Dienstag, 26. Juli 2011

La danza literaria de Walter Lingán / Julio Mendívil

Comentario sobre La danza de la viuda negra, libro de cuentos de Walter Lingán.

Fondo Editorial de Comas, Lima, 2001


Entre los textos de La danza de la viuda negra –el último libro de Walter Lingán- y su sugestiva carátula tal vez no exista más nexo que el de la encuadernación, pues si los cuentos parecen acercarse a esa -casi diría- hoy conservadora tradición del indigenismo posterior a Arguedas, la elección del diseño da cuenta de una actitud más desparpajada frente al público que la de los militantes del costumbrismo tardío. Quizás no sea casual esa supuesta incongruencia y sospecho que esconde un mensaje más profundo: que en estos textos escritos en los ochenta se filtra constantemente la personalidad de un Lingán actual, ubicado más allá de esas verdades de antaño.

El libro regresa aparentemente a propuestas literarias hoy por hoy anacrónicas como el uso del «yo omnisciente» como técnica narrativa, una técnica literaria desautorizada por la crítica a principios del siglo XX. Incluso en aquellos relatos en que Lingán se decide por otra perspectiva autorial, el «yo omnisciente» surge y se apodera de la escena, como si sólo el «yo» ratificara el carácter testimonial que pretenden las historias.

Pero Walter Lingán no es un pasadista ni su meta es una literatura indigenista tardía, aunque algunos de sus textos no puedan ocultar sus deudas con Ciro Alegría, Arguedas o Manuel Scorza. Pero más allá de dichas deudas, Walter Lingán ha preferido el eclecticismo y la sonrisa irónica del que no se ajusta a ninguna regla para construir sus mundos narrativos. Por eso estos cuentos no deben ser entendidos como un conjunto unitario ni uniforme, como lo afirma Kapsoli, su prologuista, sino como un collage de temas e intenciones trasformados por una mirada actual que determina la lectura al igual que las anotaciones al borde de la página en un manuscrito.

Lingán se acerca a sus paradigmas no sólo en las técnicas literarias; lo hace también en su actitud política, por lo que profesa una pluma «combativa», en el sentido que le daba la izquierda a esa palabra. Pero sus cuentos reflejan mejor la pertenencia a un género –el de la literatura comprometida- que la realidad de la sierra andina norteña, en la que se suceden las historias, logrando crear así una realidad ficcional «convincente» como, por ejemplo, al llevar la guerra sucia ayacuchana a San Miguel en cuentos como «Hay que detener al diablo» o «Pacha Tikra».

Walter Lingán es por lo demás un amante de la palabra, sus textos son prolijos, abundan en giros idiomáticos regionales, en juegos de palabras, en citas de canciones populares, en chistes y modismos locales; a veces esa divagación excesiva de la palabra resiente en algo la estructura de sus cuentos para un lector no acostumbrado a los juegos infinitos de la oralidad; parece, en cambio, lograr simpatías entre quienes se reconocen en sus laberintos lingüísticos, en la chispa y en ese uso provocador de la morbosidad a que recurre constantemente y con evidente destreza.

Pienso que en dichas facultades radican las posibilidades narrativas de Lingán. Así lo demuestran los dos primeros cuentos del libro —«Motori» y «La danza de la viuda negra»— en los que muestra todas sus dotes de creador irreverente, imaginativo, ameno e innovador, además de una capacidad particular para crear historias desaforadas, mas estructuradas con un claro sentido narrativo.

Vale referirse escuetamente a los personajes de Lingán, éstos también podrían corresponder en alguna medida a los prototipos del indigenismo, pero rehúsan ser meras copias de un Rosendo Maqui o de un Rendón Wilka y rebasan sus arquetipos en una especie de reacomodo conceptual como en el caso de Motori, ese psicópata que rompe las normas de conducta de su comunidad hasta llegar a la aberración sexual sin dejar de cautivar a los lectores.

La danza de la viuda negra es, en conclusión, un libro que muestra que la literatura llamada regionalista puede burlar los estrechos cercos de la repetición y ajustarse a nuevos tiempos y nuevas búsquedas, que busca asimismo, en la restauración de un universo ficcional rural, una alternativa –aún incipiente, pero alternativa al fin- a esas plumas que han hecho de lo citadino limeño un frágil remedo de los vientos nihilistas latinos que encandilan a Occidente en las grandes metrópolis.

---------------------------------------------------------------------------------------------------
Ciberayllu - ISSN: 1527-9774
http://www.andes.missouri.edu/andes/Breviario/JM_ViudaNegra.html

Los fantasmas persiguen la sed de mis sandalias


La casa, plantada en el centro de un páramo infinito, es un inmueble de corredores luminosos y salones gigantescos. Una monstruosa edificación carente de muebles, sólo un blanco sofá se destaca en la inmensidad. En este sofá deposito mi distraída esencia para contemplar en el viejo televisor los paisajes de un mundo que visito cuando no poseo tu mano, cuando me faltan tus esquinas y tus arcos, cuando no percibo tu voz ni me lame tu aliento. A veces, al abrir una puerta, descubro a esa muñeca de la canción, vestida de amarillo-verde tul y zapatitos blancos, sentada en el espejo que cuelga en la pared de uno de los pasillos. La luz de sus ojos celestiales azulea el piso de parqué y su risa, que sale de un estuche pegado a la espalda, se difunde en ondas pesadas, en fluidos alfileres que se clavan en mis oídos. Es un dolor insoportable. Me revuelco en el piso. Lloriqueo. Pienso en ti. Ruego a gritos que llegues, abras la puerta y seas mi salvación. No puedes imaginarte / lo que es pasar la tarde / esperando a que tú vengas / contemplando mi ventana / para ver si tu silueta / se dirige hacia mi puerta. / Salir al balcón / mirar del umbral / mirar hacia el parque / tal vez ahí estás. / Salir al balcón / mirar del umbral / mirar hacia el parque / tal vez ahí estás...
No. Claro que no. Tú no sabes lo que es pasar el santo día viendo televisión o deambulando por las sinuosidades de esta casa sombría y no encontrarte en ninguno de sus recintos. Camino, hora tras hora, en un mundo hinchado de espanto. Abro y cierro puertas. Ando y desando pasillos vacíos. Subo y bajo extrañas escaleras. Me caigo, me levanto, recupero mi suavidad, una cierta aspereza. Cansado, muy cansado, me derramo y duermo rodeado de temibles arañas que laboran sin pausa en sus rincones más enlutados. Sus patas peludas me circundan, me acunan, me envuelven dulcemente con esos sus tibios telares de finísimas hebras. Sus fieros-nobles hociqueos quebrantan mis labios y mi rostro. Las heridas sangran imitando la grandeza del Amazonas, del Rhein, del Nilo. Entonces llega mi madre y, diciendo que las arañas me han besuqueado, coloca emplastos de telaraña quemada en las llagas y aplaca mis flujos de púrpura. Me da de beber “uña de gato” que cura toditos los males, incluso la corrupción oficial. Al despertar sigo el rastro de una tenue luz que alumbra el correteo de una hormiga roja. Alargo la mano y la aplasto. Su abdomen queda pegado en uno de mis dedos. Sacudo la mano y el abdomen, en restos minúsculos, vuela en todas las direcciones. Volutas de polvo caen al piso. Una vida hecha polvo. Sólo polvo. Otro soplo más retornando a sus orígenes. Mientras la rojiza cabeza, redimida del dolor, zigzageando, avanza hacia el escape que le ofrece la cristálica boca del ventanal. Aliviada de su peso marcha imperturbable a su encuentro con la muerte. Las paredes de la casa / tienen un color tan triste / sin la luz que tú les das / yo trato de consolarme / inventando mil pretextos / cuando sé que no vendrás. / Salir al balcón / mirar del umbral / mirar hacia el parque / tal vez ahí estás. / Salir al balcón / mirar del umbral / mirar hacia el parque / tal vez ahí estás...
Intento volver a la sala para seguir viendo televisión, pero me vuelvo a extraviar en una laberíntica sucesión de pasadizos colosales, habitaciones que cambian de formas y colores. Busco una salida. Me desespero. Mi corazón es una campana colgada en mis costillares, redobla alborotada. En una de las esquinas aparece un perro. Se desplaza arrastrando la lengua. Me atalaya serio desde su brava altura y se detiene. Gira la cabeza. No sé si trata de morder su cola o busca algo entre sus patas. Luego ladra, aúlla. Sus roncos aullidos retumban en las paredes. Los muros rojos-verdes-azules se convulsionan, se deforman. Poco a poco se convierten en luces decadentes, lechozas, y el espacio va creciendo. Surgen girasoles que uno a uno, disciplinados, se ordenan en una hilera y sus sombras acortan la luz. Risueñas iguanas mastican ramas de marihuana que traen enredadas en sus patas. Sus mandíbulas escupen nubes negras. Vuela la oscuridad. Se oye el rumor de la lluvia, su goteo persistente en el tejado. El perro lametea mi mano. Su baba pastosa me da asco. Retrocedo, pero en realidad es el iracundo animal que se aleja hasta disiparse en la espesa bruma de sombras mortecinas. La lluvia me inunda en un creciente sonido de tambores y voces ensordecedoras: Ay de tanto andar pensando / Ay de tanto andar pensando / se me nubla la razón / se me nubla la razón /¿ay dónde andará? /¿ay dónde andará? / Oiiiiii / Oiiiiii / Oiiiiii / Oiiiiii... Me tapo los oídos, pero el canto y los tambores zumban, truenan y retumban en mis occidentes, estallan en mis orientes, estremecen mis adentros. Tiemblan mis carnes. Se abren todas mis compuertas, se escapan mis contenidos y mis vientos. Ay de tanto andar corriendo / ya no sé ni dónde estoy / Ay de tanto andar corriendo / ya no sé ni dónde estoy / Por andar buscando olvido / me he olvidado del amor / Por andar buscando olvido / me he olvidado del amor / ¿ay dónde andará? / ¿ay dónde andará? / Oiiiiii / Oiiiiii / Oiiiiii / Oiiiiii...


Al ritmo de los tambores las paredes amarillas-rojas-blancas se levantan, se cierran lentamente, me aprisionan. Cae la luz a pedazos tronchando los girasoles. Crujen mis huesos y se repite ese dolor desesperante. Grito. Lloro. Suena el teléfono y los muros se detienen. Me escurro por un estrecho pasillo hasta que mis manos chocan con el manubrio de una puerta delgada. Al abrir la puertecilla cae el teléfono en el WC. La explosión que se produce me expulsa violentamente y me estrello en el piso de locetas blancas-azules. Los pasillos se transforman en anchas avenidas adornadas de alisos, de rosas revelando sorprendentes tonalidades, de geranios rebozando bajo la luz de la luna. Por un valle poblado de árboles enanos desfila una emocionada tropa de dinosaurios. El suelo tirita, vibra asustado. Te veo sentada en una banca, tus manos juegan con los pliegues de tu vestido de blanco-negro-rojo tul. A tu lado una pantera se entretiene con una gacela. Retoza y se precipita con elástica elegancia tras su presa que goza unos segundos de libertad. Voy hacia ti, pero tú ya no eres tú. En tus ojos encuentro dos fosas lagrimeando hilillos de sangre. Tu risa hueca se hace trizas en el horizonte y tu esqueleto envuelto en su vestido de muñeca es bandereado por el viento. La pantera ruge y agita sus poderosas garras cerca a mi rostro. Rápida y decidida brota mi madre para ofrecerme su ayuda, pero es una anciana desvalida jugueteando con su bastón ante tremenda fiera. Árboles, rosas y geranios se diluyen en los cristales de las ventanas. Ahora estoy en la sala, sentado en el pequeño sofá blanco frente al televisor que divulga las noticias de las ocho de la noche y tú aún no has llegado. Cromáticos ofidios me acompañan. Sus reptílicas lenguas urgan en mis dedos, embolsican mi soledad. Su frío semblante arrastran por mis terrenos baldíos y me hacen llorar con una pena inmensa, sobresaliente. No puedes imaginarte / lo que es pasar la tarde / esperando a que tú vengas / contemplando mi ventana / para ver si tu silueta / se dirige hacia mi puerta / contemplar nerviosamente / como va pasando el tiempo / y ver que no llegas tú. / Salir al balcón / mirar del umbral / mirar hacia el parque / tal vez ahí estás. / Salir al balcón / mirar del umbral / mirar hacia el parque / tal vez ahí estás...
Miro por la ventana con la esperanza de verte venir pero afuera no hay calles ni casas, no hay nada, sólo un inmenso hueco negro. Oigo voces, gritos, ruidos, llantos, risas, cantos, pero no veo a nadie. Dentro del televisor bulle la ciudad. En la pantalla asoman los departamentos de uno de los edificios. Una pareja hace el amor en una cómoda cama, brillan sus cuerpos en los espejos del ropero. Se distinguen también la esquina del tocador, la parte de un cuadro, una lámpara a media luz y las cortinas un tantito levantadas. En otro piso discuten un hombre y una mujer, mientras dos niños asustados están a la expectativa. En las calles arboladas los autos pasan veloces, la gente camina apurada. En sus rostros estresados hay huellas de miedo, de abandono. En eso oigo que la llave gira en el cerrojo. La puerta se abre y al fin te siento llegar. Otra vez la casa es la que yo conozco: un pasillo y cuatro habitaciones. Abro una puerta con temor pero compruebo que todo sigue como cuando te fuiste. El dormitorio y la frescura de sus edredones, la cocina y sus olores, la sala con los sofás de cuero negro y su mesita al centro, la pequeña pieza donde trabajas, el baño con sus aparejos limpios y relucientes; el gato negro-blanco dormitando en su canasta, los libros ordenados caóticamente en la estantería, en fin, todas las cosas en sus cotidianas dimensiones y en el lugar que las hemos dispuesto. Es la magia de tu presencia. Entonces, ¿cómo vivir sin ti? Cuelgas tu abrigo en el perchero. Vienes hacia mí y me besas, pero te retiras bruscamente porque mi boca te quema, mi aliento huele mal, apesta. Huyes de mi abrazo porque mi cuerpo te incendia, te inflama. Sentados frente al televisor, acaricio los salvajes contornos de tus caderas, los perímetros de tu espalda, pero, caramba, no, eso no te gusta. Mis sedientos dedos corren a beber en la lisura de tus muslos y tampoco te agrada, te molestan. Eso no es cariño, no es amor. Eso es arrechura, angeilen, argumentas. Mi agitada respiración te sofoca. Mis insinuaciones te exasperan, te martirizan, te joden. Te sientes acosada por mis deseos, por mis ganas de macho, ¡ay, mujer!, si tu pudieras imaginarte, aunque sólo sea un tris, lo que es pasarse todo el santo día dando vueltas como un juanvenvamos por unos pasillos tenebrosos, por unas estancias habitadas por alimañas impensadas. Déjate querer / mujer déjate querer / déjate querer mujer cruel. / Todo te lo he entrega’o / te he regala’o todita mi juventud / tú me das a cambio / con tus desprecios / prendas amargas, mi cruz / no me niegues un beso / sólo por eso mala mujer. / Déjate querer / mujer déjate querer / déjate querer mujer cruel...
Antes de acostarme a su lado, se me ocurre acomodarme en la congeladora y dormir ahí algunas horas. Luego salgo contento sintiendo que se ha extinguido el fuego de mi piel. Ya no quemo y quiero abrazarla, besarla, acariciarla, amarla, pero ahora mis manos están frías, mis pies le congelan sus piernas y llena de rabia se envuelve con la frazada. Me empuja, me bota, me rechaza. Estás helado, tienes la nariz fría, como de muerto, me dice. Pide con una insultante dulzura que la deje en paz, que mire la hora y la deje dormir. Repite hasta el cansancio de que está cansada, ha trabajado demasiado, además en su cabeza revolotean las deudas vencidas, la amenaza de un embargo, el monto del próximo crédito, los problemas de los hijos, la declaración de impuestos aún no entregada a la oficina de finanzas, y yo, desconsiderado, pedazo de barro egoísta, pensando sólo en satisfacer sus deseos, sus bajos instintos. Ando disvariando / vivo pensando / por esta loca pasión / si no pones remedio / la calle al medio / es toda mi solución / no me niegues un beso / sólo por eso mala mujer. / Déjate querer / mujer déjate querer / déjate querer mujer cruel. / Déjate querer / mujer déjate querer / déjate querer mujer cruel...
Entonces, triste, desolado, aprieto con fuerza su cuello. Manotea. Patalea. Todo es inútil. Se apagan sus gritos. Su cabeza llena de preocupaciones se pierde en la penumbra del más allá. Su cuerpo sin brújula y sin rumbo ya no es nada apetecible, me provoca náuseas. Ya no tengo ganas de acariciar ese cuerpo inerte. Meto sus restos en la congeladora y me acurruco a su lado. Pronto estaremos en las mismas condiciones, le digo, aunque ella ya no quiere escucharme. Distraída, le cuenta las tinieblas a la eternidad.


Freitag, 1. Juli 2011

Sal y canela sobre una silla


Seitdem ich hier drinnen bin,
hat die Erde zehnmal ihre Bahn um die Sonne gezogen.
Und mit der gleichen Leidenschaft wiederhole ich,
was ich für sie schrieb1...
Nâzim Hikmet.

Es casi mediodía. Estoy sentado frente a tu retrato que alguna vez me enviaste en una de tus cartas. Me da la impresión de tenerte cerca, a mi lado, melosa: una gata enlazando mi cuello con su lomo arqueado. En tu rostro terso, de apariencia juvenil, todo aquello que tiene de castidad, de inocencia, se metamorfosea en tentación. Tu sonrisa seductora hierve en mis ojos. La cereza desnuda de tu oreja se inflama en mi boca. Percibo la insolente mosca de tu perfume en mi alrededor y vuelan mis sueños al paraíso. Pero no es posible un paraíso sin su serpiente y entonces me duelen tus traiciones, tus cartas, tu letra menuda atrapada en sus horrores ortográficos. «Amar es la peor cagada del mundo», me dijo un día el chato Antonio.
Frente a tu retrato los pensamientos le ponen luto a este domingo solitario. Un disco que escucho por breves segundos insiste, quererte pude / olvidarte no, / cuál será el cariño / que me has tenido". Recuerdas aquellos años cuando te decía que me quisieras así, como era, con mis zapatos macarios, con mis anteojos de miope dándome un aire de intelectual, con esta mi piel salpicada de lunares, con mis pantalones “blue jeans”, mis T-shirts como llamabas a mis polos, con esa mi manera de darte placer matando mi sexo en tu vientre; en fin, así, así como soy. Ahora el tiempo y la distancia nos separan. La edad sin misericordia nos aplasta y a mí la desgracia me ha sumido en un letargo sin remedio.
La columna vertebral empezó a dolerme como un pinchazo de aguja, luego se convirtió en un furioso ataque de leones, un relámpago rasgando mis espaldas; finalmente mis piernas y los esfínteres de la vejiga y el recto decidieron no obedecer más las órdenes emanadas de la superioridad. Fue un artero golpe del destino. Mi cerebro lúcido siente la humedad sensual de la Brigitte Bardot. La fiebre seca mi boca en cada página de las Playboys. Pero mi sexo es una malagua inapetente, sin luz ni fuerza. Me cuenta un amigo que a ti los senos, con el orgullo caído, te cuelgan flácidos. Patas de gallo han dejado huellas junto a tus ojos. Arrugas difíciles de simular trazan un mapa añejo sobre tu rostro. Tu vientre blando rebaza los aparejos bajo tus vestidos.
Mi habitación tiene la ventana sucia. Las cortinas son vulgares y no las han comprado en Karstadt2. Sobre la única silla hay una toalla, ropa interior y un par de camisas. En el piso están regados libros y revistas, periódicos viejos, pantalones descoloridos y algunas medias rotas. Las alfombras que cubren el piso tienen la etiqueta del Kaufhof3, están avejentadas y han adquirido un color indefinido. Un espejo grande recostado sobre la pared redobla el caos y la suciedad. Sin embargo me hubiera gustado tenerte aquí, como en nuestros años mozos. Sentada, tomando té, cogiendo la taza con la delicadeza de tus dedos y levantando el meñique con cierta burguesa coquetería. ¿Hubieras tenido la valentía de quedarte junto a un viejo renegón e inválido?
Te solía esperar en el paradero 16 de la Avenida Revolución. En mi reloj Seiko eran las diez de la noche y no llegabas. Ya vendrá, me decía, y esperaba media hora, una hora, dos horas más. Al ver que no venías, cansado, con las manos en los bolsillos me iba a dormir aguijoneado por el gusanillo de los celos. ¿Celos? Los celos me mostraban sus colmillos, pero yo me jactaba de no ser celoso. Yo tengo confianza en ella, les decía a los amigos del barrio. Pero aquella vez que hechizada mirabas a un muchacho que pasaba frente a tu puerta te pregunté a gritos que qué pensabas, por qué lo mirabas así. Nada, no es nada, me dijiste, pero a mí no me convenció tu respuesta. A decir verdad, no me importaba que desnudaras a los hombres con tu mirada. Fue la ternura de tus ojos, la mueca de tus labios devorándolo...; eso fue lo que me descompaginó. ¿Entiendes? Eso fue lo que me hizo perder los papeles.
Estoy solo frente a tu retrato. Los recuerdos son una lluvia fantasmal colándose en las paredes retumbantes del corazón. Se dibuja en mi memoria el día que, apagando la colilla de un cigarrillo sobre el asfalto, le colgaste un beso al policía que hacía turno en la esquina de tu casa. Por tu culpa, me dijiste, porque tú no me llevas al cine, no me invitas a tomar un café después que salgo del trabajo, ni me acompañas a una fiesta. Esa noche lloré dos veces. Lloré por tu traición y lloré también porque te morías de placer en los brazos de un elemento integrante del aparato represivo. Eso era realmente lo que más me indignaba, me humillaba. No importa, me decía el chato Antonio, pero cuando venga la haces que primero se lave el culo. Era terrible ver como cada día te perdía y el otro se anotaba las victorias. En vano habían sido los susurros de mi canción en tus oídos: Cuando un extraño te hable de amores / dile al momento dile que no...
«En el amor me dijo una periodista francesa tiene que haber tensión. Ese amor de epistolares besitos carece de toda emoción; más aún, amor de lejos es amor de pendejos.» Y ella era una bestia en la cama. Fue la única mujer que me sacó la puta madre por primera vez. «Me gusta me dijo que te entregues con justicia, paz y vida, sin violencia, que cooperes silencioso atizando mi fuego, y que me hables con la delicadeza de un Pérez de Cuellar del amor, con la boca menos torcida y sin caspa en las solapas.» Eran las diez de la mañana, y le dije: «tu avión parte a las doce.» Ella muy tranquila me contestó: «Si, entonces tenemos dos horas todavía.» Su sexo aterciopelado mordió mi sexo y sus pechos pletóricos me invitaron a un gozo mortal. El disco suena todavía, adiós juventud / vida pasajera / de tanto florecer te vas consumiendo...
Sinceramente creo que has hecho dos cosas buenas en la vida: una, haberte casado conmigo cuando creíste que era necesario; y dos, haberme abandonado en el momento preciso. El chato Antonio, quien repetía que no era chato sino que tenía los zapatos muy hondos, me dijo: «Así son las cosas, iniciamos una relación y no sabemos cuando terminará... ni en que circunstancias. Pero lo comido y lo bailado no te lo quita nadie.»
Frente a tu retrato mis reflexiones son una inmensa cárcel envuelta en las brumas de la soledad. ¿Será que tengo el corazón vacío como las calles de Colonia en las madrugadas de otoño? Madrugadas tenebrosas. El viento embravecido levanta las hojas que aúllan sus quejas por haberse separado de su rama, de su árbol. Desde mi silla de ruedas veo transcurrir la vida oscura y desgraciada, aunque hay veces en que se vuelve tierna, delicada y en mi corazón resplandece un cielo azul.

1 Desde que estoy aquí / la tierra ha seguido su trayectoria diez veces alrededor del sol. / Y con la misma pasión repito / lo que escribí para ella... (Nâzim Hikmet, poeta turco)
2 Nombre de un supermercado en Colonia.
3 Lo mismo que en 2

Hay algo en el temblor de tu discreto carmín


Hace días que le estoy dando vueltas al asunto. Pero siempre ocurre algo que me hace olvidar o posponerlo. Sé que este gesto te haría muy feliz. Este es un intento más. Quiero escribirte y, en verdad te digo, no sé cómo hacerlo. No se me ocurre nada. Quizá deba saludarte con un elocuente Te amo, mi princesa. Te amo, mi reina reinante. Quizá decirte cosas directas, esas que te ponen cachonda, las mejillas rojas y sientas como trepa un zum-zum hormigueante por todo tu cuerpo. Podría empezar escribiendo que Me gustan tus pechos dulzones, que Me transtorna la densidad enmarañada de tu matita ensalvajando tu sexo, que Enajena mis sentidos el vibrar de tus caderas y el roce de tu tanga bajando por tus muslos. Tal vez sería mejor decirte que en estos días la figura más constante que he tenido de ti es la de una muchachita de mirada palomilla entre distraída y penetrante, de labios rosados proteícamente provocantes que de pronto se tornan sonrisas tenues, suaves, élitros en medio de un rostro que me arrastra sin embages a soñar contigo envuelto en las sábanas de tu piel. Después decirte munanaycuway sonqochay.
Una chica con una minifalda azul y unas piernas soberamente estupendas está junto a mí en la estación del bus situada casi a la salida del hospital. Me inquieta su nerviosismo, el constante mira-mira a su reloj como quien dice sin decir nada Estoy tarde, díos mío. Carajo, voy a llegar tarde. Ese deambular nervioso me recuerda nuestro primer embarazoso encuentro en el aeropuerto. Tú sonrojando ante mis ojos coquetos que te tragaban, que te desnudaban y se metían en tu alma como un taladro sediento. Ese beso urgente y necesario entre frutas y alimentos empaquetados que exhibía el supermercado y que aumentó el rubor de tu rostro y el temblor de tu carne. Bésame, te dije. Muchaway. Küss mich, anda, no seas mala. La muchacha gira, mira una y otra vez su reloj. Tengo la sensación que quiere marcharse, dejarme solo en el paradero, sin embargo se queda, como si tuviera los pies de plomo, como si las piernas formidables le pesaran algunas toneladas. Cada vez está más oscuro.
Y si se fuera, me digo, yo no podría ir tras ella. Más bien pensaría en ti, me pondría a imaginar como la noche traga tu figura. Pensaría en la lejanía, en los miles de crecientes kilómetros que nos separan. Evocaría la ciudad donde habitas y sus calles arboladas y casi vacías. Claro, yo tampoco podría irme, imposible largarme sin ti, mi reina, mi vida, los lobos de la noche me devorarían. Tú eres mi salvoconducto en las fantasmales oscuridades. Por eso tengo el deber ineludible de decirte que tú eres mi muralla defensiva, la mano que levanta mis esperanzas, la luz que se hincha al final del túnel. Es que tú eres, sin duda alguna, la mano que encenderá la luz de la esperanza en los albas venideros. Noqa munaquyqi, liebling.
Los minutos corren a razón de sesenta segundos de deseos voluptuosos y se hace tarde, anochece velozmente en mi corazón, aunque creo que no será tarde para amarte, nunca será de noche para decirte en el oído que eres la flor que cultivo en el jardín de mis sueños, que soy el jardinero que cuida y alimenta el rosal de tus besos y caricias. Además, aunque me digan que es ridículo, un tanto melodramático declararte mi amor, enviarlo en los susurros del viento o en el eco de la lluvia que ahora cae y me moja el cabello. Dirán tantas cosas, pero te amo más allá de las cordilleras, de los desiertos, de los ríos y del lugar más claro de la luna. Y aunque el frío me reduzca a brisa mi voz está contigo en el bus que te lleva a casa luego de salir de tu trabajo. Ich liebe dich, urpichay.


Acabo de llegar al gimnasio. La gente entra y sale. A pesar de los sudores no hay efluvios malignos. Ene mene meck, der Speck ist weg! Terminada mi sesión de ejercicios, me cambio lentamente, pero sin llegar al exhibicionismo de algunos que se desnudan y caminan hacia la ducha con aires marciales de tener buen culo y un sexo envidiable. Salgo a la calle y el cielo sigue llorando inconsolable. Desde hace ya unos días una tristeza enorme me atraviesa hasta los huesos. Otra muchacha, envuelta de negro absoluto, camina a mi lado. Miro sus zapatos, sus tobillos, intento adivinar el arco de sus caderas y el bamboleo de sus senos. Sus ojos miran a uno y a otro lado, pero no me miran, no ven que yo la miro con curiosidad. Entonces me asalta tu mirada, me encaraman tus besos sin escalas ni parametrajes y silvo los gemidos de Yo te amo... yo tampoco, Je, t’aime, princesita. Te veo bajar del bus y caminar distraída por esas calles semioscuras que te llevarán a casa.
Bajo las escaleras que me conducen al subterráneo donde queda la estación del tranvía. Miro el teléfono móvil y me cercioro que nadie ha llamado ni ha enviado un mensaje. Una muchacha baja apurada haciendo retumbar los metales de las escaleras con sus tacones. Entonces tengo deseos de tener tu blusa con el escote más atrevido, tus pantys más sexys, tu tanga más exótica y diminuta, tu falda con el corte lateral para mostrar la firmeza erótica de tus muslos y también se me ocurre ponerme tus zapatos con los tacos más agudos, cruzar mi pecho con tus sostenes a manera de cananas y pintarme discretamente los labios con tu carmín preferido. Y claro, quisiera pedirte permiso para serte infiel, o sea, amar a tu sombra, a tu recuerdo y a esa mujer que en ti aún no he descubierto o que me sorprende cada vez que nos encontramos. Después escribir parafraseando a María Emilia Cornejo que soy el muchacho malo de la historia, el que fornicó con tres mujeres y le sacó cuernos a su mujer. Pero viene el tranvía y olvido estos antojadizos anhelos y pienso en tu boca, en tus besos, en el sabor de tu cuello y el perfume de tus cabellos. ¡Ay, como noqa munaquyqi, mi cuerito lindo!
En el tranvía me siento y a los pocos minutos ya estoy cabeceando, aunque el instinto me mantiene alerta para no pasarme de paradero. Siento la pesadez de los párpados. Pienso en tu sexo y sonrío, ah, me toca bajar. El viento barre la calle y la suave lluvia escarcha mi cabeza. Me duelen los pies y cuanto quisiera calzar tus graciosas zandalias de casa. También deseo hacer pis y acelero el paso. Mis zapatos resuenan en las calles mojadas sin el habitual zapateo de cientos de transeúntes. Ya en casa voy corriendo al WC. Qué alivio expulsar los orines como un chorro humeante. Me pongo cómodo. No sé si beber un té frente a la televisión o frente a la computadora. Finalmente decido escribirte, o por lo menos, volver a intentarlo para decir que te extraño, mi conejita más amada. Sonqochay.
A duras penas logro abrir mi pecho, mi alma es una loca campana llevando en sus sonidos mi mensaje. Te digo que respiro tu energía, tu valor y bebo la fe tuya en el hueco de tus manos. Me alegro saber que despiertas amándome como yo te amo, que eres la amiga que me comprende sin restricciones, la mujer que me ofrece refugio cada vez que mis fantasmas me persiguen, la amante que arde en todos mis deseos, la esposa que me ofrece su hombro en el instante más oportuno, la novia que me envuelve con los paños de su tierna timidez, la prostituta que se aviene a todo el arsenal de mañoserías con la dulzura de las noches más calientes. Munanaycuway siempre.
Ya no encuentro más palabras, ni sustantivos ni adjetivos, para decir con mayúsculas cuanto te amo o decir simplemente ICH LIEBE DICH princesita mitad ángel y mitad demonio. Warmichay , ¿imatataq mosqokuranki chisi? Yo siempre sueño contigo, sonqochay.