausa y agregó: Has matado a Malena y no tendrás perdón, mil veces maldito.
Desde entonces Silvia se me acerca y me dice al oído con calculado sarcasmo: Soy Malena. Yo hago como que no la escucho y sigo impenetrable, sin pestañear, mi tarea de escuchar, con el otro oído, el más leve aviso de la presencia de Malena en la calle. Pero Silvia insistía en llamarse Malena y eso me molestaba. Todos los días con la misma cantaleta. Soy Malena. Soy Malena. Me llevaba el demonio que ella tratase de usurpar el lugar de Malena. Hastiado de esa situación, cansado de tanta jodedera con eso que ella es Malena, una noche la empujé por la ventana.
En pocos minutos vinieron los encargados de mantener el orden público. Entre varios policías me sacaron del sofá y me llevaron en vilo hasta unos de los autos que habían estacionado frente a la puerta del edificio. Me encerraron en una celda a donde Silvia empezó a venir todas las noches. Llegaba en silencio, abría la puerta de la celda y se introducía desnuda en mi cama. Soy Malena, me decía, y eso me despertaba furioso. Así malhumorado me llevaban ante el juez para prestar mis declaraciones. Asesinato. Alevosía. Premeditación. Sangre fría. De todo me acusaban. Yo no me defendía. Con la mirada fija en un punto cualquiera seguía la verborrea de jueces, abogados y testigos. Después de muchas sesiones, no sabría decir la cantidad, decidieron internarme en el Hospital Psiquiátrico Dr. Villacín del Barrio Parquesol.
Hasta aquí ha llegado Silvia. Unas veces vestida de negro, otras de blanco impecable y otras de rojo fuego. Tacones altos que traquetean en el piso. Un sombrerito muy mono y unos guantes coquetos. Entonces la invito a sentarse y le digo que la quiero mucho. Todo he consentido, Silvia, pero no podía permitirte el lujo de suplantar a Malena. Eso, Silvina, ya era demasiado. Malena fue mi creación perfecta, única. Ni Dios ha sido capaz de crear un animal tan maravilloso, tan excelente. Silvia calla, repasa la pulcra habitación con la mirada, luego se levanta y se va. Me quedo escuchando su taconeo cada vez más lejanos, cierro los ojos y me vuelvo a dormir.
La última vez que vino Malena, impulsando su silla de ruedas a toda carrera por los pasillos del hospital, fue para decirme que Silvia nunca más volverá. Con un mohín gracioso se lanzó contra las ventanas de mi habitación y se fue volando, cantando alegre y feliz, como un jilguero que escapa de su jaula, de su prisión.
Ahora estoy solo y trato de comer una cucaracha que merodea por el alféizar de la ventana.


Sonntag, 3. April 2011

La noche que colgaron los labios en El Rincón de los Muertos


Desde que salí en busca de El Rincón de los Muertos sólo encontré un paisaje desolado, roto. Campiñas pobladas de secos pajonales, de cerros con sinuosas laderas y pampas inmensas, un cielo de nubes blancas, grises… y gente ausente. Todos muertos. Por eso, al divisar una chocita a orillas de un claro seco, con tonos amarillescos, olvidé el frío, la sed y el cansancio agobiadores. Animado, casi cantando, seguí avanzando por el empinado vericueto de tierra rojiza, menudo polvo ensangrentado. Al acercarme a la casucha un perro famélico me recibió bailando furioso, su maltrecho ladrido sólo era alarde de mejores tiempos de cuando desarticulaba el profundo silencio de las serranías. El resuello de sus fauces deformes se disolvía rápidamente en el ambiente casi helado de la puna. En el corredor, frente a la puerta destartalada de la choza, sentada en una vieja banca, estaba Rachel Welch. Su belleza cinematográfica desafiaba furiosa al abandono. En silencio se levantó y señaló el horizonte desamparado. Así como Hace un millón de años, dijo. Con la boca abierta admiré la lindura de sus medidas perfectas, el movimiento intacto de sus dedos, la firmeza de sus caderas, la solidez de sus monumentales piernas. Colocando su mano derecha como visera en la frente, dijo claramente: Mis ojos no alcanzarán jamás a ver toda la desgracia que sembraron la soldadesca y la locura terrorista. Una ola de cuchillos tenebrosos se agolpó en los bolsillos de mi existencia. Los recuerdos anegaron mis ojos. El perro flaco, enmudecido por el terror experimentado, se arrastró mansamente hasta los pies de la famosa estrella de cine. La bella mujer volvió a ocupar su emplazamiento. En el fondo marítimo de su mirada felina bebía la tarde gris sus efluvios de dulzura.
Acosado por la sed de alma perdida seguí mi camino.
Un leve ruido proveniente desde un bosquecillo de arbustos quemados me hizo volver la mirada. Ahí, parado, con una pródiga sonrisa, aparecía el célebre Anthony Quinn, conocido también como Zorba, el griego. Al verme empezó a cantar: Me llaman el desaparecido / Cuando me buscan nunca estoy / Cuando me encuentran yo no soy / Me dicen el desaparecido / Fantasma que nunca está / Perdido en el siglo XX… rumbo al XXI… El bullicio telúrico de una banda de músicos con arpas, violines, clarinetes y tijeras lo interrumpió sorpresivamente. Detrás de ellos, un tanto retrazados, venía una turba de alegres danzantes. Ponchos, sombreros y polleras de intensos colores se mecían con cierta gracia al vaivén del viento. Todos ellos son también desaparecidos, me dijo Anthony Quinn. Los músicos y danzantes se acercaron veloces, con el paso apurado, raudo, murmurando con el oro de los pajonales. Bajo tus pies, volvió a decir Anthony Quinn, las almas lloran, estás en un campo minado de muertos, desaparecidos, las fosas comunes son parte del paisaje. Zorba, El griego, levantó los brazos, sus manos hicieron el ademán de mover las tijeras chasqueando los dedos y sus pies intentaron marcar el ritmo de la danza de las tijeras. En pocos minutos bailarines y músicos se perdieron en la lejanía. Todo volvió a quedarse en silencio. La majestuosidad de la cordillera se abatió solemne sobre el traqueteo de la tarde. Sólo el viento gimió en las alturas de El Rincón de los Muertos.
Poco tiempo después encontré un camino pedregoso, relativamente amplio. A un lado del camino se extendía una hilera de eucaliptos frondosos. Me llamó la atención el ronquido de un motor subiendo la cuesta. Sus bramidos tronaban en las alturas del cielo cenizo. Lento pero seguro avanzaba el robusto animal motorizado. El conductor del flamante BMW descapotado llevaba una metralleta cruzándole el pecho. A su lado se hallaba el autodenominado presidente Gonzalo, vestido a la manera de Mao Ze-Dong. Al verme, me dijo marcialmente: Camarada, salvo el poder todo es ilusión. Un entusiasta ejército de jóvenes marchaba detrás agitando banderas rojas, arengando a un tal Nuevo Amanecer. Desvaídas mochilas y viejos fusiles, relumbrantes machetes les otorgaban una aureola de tenebrosidad. Otro grupo izaba perros muertos atravesados en horquetas rústicas. ¡Así mueren los traidores!, gritaban sin cesar. ¡La revolución tiene mil ojos y mil oídos! Un joven que escribía inflamados discursos para El Diario repartía La entrevista del siglo, otros lanzaban al aire panfletos entre los jóvenes que seguían embobados al presidente del futuro país de Nueva Democracia. ¡Muerte al capitalismo! ¡Muerte al imperialismo! El BMW rojo se abría paso entre la multitudinaria soledad de los Andes en nombre de la revolución.

 Edith Lagos (Foto internet)

Entre el tumulto de muchachos estaba ella. Chiquita graciosa. Hermosa. Linda. Estrellita. Lucesita. Lunita. Sol. Tierra fecunda. Cañita dulce, palomita, suray surita. Edith Lagos, morena, morenita, peruanita bonita terroncito de azúcar, iba cantando: Qué bonita, qué bonita / La flor de la retamita / Sus hojitas se parecen / Al traje de mi cholita… Al borde de su boca crecían flores, se marchitaban las tristezas. Edith Lagos, muchachita linda, corrí a su lado, atraído por algo más fuerte que mi timidez. Me puse a su costado y le dije en el oído: cholita linda quiero que levantes el color de mis días, que me enseñes a mojar el pan en la mesa de los pobres. Muchachita, mujer de cielo y caña dulce, déjame preñar en tus labios bondadosos palabras que el viento deletree en las mañanas, déjame sembrar tu nobleza en mi pelo negro. Déjame ir contigo a repartir la esperanza, el arco iris, a bailar un huaynito, un carnavalito. Retamita retamita / Que creces en las laderas / Y tu florcita amarilla / No se parece a cualquiera… Edith Lagos, puka sonko, sumemos las pobrezas y las alegrías para que en el café de tus ojos se vuelvan polvo y poesía dilatando el Nuevo Amanecer.
Así fue como me enamoré perdidamente de la revolución, mejor dicho, de Edith Lagos. Y ella, con el consentimiento del partido y de los mandos, me amó soñando con un futuro de banderas rojas, con amaneceres de hoces y martillos, con un gobierno de obreros y campesinos, con lucha de clases y todas las contradicciones, y porque los pobres somos más, como solía decirme, un día tomaremos el destino con nuestras propias manos, aunque el camino está lleno de piedras, miles de dificultades tenemos frente a nosotros. La escuchaba en silencio y se llenaba mi alma de nuevas esperanzas, de ilusiones, de días felices. Sólo la lucha nos hará libres, me decía acariciando mi frente. Tenemos que ser fuertes, hagamos de nuestra fe inquebrantable balas para los fusiles del ejército que marchará triunfante por todas las cordilleras del Perú profundo.
Pero fueron más mis penas por todas las miserias que ocasionaba el ejército del Nuevo Amanecer. Entonces mi corazón empezó a fallar. Una noche, mientras acariciaba la nochedad de sus cabellos, le dije: Edith, ¿por qué tanta muerte, amor? No se puede sembrar nueva vida, destruyendo, matando todo. Ella muy severa contestó que para construir algo nuevo se necesita destruir todo lo viejo, todo lo que está podrido. Todo está corrupto, sentenció muy severa. Estamos en guerra y la guerra es nuestra vida cotidiana, nuestra entrega al partido no se discute, morir es un accidente y no debe haber lamentaciones. Aún correrán ríos de sangre, el enemigo así lo exige. De pie, mirando el desfiladero desde cuya cima dominábamos todo el paisaje sobre la parte sur de El Rincón de los Muertos, recitó, casi con furia: Hierba silvestre, aroma puro / te ruego acompañarme en mi camino / serás mi bálsamo en mi tragedia / serás mi aliento en mi gloria. / Serás mi amiga / cuando crezcas / sobre mi tumba. / Allí que la montaña me cobije / que el río me conteste / la pampa arda, /el remolino vuelva… Pero estamos matando a nuestros propios hermanos, destruyendo nuestras comunidades, nuestra cultura, alegué emocionado. Edith Lagos, mi palomita suray surita, cambió su mirada dulce en acero penetrante, transformó la suavidad de sus manos en fríos garfios fulminantes. ¿Qué te pasa? ¿Acaso la comodidad burguesa corroe tu sangre de mediocre pequeño burgués? Necesitas urgente ayuda, debo hablar con el resto de los camaradas.
Pasaron varios días hasta que fui sometido a un severo interrogatorio. Al no poder absolver satisfactoriamente todos los requerimientos y negarme a seguir obedeciendo ciegamente las directivas enfebrecidas de la dirección nacional me condenaron a la pena de muerte. Me acusaron de traidor, vendido, de debilidad burguesa y de contrarrevolucionario. Bajo la atenta dirección de los Mandos del Nuevo Amanecer, Edith Lagos, con la mirada rota y el pulso aparentemente sereno, se dispuso a cumplir la sentencia de muerte. Oí el chasquido del arma al dispararse y sentí la punzada quemante del proyectil en mi pecho, después ya nada. Mi cuerpo, animal degollado, lo arrojaron por un despeñadero. Mis padres, días antes, habían sido asesinados por los militares del glorioso ejército peruano por el solo hecho de tener presuntamente un hijo alzado en armas.
Mucho más tarde Edith Lagos, mi heroína de masacres, mi virgen sangrienta fue detenida por las fieras de la represión. Torturada hasta la saciedad no pudieron quebrantarla. Rodeada de militares fortachones la expusieron ante la prensa. Tenía las mejillas y la nariz hinchada a causa de la golpiza policial. El cabello despeinado, más largo y más negro, volaba sobre sus hombros. A pesar de todo esto trasmitía vida, rebeldía. Meses después logró fugarse del cautiverio, para luego caer en combate. Su féretro, envuelto en la esplendorosa bandera roja del partido signada con la hoz y el martillo, ingresó a la catedral para la obligada misa de cuerpo presente. Terminada la misa casi toda la población de El Rincón de los Muertos acompañó a la comandante Edith Lagos hasta su última morada… Los recuerdos me hacen también llorar ahora, son lágrimas de un alma que vaga sin descanso, quizás por eso mis penas son más grandes, más profundas.
Al anochecer llegué a una calle oscura de El Rincón de los Muertos. El viento frío escabulléndose entre las sombras hacía todo más siniestro. Los escasos y abandonados semáforos cambiaban de un gris a otro gris. Otros fantasmas acechaban en todas las esquinas, me observaban desde las ventanas asoladas. De cuando en cuando me cruzaba con cadáveres llorando. En algunos parques se elevaba el humo alucinante de huesos incinerados. Un desaparecido que buscaba su fosa común, me dijo: Aquí, de noche, los semáforos son como los gatos, sobreviven agobiados por esa tristeza gris.

 Sepelio de Edith Lagos en Ayacucho (Foto internet).

En aquel rincón donde dormimos juntos mi corazón simplificado piensa en tu sexo / Walter Lingán



Sin duda Lucía es el amor de mi vida. Es verdad, creo que la única verdad. Aunque la frase suene cursi o resulte ya muy trillada. “Mi poeta privado”, me llama Lucía, se cuelga de mis hombros y me estampa un beso lleno de pasión, de enervante candela. Aunque ella realmente admira a Rubén Darío, a Luis Hernández, a Blanca Varela y a muchos poetas franceses. Como César Vallejo, yo sólo me adhiero. Lucía se levanta apenas despunta el nuevo día, entonces sus pies desnudos son estrellas locas bailando sobre un mar de alfombras adormecidas. Descorre las cortinas, abre las ventanas y la descubro en todas sus formas. Su andar se desata acompañado de un olor sensual, de un obsceno aroma que se desparrama por toda la casa. Las enaguas de Lucía inauguran los amaneceres con más luz en el rabo de mis ojos, en la yema de mis deseos. Tiene un estilo muy especial de provocarme, de invitarme al goce de grandes emociones. Se lleva una mano a su sexo, ese volcán que revienta luceros en las almas más feroces y multiplica el fuego de todos los sentidos. “Cómo huele”, me dice. Sonríe con malicia acariciando la matita pelumbrosa que cubre su bajo vientre, hurgando en ese amoroso fogón de océanos transparentes. “Uf, amor, como huele, dios mío”, dice colocando sus dedos de piano en su naricita. Son tus perjúmenes mujer los que me sulibeyan / los que me sulibeyan son tus perjúmenes mujer…
Me quedo mirando su cuerpo de mariposa atrapada en su vuelo madrugador. Siento como la eléctrica serpiente de los deseos asciende a trancazos por las ramas de mis manzanos somnolientos. La cintura curva de Lucía, un tantito deformada por los hijos que tuvimos, me tienta sin miramientos al ayuntamiento, a la sabrosa perdición, a ese sesgo furor inapelable. La imagino desnuda, sentada en el sofá con las piernas cruzadas. Las botas y las finas medias, la falda y la blusa, las enaguas, el sostén y el tanga rojo en el suelo. Todo un cuadro de Picasso o un poema de Mario Benedetti. Tu cuerpo chúcaro mi bien ¡ay! cómo me almeyara / ¡ay! cómo me almeyara tu cuerpo chúcaro mi bien…
“Voy a ducharme”, dice Lucía, y aleja su desnudez con quelónica paciencia. Lucía sin zapatos es una fiera desnuda, una venus galante, terriblemente delicada, enormemente amorosa. Mis ojos sin mayores defensas pajarean en sus caderas coquetas, con sus espuelas de plata enardecida galopan sus costados, sus volcánicas catedrales. Lucía es hermosa. Abstrusa. Asombrosamente expeditiva. Unánime como un cisne de Rubén Darío. Los senos de Lucía saben levantarse en el instante preciso, se alborotan cuando es necesario, y cuando menos lo espero relampaguean, girasolean primaverantes. Me gustan los senos de Lucía porque son geranios salvajes amamantando leones con la seda de las mariposas. En las temibles puntas de sus pezones, sicalípticos botones pudorosos, sestean a pierna suelta los duros picachos de los alpes suizos. En sus pechos, qué duda cabe, germinan volcanes, águilas y palomas, duerme la dulzura disfrazada de aurora. Tus pechos cántaros de miel como reverbereyan / cómo reverbereyan tus pechos cántaros de miel…
 La alegría de los labios de Lucía celestean con gusto divino el mar de mis fantasmas. Les cuento un secreto, algo que no sé si pueden imaginarse: en la boca de Lucía anidan querubines y vuelan jilgueros desafiando a la fiereza de los cóndores. Es verdad, nada más que la verdad, pero no se lo cuenten a nadie. En su risa hasta la nocturnidad más tenebrosa del destino arde luminosa. Si, Lucía es hermosa. Luminosa. Abstrusa. Unánime. Terriblemente irresistible. Sin más cierro La sombra del viento y me hundo a vagar por la estela de los sueños. Vaya, qué manera de quererla, de admirarla, de adorarla. Tus labios pétalos en flor cómo me soripeyan / cómo me soripeyan tus labios pétalos en flor…


Lucía, mi amor, cómo me gusta zozobrar en los balcones de tu mirada, perder los papeles bajo el embrujo de tus luceros. Ay, Lucía, Lucía, siempre estoy soñando con tus ojos vigilantes, con su aleteo en la aureola de mis helechos. Tú sabes, o por lo menos sospechas, cómo me derrito en la lámina festiva de los despertares de tu mirada. No hay dudas. Te amo Lucía, sin contradicciones, coherente, leyendo el libro rojo de las Cinco Tesis de Mao o el Qué hacer de Lenín. Ando colgado de ti, titilando como estrella en el canasto de sus ojos. Creo en tu belleza de cisne unánime, expeditivo, con o sin lucha de clases, con justicia social y derechos humanos. Aunque parezca mentira dicen que la verdad nunca se sabe, sin embargo creo en ti, Lucía, asi termine con mis huesos en el infierno. Tus ojos son de colebrí ¡ay! cómo me aleteyan / ¡ay! cómo me aleteyan tus ojos son de colebrí…
Y ahora Lucía regresa, entra a la habitación con paso de reina, de diosa acomodándose en su paraíso. Su cuerpo envuelto en la toalla, el cabello húmedo centellando en sus hombros. Me sonríe. “Ahora estoy limpiecita, fresquita”, me dice dispuesta a dejarse seducir. Con tono pecaminoso le digo que así me gusta mucho más, que así es más rico hocicarle entre las piernas, así es mucho más rico dejar mis besos en su ardoroso sexo haciendo la señal de la cruz, y luego, poco a poco, penetrarla. Nos abrazamos y enlazamos nuestros temblores. “¿Sabes, amor?, dime palabras eróticas, sensuales, todo lo que quieras, todo lo que te gusta, dime, bandido mío, picarón, esas palabras vulgaronas, sucias, que se dicen por ahí, porque si vienen de tu boca ricotona no me suenan a grosería”. No le digo nada, sólo sonrío para mis adentros, pensando en esas maravillopecaminosas palabras. La sigo acariciando. Le beso el delgado cuello de princesa, de diosa. Ondulando cae la toalla. Recorro sus espaldas y sus nalgas empinadas, sus muslos crispados. Se retuerce y siento que se va muriendo en mis brazos. “Ay, amor de mis amores, qué ganas tengo… ufff estas ansias me arrebatan… creo que me estoy volviendo viciosa, me vuelves viciosa, corazón…” Mis manos incontenibles, mis caricias imbatibles. “Amorcito, estoy arrecha”, me dice ensayando una palabra que nunca antes había dicho. Su olor ocupa mi cuerpo, asalta mis adentros, arrechavala mis sentidos. El deseo desorbita mis macizos, hace trizas mis alturas. Son tus perjúmenes mujer los que me sulibeyan / los que me sulibeyan son tus perjúmenes mujer…
Mis besos la persiguen implacables, no le dan tregua. Siento como su piel se eriza. Se levanta. Su cuerpo de muñeca de porcelana se doblega ante mis caricias. “Tu arrechura”, le digo al fin, “es un perfume que envuelve toda la casa”. Lucía con los ojos cerrados dice que su deseo es una llama incendiaria, volcanizante, inapagable. Y es cierto, su deseo es Lava. Candela. Hoguera. Sus gemidos y mis jadeos se unen en un equilibrado concierto de solfeos y coros alocados. La boca de Lucía, cereza monalísica, transita por las avenidas de mi pecho pobladas con fiestas de trigo y antiguos recuerdos. Nuestros besos son ramalazos removiendo las fibras más aceradas y firmes. Se rompen los diques de la discreción y el decoro. Ya no hay retorno posible y sus manos siguen bajando hasta lograr mis flancos más transcendentes. Sus caricias no transan, rebasan toda laya de diplomacias. Besa y acaricia mi sexo. “Me gusta así, duro, enhiesto, levantado a su máxima potencia”, dice Lucía con un acento moribundo. Sus manos tienen la suavidad del cielo. “Ámame cariño, dime todo lo que te gusta”. A horcajadas se sienta sobre mí y tengo la sensación que voy entrando en un tunel sin principio ni final, ocupado por una tormentosa oscuridad luminosa. Ansioso entonces dejo escapar mis venados dispuestos a conquistar el alba en sus entrañas. Y como poeta comprometido, como el poeta privado de Lucía, locamente enamorado, amante de la belleza y la justicia, cuelgo la sábana somnolienta de mi corazón en los percheros de su alma. Son tus perjúmenes mujer los que me sulibeyan / los que me sulibeyan son tus perjúmenes mujer…
¿Sabes, Lucía? El hueco de tu cuerpo dejado en las sábanas quisiera se repita todas las madrugadas del mundo.