Donnerstag, 16. Juni 2011

Hay que detener al diablo


Padrecito mío, Dios Serpiente, tu rostro era como el gran cielo. Óyeme: ahora el corazón de los señores es más espantoso, más sucio, inspira más odio. Han corrompido a nuestro propios hermanos, les han volteado el corazón y, con ellos, armados de armas que el propio demonio de los demonios no podría inventar y fabricar, nos matan. ¡Y sin embargo, hay una gran luz en nuestras vidas! ¡Estamos brillando!

José María Arguedas.

La orden había sido escueta: Hay que detener al diablo. El jefe de la oficina de correos, Abel Montoya, hizo llamar, con un muchacho, al capitán Edwin Fernández para comunicarle la orden llegada desde Lima.
El capitán Fernández sacó un pañuelo blanco, limpió sus gafas oscuras y, apurado, abandonó la comandancia en dirección a la oficina de correos que quedaba en la misma plaza de armas, al costado de la municipalidad.
-Aquí estoy Montoyita, ¿para qué le soy útil?
Sin ningún comentario el jefe de correos repitió la orden que había sido transmitida telegráficamente. El capitán Fernández, acostumbrado a recibir y obedecer órdenes, se quedó esta vez un tanto desconcertado.
-¿Cómo? ¿Qué hay que detener al diablo? -y agregó-: ¿Qué broma es ésta pues, Montoyita?
-No es ninguna broma, capitán -le contestó Montoya con aplomo-, es una orden emanada desde las más altas esferas del Ministerio del Interior.
-Pero... ¿Qué pendejada es esta Montoyita? -y tratando de sonreír volvió a decir-: alguien quiere meterme el dedo, Montoyita, ¡a mí..., a los hombres!
-Ese es su problema, capitán -dijo Abel Montoya levantando los hombros, sin pensar si con eso facilitaba o complicaba aún más las cosas al héroe militar fogeado en mil combates contra indefensos campesinos.
-Pero sea quien sea, Montoyita, el vivo que quiere hacerme esta broma, me las va a pagar, Montoyita. Me las va a pagar, carajo. La advertencia también la hago extensiva a ti, amigo Montoyita. Asi es que, guerra avisada no mata gente.
-Así es capitán. ¿No dicen que la venganza es un plato que se sirve frío? ¡Ah, capitán!, estaba olvidando algo importante, dicen que el diablo tiene una cámara fotográfica.
-¿El diablo con cámara fotográfica? -rió de buena gana el capitán-. Ahora si ya está la pendejada completa, Montoyita.


Después de treinta años llegaba a San Miguel. Ya las canas ahogaban el negro chivillo de mis cabellos. La camioneta en que viajaba, subía sin dificultad la serpenteante carretera que se abrazaba amorosa a las escarpadas montañas. A mi lado iba una joven muchacha. Su cabello castaño y ondulado. Sus ojos almendrados sonreían con el mismo tono de sus labios carnosos y rosados, una risa suave y melodiosa.
-Me llamo Mabel -y me extendió la mano en gesto amistoso-. ¿Va usted también a la fiesta? ¿Viene de Lima?
No supe por donde empezar a contestar a ese chorro simultáneo de preguntas. Le dije mi nombre y sin muchos argumentos manifesté que venía a la fiesta del Patrón Arcángel. Hice casi todo el viaje en silencio. Seguramente hubiera sido aburrido hablarle de Alemania y el frío colgándose de los árboles desnudos. Cómo decirle que Aachen es una ciudad pequeña e interesante frente a la hermosura de su rostro. Cómo contarle de Bonn, mirando la luz que sus ojos emitían. Cómo hablarle de Hamburgo, de Berlín o de Italia y la diputada que hizo toda su campaña electoral con el seno desnudo, ante su breve cintura. Junto a ella, todo parecía innecesario y era, más bien, el silencio, mi más claro elogio.
Llegamos a San Miguel cuando empezaba a oscurecer. La plaza de armas, llena de gente, de carteles y carpas, había experimentado ciertos cambios. Bienvenidos a San Miguel rezaba una banderola blanca con letras negras extendida a todo lo ancho y en la parte más alta de la municipalidad. Sobre el techo, en un mástil oscuro, ondeaba la bandera roja y blanca. Otra banderola, sobre la otra calle que formaba el cuadrilátero de la plaza, también blanca y con letras azules, anunciaba: Barrantes es Sanmiguelino. Desde el otro lado, frente a la municipalidad, la iglesia proyectaba su imponente sombra sobre la plaza y las sencillas chinganas y quioscos que se habían improvisado alrededor suyo. Sólo el atrio, frente a la iglesia, había quedado libre. Las demás calles estaban totalmente copadas con la exposición y venta de toda clase de chucherías. Detrás de la iglesia se mantenía en pie la escuela, el deterioro de sus paredes mostraban con claridad su decadencia y su pobreza. Desde una de las ventanas vi aquellas viejas carpetas pintadas de marrón; aquel pupitre donde el maestro guardaba la siniestra palmeta, porque «la letra con sangre entra.» Aulas vacías, paredes casi desnudas, mostrando sólo la foto del gobernante de turno acompañado por dos o tres iconos de los «padres de la patria.» Las casas del pueblo también habían envejecido y ahora, pintadas de blanco, cual novias inmaculadas, recibían a los visitantes que llegaban a la fiesta. En una chingana, Javier Solís en un disco desgastado, entonaba su sombras nada más / entre tu vida y mi vida / sombras nada más... acompañado de un coro gangoso y desafinado de borrachos. La fiesta del Patrón San Miguel Arcángel estaba próxima a empezar.
Apenas puse los pies en tierra, vi a mi madre que corría a darme el encuentro con su mar de lágrimas surcando las arrugas de su rostro. Mi padre, dominando su emoción, me estrechó en un fuerte abrazo. Mis hermanos me rodearon alborozados. En esos momentos yo era para ellos otra fiesta, quizás la fiesta más alegre, la más grandiosa.
Estaba cansado, pero esa noche no hubo tiempo para el descanso. Había tanto que contar y otro tanto que escuchar. Mi madre era la más activa de las mujeres en la cocina. Interrumpía brevemente sus quehaceres para decirme:
          -Ay, hijo... Tan lejos pue te has ido, ni cómo siquiera palcanzarte unas cuantas papitas, un cuycito...
-Mamá -le digo-, mamá...
          -Dizque con carro no se puede llegar a esos sitios, con avión nomás, porque los carros no pueden andar por el mar.
La ingenuidad de mi madre me enternecía. Entonces recordé que ella no estuvo presente aquella vez que partí del aeropuerto Jorge Chávez. La empresa periodística, donde trabajaba, me enviaba como corresponsal a la ciudad de Bonn...
En cada una de las calles del pueblo renacía mi infancia. Los primeros años de mi vida saltaban a caminar conmigo. La pampa del panteón, esa polvorienta plazuela donde se disputaban, a goles y a golpes, los históricos partidos entre los barrios de Saña y el Panteón. La escuelita pintada de amarillo, y entre sus pasillos, con el abecedario en la mano, surgió esa jovencita que fue mi primera y adorada maestra. Después vendría aquel maestro rechoncho y borracho que se dormía sobre el pupitre y nos castigaba sin piedad. La voz de las campanas de la iglesia retumbaron en mi memoria. El campanario cómplice mudo de nuestros primeros sueños, de nuestros primeros amores platónicos, de nuestro primer cigarrillo. ¿Qué será de aquella muchachita qué aún hoy día, cuando veo una flor, su nombre se enciende en el filo de mi pecho?
El sonido de las cornetas y el tam-tam de los tambores de la banda de músicos del Colegio Nacional San Miguel se sobrepuso a mis recuerdos. La gente corría en dirección a la plaza de armas. Yo fui también tras esa corriente humana. Era el desfile que venía presidido por las solemnes autoridades civiles y los notables del pueblo, que ese día estrenaban trajes nuevos de fino casimir inglés. El alcalde saludaba con el brazo en alto, con afirmativos movimientos de cabeza, con sonrisas amplias. Su esposa, sanmiguelina de pura cepa y rabiosa devota del Patrón Arcángel, iba flanqueando su lado izquierdo. Por el lado derecho, no podía estar ausente, en este glorioso día, la autoridad militar: el capitán Edwin Fernández, quien no dormía bien desde que recibió la orden de detener al diablo. Protegía sus ojos con unas gafas oscuras, lo cual le permitía matar dos pájaros de un solo tiro: ocultar las ojeras del desvelo y lanzarse al descubrimiento de América, sin que nadie se de cuenta, en los descotes de las muchachas que maduraban tentadoras como la fruta del bien y del mal en el paraíso. “Hay que detener al diablo”, comentaba angustiado a sus subalternos. A su lado marchaba un joven oficial de la Policía Nacional. Con su bigotito de estrella de cine se había convertido en el rompe corazones de las muchachas, quienes al verlo pasar como agua que no has de beber, se ahogaban en descarados y prolongados suspiros.
Junto a mí dos campesinos comentaban, distraídos, acerca de los dos policías.
-Mire usté a los guardias, cumpita. Una pareja de loritos parecen.
-Verdá cumpita, pero de esos loros bien mañosos, ¿digaste?
Lo que más atraía a las multitudes, a ese caudaloso río de ponchos y sombreros, era el carro alegórico cubierto de una inmensa bandera peruana. En la parte superior destacaba la reina “Jackelin I”, acompañada de sus doncellas y pajes, envueltos en la fragancia de rosas, geranios y jazmines. Había sido elegida reina de la fiesta, en los dorados salones del Club Fraternal, entre las más bonitas hijas de la crema y nata del pueblo. Nadie sabía cómo ni quiénes la habían elegido, pero ella representaba la belleza de la mujer sanmiguelina. Además, para evitar comentarios tendenciosos, el cura del pueblo le había dado su bendición.
-Aplaude a nuestra representante, Secundina.
-No hábloste así. Nuestra representante, segurito nuay ser.
Una anciana las hizo callar. Mostrando sus encías secas y escasos dientes ennegrecidos, las amonestó severamente:
-Estamos de fiesta y nuay que pelearse, sidenó el Amito siay denojar.
Así les dijo al mismo tiempo que iba desatando un hilo fino de lana del huango envuelto en su rueca. Algunos campesinos iban con los pies desnudos, pero, los más jóvenes lucían zapatos nuevos. Muchos calzaban llanques gastados pero limpios. Los turistas que vienen a visitarnos hubieran dicho: ¡Qué cuadro tan pintoresco...!
Finalmente, cerrando el desfile con broches de oro, aparecían los gallardos alumnos del Colegio Nacional. Ahí estaba marchando, en la misma calle, el futuro de la patria con sus uniformes perfumados y tiesos, debido al almidón preparado por las laboriosas amas de casa. La juventud, divino tesoro, airosa, esbelta, briosa, marcando el paso a tientas, sin percibir el rumbo de la historia.
La gente del pueblo se arremolinaba en sus puertas, en sus balcones y en sus ventanas. Con desbordante alegría, con henchida emoción, aplaudía a la comitiva que pasaba. El capitán Fernández volteaba, de hito en hito, para mirar a la reina o para tratar de descubrir al diablo entre la muchedumbre. Un escarabajo, a un costado de la calle, arrastraba con todas sus fuerzas una bola hecha con los excrementos de alguna vaca o algún perro callejero. Armado de mi cámara fotográfica, iba perennizando todas esas impresiones fugitivas de aquella fiesta que prometía ser grandiosa, al decir del Comité de Fiesta con sede en Lima...


Pasado el mediodía llegué a la quebrada de Lipiac. Ascendí una pequeña cuesta para alcanzar la loma de la Cruz. Desde la loma, el pueblo asomaba como un conglomerado de techos rojos y paredes blancas, encajado entre cuatro montañas que se perdían en el horizonte azul-verdoso. Cerca de media hora recorrí una travesía bordada de pencas, eucaliptos, alisos y oquedales. Luego empecé un descenso de relativo peligro. El Voladero era un camino delgadito, que se iniciaba en la mitad del cerro y moría en su base, continuándose con un puente de dos palos sobre la torrentosa trenza del río San Miguel. Los cerros ostentaban en sus faldas sembríos verdes, potreros con vacas blanco-negras masticando haces de hierba fresca. Los barbechos despedían olor a tierra húmeda y revuelta. Unas cuantas casitas humeaban entre las chacras. Otro ascenso de media hora me conduciría hasta mi objetivo final, la estancia de Sayamud. Una suave lluvia, desovillándose desde un cielo con nubes benévolamente cargadas, me hizo compañía...
Un policía se acercó y me pidió que le mostrara mis documentos personales. Saqué mi libreta electoral y se la entregué. La revisó cuidadosamente, miró los sellos, comparó la fotografía con mi rostro. Me dio la impresión que dudaba o que buscaba algún pretexto para acusarme de algo, de tener una libreta falsa, por ejemplo. Con sus manos ligeramente regordetas le daba vueltas al documento, al fin, me dijo: «Esta libreta ha sido expedida en el extranjero y aquí no tiene valor, no tiene los sellos que demuestre que usted a votado en las últimas elecciones.» Amablemente le expliqué el motivo de mi residencia en el extranjero. Le expliqué que había un consulado, una representación oficial del Perú, con escudo peruano y con bandera roja y blanca inclusive, que se encargaba de resolver nuestros problemas cuando estamos fuera de la patria. Además, le dije, las elecciones municipales tienen carácter local. Puse en sus manos mi pasaporte, revise usted los sellos y el escudo, son auténticos. Mire usted la vicuña, tan peruana, tan esbelta, tan bella como Jackelin I, la reina de la fiesta. «¿Sabe señor?», metiendo mi libreta y mi pasaporte en su bolsillo, me dijo, «el capitán Fernández quiere hablar con usted... ¡Acompáñeme a la comandancia!» Eso temía, revisé mi billetera, por suerte guardaba quinientos dólares. Calculé que con eso podía arreglar la situación. Un mal entendido, ¿sabe?, pero usted comprenderá, una contribución voluntaria para hacer algunos arreglos en la comandancia, ¿no?, que no lo tomara a mal. Unos cuantos dólares para pasar la fiesta. Eso creía...
Mi madre recogía agua de un pozo saturado de renacuajos. Mi padre colgaba su poncho en un clavo viejo y oxidado de la pirca. Mi tía Chalena, con la espalda doblada sobre el batán, molía el grano tierno de los choclos para las humitas. Los cuyes, colgados de un cordel, de un extremo al otro del corredor, escurrían gota a gota un agua sanguinolenta. En el patio, varios parientes y vecinos estaban entregados a la tarea de sacrificar un cerdo que, desesperado, intentaba escapar de sus verdugos. Un inmenso cuchillo le atravesó el pecho y le hizo trizas el corazón. La sangre fue recibida en una olla de aluminio. Lo rociaron de agua hervida y luego lo cubrieron de paja. Le prendieron fuego a la paja y a continuación, el pelo chamuscado del cerdo, lo rasparon hasta dejarle el pellejo limpio, brillante, sin una cerda. En la cocina las mujeres se apuraban despancando los choclos, pelando las papas y las yucas, cortando cebollas y verduras. Sobre el fogón varias ollas humeaban vapores olorosos. El perro, atormentado, impaciente, frente a la puerta de la cocina, batía la cola sin pausa...
Aunque ese: «acompáñeme a la comandancia», me asustó. «¿Tendrán la intención de detenerme?», me pregunté con un miedo que crecía conforme se acortaba la distancia hacia el puesto policial. Mis manos, en los bolsillos de mi casaca, sudaban cuando pensaba en esta posibilidad. El capitán Fernández leía un periódico de fecha retrasada, noticias envejecidas ya en la capital. El policía indicó que me sentara en una de las sillas y le entregó al capitán mis documentos. Este siguió leyendo su periódico sin atenderme. Luego de transcurrido un tiempo, el que yo creí prudencial, con estos jefecitos no hay que ser imprudentes, le pregunté tímidamente:
-Disculpe... -le dije-. ¿Quisiera saber, capitán, por qué me han traído?
Por sobre la montura de sus gafas oscuras me miró, sin contestar, llamó al policía que, en una sala contigua, escribía en una máquina extremadamente ruidosa.
-¿Por qué han traído a este caballero?
-Usted lo ordenó, mi capitán -le dijo, cuadrándose militarmente, haciéndo tronar los tacos de sus botas negras.
-¡Aah..., sí! Ahora recuerdo...
Se sacó los anteojos de cristales oscuros, me examinó. Riendo estruendosamente dijo algo que no entendí a cabalidad. Hay que detener al diablo y volvió a reír. Dirigiéndose al policía le ordenó:
-Inmediatamente, tómele su manifestación a este caballero.
-¿De qué se le acusa mi capitán?
-De portar arma de fuego y una cámara fotográfica.
Escuché atónito la acusación...
-Desde este momento -le volvió a instruir al policía-, toda persona que porte una cámara fotográfica será detenida. ¡Hágalo saber al resto de sus compañeros! Esta noche haremos una batida. Y no lo olvide... Usted es responsable del detenido. Esta última oración la dijo casi deletreando para indicar el grado de responsabilidad...
Hábiles manos cortaban las lonjas de tocino. Los chicharrones se freían en un perol. El cerdo, cada vez con menos peso, con el hocico abierto, colgaba de unas de las vigas de la casa. En una paila enorme se cocinaba el mote y los choclos, sobre un fogón improvisado en el patio. En otra olla, de regulares dimensiones, se cocinaban los rellenos. A medida que transcurría el tiempo, iban llegando más parientes, quiénes, demostrándome su afecto, me saludaban parsimoniosos. Venían cargando frazadas y pellejos, lo cual anunciaba que se iban a hospedar algunos días. Recordaba las fiestas que duraban días y noches, tomando aguardiente, comiendo cuyes y papas, bailando, sacando polvo del suelo. Mis hermanos, Santiago y Esteban, afinaban las guitarras en un rincón.
-Estos cholos flojos -decía mi tío Gualberto-. ¡Vengan donde está el trabajo! Las guitarras..., déjenlas pa’ la noche.
Mi padre, al ver que la llovizna no cesaba, comentó:
-Parece que en la noche va a llover de verdá. Duro, fuerte está lloviendo por la jalca. El cielo está negro allarriba.
-A la lluvia hay que soplarla pa’ que se vaya -dijo mi tío Anselmo-. Así decían los antiguos: «¡Soplen, soplen muchachos, pa’ que la lluvia se vaya!» ¿Cómo será pues? Si el Amito quiere que llueva, seguro pues lloverá, aunque lo soplemos..., lloverá nomás.
-¿Cómo serán pues las cosas? -reflexionó también mi padre-. Pero verdá pues... Así nos decían nuestros antiguos.
Los sapos croaban alrededor de la casa, parecían quejarse de la temprana oscuridad y la soledad del campo...

 
El policía empezó, con deliberada pachocha, el interrogatorio.
-Detenido, dígame su nombre, fecha y lugar de nacimiento -ordenó militarmente.
-¿Por qué me han detenido?
-Le recuerdo, que quien hace las preguntas soy yo
-¿Pero...?
-Dígame su nombre, fecha y lugar de nacimiento... Y no empeore su situación.
-Mi nombre es Angel Medina Sánchez. Nací en el día de los locos, el treinta de noviembre del cuarentaicinco, en la estancia de Sayamud.
-Estado civil y profesión.
-Soltero y soy periodista de profesión.
-¿Para que revista o periódico trabaja?
-Soy periodista independiente y trabajo para diversas publicaciones. Vendo mi información a quien quiera comprarla.
-Estaba tomando fotos del desfile. ¿Eran también para venderlas?
-No, no eran para venderlas.
-Le pregunto con más claridad. ¿Está usted en misión periodística?
-No. He venido por asuntos familiares y... también a la fiesta.
-¿En qué partido milita?
-No milito en ningún partido político y soy hincha acérrimo del Alianza Lima, aunque pierda todos sus partidos.
-¿Por qué partido ha votado usted en las elecciones?
-El voto es secreto.
-Pendejo, ¿no? ¿Qué hace usted aquí en San Miguel?
-Ya le dije, he venido a visitar a mi familia. Además he vivido cerca de diez años en el extranjero y ya era hora que venga a respirar el aire puro de mi tierra. ¿Y usted de dónde es?
-Límitese a contestar las preguntas que le hago. ¿Dónde está domiciliado?
-En la estancia de Sayamud, en la casa de mis padres, la familia Medina Sánchez. ¿Por qué me han detenido?
Siguió escribiendo con sus dos dedos, buscando las letras. Luego me extendió el papel para firmarlo. El papel tenía un sello impreso con letras rojas: CONFIDENCIAL.
-Pero, ¿por qué se me ha detenido? Tengo el derecho de saberlo.
-Desde el momento que se le detiene como sospechoso de colaborar con la subversión carece usted de todo derecho. ¿Sabía usted que estaba prohibido fotografiar al personal militar en servicio?
-No señor, no lo sabía.
-Siempre dicen lo mismo. Nunca saben nada. Son inocentes.
-Pero si ese es el motivo..., quédense con la película. Además no hice ninguna foto de militar alguno.
-De todas maneras haremos eso, serán decomisados todos los rollos de películas para revelarlos y serán adjuntados a la pistola como pruebas del delito.
-¿Qué pistola? ¿Qué delito? -protesté inútilmente.
Me hizo entregarle mi reloj, la billetera con el dinero, mi carnet de periodista, mi cámara fotográfica, mi correa, los pasadores de mis zapatos. Me dijo que con los anteojos podía quedarme. Todos mis enseres, además de mi pasaporte y mi libreta electoral, los metió en una bolsa, le puso una etiqueta con mi nombre y luego me condujo a la celda.
Salimos hacia el patio de forma rectangular. Todas las puertas de la comandancia estaban pintadas de color marrón y las paredes de un verde claro. Al lado izquierdo florecía un jardín muy bien cuidado. En el centro del jardín, con el rostro de virgen santa y chaposa por el resplandor de la luz de las velas y en una gruta construida con piedras, se encontraba la patrona de la Policía Nacional: Santa Rosa de Lima. Con las manos sobre el pecho y su mirada al cielo. ¿Rogaba acaso por mi destino de preso? Pareció saludarme con su sonrisa de ángel. A lo largo de las paredes descansaban largas bancas pintadas también de marrón. Cruzamos todo el patio. Al final entramos por una pequeña puerta de madera y metal que comunicaba con otro patio tan grande como el que abandonábamos. A la izquierda se encontraba la celda con una puerta construida con barras de hierro. A la derecha, en la otra esquina, estaban los servicios higiénicos. Ruidosamente se abrió la puerta de la celda y fui empujado suavemente a su interior. El policía cerró y se aseguró que el candado estuviera en su lugar y no se abriera, y se fue. En el piso de tierra, sobre unos periódicos, dormía, emitiendo ronquidos de león africano, otro detenido...
El Arcángel San Miguel ocupaba el centro del altar mayor. Pisando al diablo, parecía bailar al son de la banda de músicos. La espada brillante, agitándose como pañuelo, coqueteaba con su pareja. San Martín de Porras, desde una esquina, hacía palmas. La Vírgen María, con sus pies desnudos, bailaba serena acompañada de San José. «¡Voy al que gana! ¡Voy al que gana...!», gritaba Jesucristo desde la cruz. Los ángeles, con sus culos rosaditos y sin sexo, batían alas, silbaban. Reían desbocados de alegría. Con los rostros inflamados, gritaban: «¡Qué siga la jarana...! ¡Qué viva la fiesta!» San Juan se rascaba la cabeza y decía, de los ángeles: «¡Qué muchachos tan mal educados..., no tienen respeto por la casa de Dios!» María Magdalena, la mujer que le hizo conocer el mundo a Jesucristo, sensual, voluptuosa, desde otra esquina, insuflaba de sabor picaresco al ambiente. El diablo, en su incómoda posición, insultaba y amenazaba a todo el mundo. En el atrio las damas del comité de fiesta mostraban sus elegantes vestidos y sus mejores peinados. Sus tacos caracoleaban sobre los adoquines de cemento y desparramaban sus perfumes penetrantes enrareciendo el aire. La banda de músicos combinaba valses salameros, marineras sensuales, cumbias colombianas, sanjuanitos ecuatorianos y huaynos para los indios borrachos. Quioscos de carpas multicolores y pequeños puestos de negocios se alumbraban con lámparas a gas de kerosene y con candiles. Desde las chinganas, viejas rocolas lanzaban al viento ritmos alegres y provocativos. La cerveza, la chicha y el aguardiente aturdían la cabeza de hombres y mujeres. Por doquier se encontraban pequeñas mesas exponiendo anticuchos, buñuelos con miel, cuy con papas. Inmensos cestos con pan de Cajamarca. La fiesta estaba en todo su esplendor...
El rumor de voces que se acercaban a la celda me puso en alerta. Un anciano, de cabellos blancos y ondulados, vestido impecablemente, venía acompañado por un policía. Creí que se trataba de un juez o de un abogado. Pero, cuando abrieron la celda para que entre junto a nosotros, quedé desilusionado. Ninguno de los policías le hizo caso a sus airadas protestas.
-¡Esto es un abuso! -fue su última expresión, luego se quedó en silencio, meditando.
Después de unos instantes lo pude reconocer. Era don Daniel Alcántara, el pionero de la fotografía en San Miguel. Se trataba del primer hombre que trajo una cámara fotográfica al pueblo, dedicando para su taller el primer piso de su casa. Le saludé respetuosamente y le pregunté la razón de su detención.
-Se trata de un abuso, oiga señor -me contestó-. Yo soy viejo fotógrafo y todo el pueblo me conoce. A este forajido del capitán le he fotografíado en mi propio taller con su amante y, mire ahora, mire como me trata. ¿Y usted...? ¿Cómo se llama? ¿Usted no es del pueblo? ¿Viene a la fiesta?
-Si, vengo a la fiesta y soy hijo de don Crisóstomo Medina.
-Entonces, usted es sobrino de don Gualberto y de don Anselmo.
-Así es... Ellos son mis tíos.
-¿Y por qué lo han traído a usted?
-Por haber tomado fotos en el desfile.
-¿A usted también lo han traído por eso? Increíble, esto es cosa del diablo, creo...
El otro detenido se despertó y nos quedó mirando con cierta sorpresa.
-¿O estoy soñando o sigo borracho? -dijo, al instante se levantó y saludó a don Daniel-. ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué ha pasao? -preguntó.
-A usted seguramente lo han traído por borracho y a nosotros por hacer fotos de la fea majoma del capitán.
-¡Ay, carajo! Si el capitán no está contento con la majoma que le ha tocado, ya no es culpa del fotógrafo, sino de quienes lo modelaron -sentenció risueño don Absalón Mendoza, consuetudinario borrachín y muy conocido en el pueblo.
La conversación se hizo amena con la dicharachera manera de don Absalón. Al poco tiempo fue llamado para ponerlo en libertad. Se despidió de nosotros muy atento y risueño.
-Voy a decirle a su esposa para que le traiga unos cigarritos y su poncho, porque sino se congela en este hueco maldito -así le prometió a don Daniel al tiempo que abandonaba la celda.
Casi al anochecer del día siguiente nos trajeron a otro detenido, también fotógrafo. Entró en silencio. Era moreno, rostro curtido por el sol y cabello rebelde, imposible de peinar. Por la forma de estar vestido, parecía costeño. Diciéndonos su nombre rompió el silencio.
-Me llamo Manuel Seminario y soy de Piura. He venido a la fiesta, es mi trabajo. Me voy de pueblo en pueblo, de feria en feria. Soy como los marineros, como los choferes, en cada puerto, en cada pueblo, en cada feria, un amor, una mujer. ¿En qué sitios no habré estado? ¿A dónde no habré llegado?...
Luego, al formularse estas preguntas, el recién llegado se calló unos instantes. Sus ojos negros revolotearon por las paredes de la celda. Bajando la cabeza siguió, en forma casi atropellada, su peculiar conversación.
-El Perú, oigan, el suelo patrio, lo conozco como a la palma de mi mano, estimados amigos. Lo digo sin chanzas, sin palanganadas, lo conozco al revés y al derecho. Así como me ven, seré pobre pero soy honrado, vivo de mi trabajo. No se gana mucho, pero da para comer. Trabajo para el amor, para la quijada diaria, para el merco, se encarga Dios. Así decía el cura de mi pueblo y se llenaba los bolsillos con las limosnas que la gente entregaba al Señor de Ayabaca.
-¿Y ya ha estado, en alguna otra oportunidad, aquí, en la feria de San Miguel? -preguntó don Daniel, con voz suave y tranquila.
-¡Claro! Esta es la tercera vez que estoy aquí, en esta feria. Pensaba, después, ir a la fiesta de Llapa, luego a la de San Pablo. Pero uno nunca está libre de percances. El hombre propone y Dios dispone. Han roto mi caballo porque me opuse a que me traigan preso. ¿Por qué pues señor? De dónde han sacado que está prohibido tomarle fotos a la gente. Nunca me ha pasado esto, ni siquiera en Ayacucho. Ahí, ahí sí, ahí la cosa está que arde. Los soldados y los guarditas se cagan de miedo en sus pantalones. Ahí, carajo, los soldaditos tienen los cojones de corbata. En las noches se encierran en sus cuarteles y comandancias, de ahí no los saca nadie. Ni el fin del mundo los saca de sus covachas. Los terrucos dicen que en la más fea oscuridad pueden ver como si estuviera de día y a pleno sol. «Secretos de brujo tienen», dice la gente. Con la legaña del perro, ¿no?, bueno, así dicen, con la legaña del perro dicen que los terrucos se frotan los ojos para mirar clarito en la oscuridad...


-¿Y usted cree que eso es verdad? -volvió a preguntar don Daniel, entre incrédulo y curioso-. Por aquí también se habla de esa creencia -agregó.
-Verdad o mentira, pero buenaza dicen que es esa receta, no ves que el perro hasta al alma lo ve, algo que a nosotros, como humanos, no nos es posible. Aunque cuentan que hay algunos bien machos que sí han visto al alma. ¿Pero, para qué hacer la prueba, mis estimados? Y después uno tiene que andar topándose con las almas. Hace un año estuve en la feria de Huamanga, y esa vez, amigos, no me creerán, vi esta realidad. Es verdad, mis amigazos, yo lo he visto con estos mis propios ojos que algún día serán comida para los gusanos. Los jefes militares se encerraban en locales nocturnos, ahí donde se pasan la vida esas mujeres que hacen la caridad a precio justo, ¿no?, y en la mañana, sus subalternos los sacaban cargados directo a sus cuarteles. Los soldaditos daban vuelta por el pueblo, sin guía, sin mando, como ovejitas descarriadas, así, asustaditos los pobres andaban asustando a la gente con sus metralletas. En Piura, ¿han estado en Piura?...
Nadie dijo nada, sólo nos miramos entre sí. Luego, como en las escenas de cine mudo, movimos la cabeza negando.
-¿Nooo? -dijo admirado el piurano-. En Piura esto no le aguantaríamos a los cachacos, porque ahí los hombres usamos los pantalones no sólo para cubrir nuestras vergüenzas. Ahí nos hacemos respetar como hombres que somos, sí señores. ¿Se acuerdan de Velasco, del general Velasco? ¿Del chino Velasco? A los yanquis casi los hace churretear. Pero siempre no faltan Felipillos, traidores, y lo jodieron al chino, y lo más triste, ¿no?, que sean los propios compañeros, los mismos amigos. Y como les decía, me han traído a la fuerza, de otra forma no hubiera sido posible. Mi caballo, mi caballito que tantas aventuras conocía, me lo han destruido. Ya estaba viejo, gastado de tanto trajín, pero tengo fotos de cuando recién lo compré, brillaba su piel color de frejol pinto. Pero estos cachacos, hijos de su madre, y no digo más porque será una madre tan santa, buena, como la mía, que culpa tendrá ella que le hayan salido los hijos así, han terminado de destrozar mi pobre caballo. Ya ni con los hijos hombres hay confianza, amigos míos. Antes sólo se cuidaban a las hijas, qué tengan un buen marido para que no las ande maltratando cuando no saben hacer sus cosas, se las cuidaba para que no se vayan a meter por qué infiernos de Lima para bajarse el calzón y vivir de eso. Mi caballete con todas las fotos que exhibía me lo han hecho pedazos. Ahí estaba toda mi historia, todo mi trabajo...
-Le entiendo -trató de consolarlo don Daniel-. Lo que han hecho con usted, es como si quemaran el archivo fotográfico que tengo en mi taller. Ahí también está mi vida, mi trabajo, mi historia. Los fotógrafos capturamos instantes de la vida, momentos tristes, dolorosos, alegres, esperanzados, rebeldes, desesperados, desesperanzados, macabros...
-Así es. Usted es fotógrafo y sabe de lo que habla y siente. Esa es la gran pena que ahora atraviesa a mi alma. Desde mi primera foto hasta las fotos que le hice al general Velasco cuando llegó a Talara para confiscar los pozos petroleros que los gringos, sin ninguna consideración a los peruanos, explotaban esta riqueza natural que nos pertenecía, que están en nuestro territorio. Tenía la foto del general Odría en su Tarma natal, en la fiesta de su pueblo. Ese don Odría fue otro gran hombre, machazo el general, oigan mis amigos, a toditos los mariconazos del APRA, empezando con su jefe que en paz descanse, les dijo, o se portan bien o los mando a todos al paredón. El poto se les hizo agua a los valientes bufalitos y, ¿ahí no está...?, al rato nomás, como perros asustados con el rabo entre las piernas, se fueron a firmar su alianza con el general. Don Víctor Raúl dicen que se paseaba por los burdeles de los grandes maricones en las europas...
-Así dicen, así cuentan... Si el río suena, es porque piedras trae -recalcó don Daniel-. Algo habrá de verdad. ¿Cómo será..., cómo será? Porque a veces la gente habla también sólo por hablar.
-Pero así es paisanos. ¿Qué es pues la política? No pues dicen que la política es como una puta, se acuesta con el que paga y mientras más plata más gusto. ¿Cómo será pues, oiga? ¿Cómo será? En Trujillo vi una vez, en una cantina, como los búfalos apristas casi matan a golpes a un pobre borrachito. Yo estaba con otros amigos tomando unos tragos. En otra mesa estaban los apristas hablando de su partido. De cuando en cuando se mandaban con sus vivas. «¡Viva el APRA!», gritaba uno y el resto le contestaba en coro: «¡Que viva!» Después de tanto que jodían con sus gritos, un borrachito les contestó: «¡Que viva y que beba! ¡Que viva..., que viva, pero mientras más lejos, mejor!» Todos los apristas se levantaron y casi muerto lo botaron a la calle al pobre hombre. Así me han pegado estos cachacos hoy día. Han roto mis herramientas de trabajo, encima, me traen preso por ganarme el pan honradamente. ¿Qué voy hacer ahora cuando salga? ¿Qué puedo hacer sin mi cámara fotográfica, sin mi caballo pinto y sin mi historia? ¿Se dan cuenta señores?...
El piurano dejó de hablar y se prendió desesperado de los barrotes de la celda.
Afuera el bullicio de la fiesta aumentaba. Los cohetes reventaban en el cielo con mil estruendos. Globos de colores ascendían lentamente. La banda de músicos no dejaba de tocar. Las campanas de la iglesia repicaban llamando a misa. Ya estaba anocheciendo. Nos habíamos sentado cada uno en una esquina. El piurano dijo: «A estas horas hubiera estado yendo a buscar a una paisana que vive por el chorro, para calentarle el fogón.» El techo de las casas vecinas que distinguíamos se iban oscureciendo. Habíamos comido poco, aquello que permitieron ingresar a nuestros familiares. Compartimos con el piurano que no tenía ningún pariente en el pueblo. “Por tu culpa sufro esta condena” habían escrito en la pared. Un corazón atravesado por una flecha gemía: “Esta cárcel duele menos que la cárcel de tu pecho”. Don Daniel se levantó, estiró las piernas, dio un par de vueltas por la celda. Yo tenía hambre. Imaginaba la fiesta de mi casa entristecida por lo que me pasaba.
Cuatro policías armados de metralletas vinieron preguntando por mí. Me sacaron de la celda. Otro policía, que estaba en la puerta del patio, volvió a repetir mi nombre con sorna. Manuel Seminario y don Daniel Alcántara protestaron y exigieron hablar con el capitán, pedían se les deje en libertad. Un cohete se elevó ruidoso, al reventar sobre el patio carcelario, iluminó los rostros cetrinos de nuestros gendarmes. Dos gatos cruzaron, veloces, por el muro que limitaba la prisión con una de las casas del vecindario.
-¿Así que tú eres Angel Medina?... -me preguntó. Dirigiéndose a los otros policías: -¡A estos terrucos hay que sacarles la puta madre, carajo!.
Entre risas e insultos me condujeron hasta el patio. Uno de los policías me detuvo, colocó su metralleta sobre mi pecho y de un tirón me despojó de mis anteojos. «Ahora ya no los necesitas», me dijo. Otro policía me colocó una capucha negra, mientras los otros dos me ataron los brazos a la espalda. Todas estas cosas las leí en novelas y en algunos testimonios de personas que sobrevivieron a este tipo de interrogatorios. Mi calvario había empezado. Apenas caminamos algunos metros cuando una andanada de patadas y puñetes buscaron las partes más débiles de mi cuerpo. Rodé por el suelo retorciéndome de dolor. Gritaba con todas mis fuerzas, pero los golpes y los insultos no se detuvieron, más bien, aumentaron. «¡Comunista concha de tu madre, de aquí no vas a salir vivo!» El Arcángel San Miguel en su anda adornada de oro y plata pisaba al diablo, amenazaba darle muerte con su espada. Me tomaron de las piernas y me arrastraron hasta un lugar con fuerte olor a orines, olor caústico y penetrante que, a pesar de la capucha, hería la mucosa de mis fosas nasales. Santa Rosa de Lima, ¿estaría ya durmiendo en su gruta o quizás también una capucha cubría sus ojos para que no se cerciore de todos estos atropellos?
-¡Colóquenlo en el trono! -ordenó uno de los policías.

Me sentaron en una banca dura. Mi espalda y mis manos sintieron una pared fría. Mis manos sudaban y una ola de miedo me estremecía, hincaba sus dientes en la carne desgarrada por los golpes. Era un miedo extraño, haciéndome cosquillas en los testículos. ¿Qué estará haciendo Michaela que me despidió con un beso y una flor y un cuidate mucho amor mío? Por la espalda una delgada película de sudor frío, helado, se resbalaba y se embolsaba, a la altura en que el pantalón se ceñía a las caderas, en una laguna a punto de rebalsarse.
-Le estamos haciendo un favor a este cojudo. Cuando salga su partido lo subirá de grado -dijo una voz de borracho.
Una cachetada hizo estallar música y cohetes en mis oídos. «¿Quién dirige el comando revolucionario de la región norte?» A cada pregunta y a cada silencio mío se sucedieron uno o dos golpes contundentes. «¿Quiénes son los contactos en París? ¿Quiénes son los terrucos en Berlín?» Madre, este es tu hijo, el dolor es de todos porque el ojo de la aguja es muy estrecho. Los golpes y preguntas se combinaron con cierta maestría, con destreza y habilidad. Los esfínteres de mi vejiga se destemplaron. Asomaron las primeras gotas, humedecieron primero la ropa interior, luego creció el círculo. El colon terminal se agitó con mayor violencia y los músculos, que controlaban las compuertas de salida al exterior, amenazaron irse en caldo, despeñarse. Los golpes se repartieron desde la derecha, en el suelo me esperaba una patada artera, desde la izquierda venía otro puñetazo que se estrellaba en mi rostro. Padre mío, la sangre que se derrama clama venganza, más nunca olvido. Agua salada, mis lágrimas y mi sangre caliente se mezclaron sobre mi rostro y sentí que se mojaba mi camisa. Mi cuerpo se dobló, tembló; mi voz fue sólo un murmullo, un sordo rumor navegando en mis oídos. Los músculos ya no obedecían para nada. “Un revolucionario no le teme a la muerte”, había escuchado y maldecía no haber leído algo de la revolución para tener más valor. Dicen que las ideas alimentan el alma y fortalecen el cuerpo... Ya no oigo nada, casi no siento. Soy una hoja seca, hoja de otoño que el viento arrastra durante ventosos y oscuros días. Un trapo mojado, sucio, estrujado, abandonado en un rincón. No escucho las preguntas. Los golpes son caricias que trasladan mi cuerpo de un lugar a otro. Cometa sin cola que cabecea, se estrella sin queja en las paredes, en los postes. Un sueño impostergable me invade y mi cuerpo vuela desde el morro de Arica y cae en el agua salada, amarga... De pronto volvió el dolor a los dedos y mi cuerpo, flácido, se erizó de nuevo. Grité, lloré, imploré por el amor de Dios.
-¡Comunista, maricón, ahora crees en Dios! ¡Ustedes carajo..., no tienen ni Dios ni Patria, güevonazos! -dijo el que parecía comandar al grupo de torturadores. Su risa fue acompañada por las insolentes carcajadas de los otros policías.
«Hijo de Dios que te has sentado a la diestra de los ricos para rezar por los pobres, ¡Ten piedad también de nosotros, los de la clase media!» Los alfileres penetraron como candelas debajo de las uñas, caí desplomado, sin sentido, al suelo húmedo. Vi a mi padre desnudo, mostrando su cuerpo cubierto de llagas que supuraban un líquido espeso y amarillento. Una jauría de perros le seguían y le lamían las heridas. «Padre mío, estaba creyendo que me habías abandonado, que me habías olvidado.» Se hizo nuevamente la luz. Hasta mi cerebro llegó nítido, a través de las fibras olfatorias, un olor a excremento. El intestino que no pudo resistir más y expulsó al exterior todo su contenido. Caliente, quemando las superficies contusas de mi cuerpo, se arrastró también la orina. Mis labios, resecos, se movieron, pero no salió la voz, se ahogó en la garganta. «¡Michaela, tengo sed! ¿Dónde están tus labios y tus besos, la ternura del mundo?»
-¡Este terruco, concha de su madre, se ha cagao, y se ríe todavía, carajo!
-Prefiere cagarse y no hablar.
-Es fácil, es fácil, hay que romperle los pulmones a golpes, porque estos comunistas son bien tercos.
Un fierro candente se aplastó contra mi pecho, mi corazón, agitándose, dio un salto al vacío. El eco de una risa lejana vibró en el aire. Mis ojos se salieron de sus órbitas, giraron y se introdujeron en mis entrañas. Una mano inmisericorde aplastó en la ingle un trozo de fuego vivo y el olor de carne chamuscada se percibió en el ambiente. En un último esfuerzo, ya sin voz y sin aliento, me encogí como un gusano. «¿Michaela, recuerdas? El Perú es hermoso», te decía...
En los salones del Club Fraternal la orquesta «Son Tropical» al ritmo del tondero San Miguel, San Miguel, San Miguel al amanecer... daba la bienvenida a la reina de las reinas: Jackelin I. Toda la aristocracia del pueblo, estrenando vestidos nuevos e intentando ser uno más elegante que el otro, aplaudía cada paso, cada gesto de la bella reina festiva. Su majestad ocupó su lugar, entre el alcalde y el capitán Edwin Fernández. La orquesta dejó de tocar. El alcalde, muy solemne, profirió un breve discurso retórico y cursi aludiendo a la patria, al santo patrón, a la belleza sanmiguelina, al honorable presidente peruano, finalmente solicitó a la orquesta un vals e invitó a su esposa a iniciar el gran baile. El capitán Fernández aprovechó para sacar a la reina, apretarle con disimulo la cintura y rozarle entre las piernas con su pierna derecha de militar apuesto. El novio de Jackelin I, pobretón de buen parecido, pero que no podía compartir con la crema y nata del pueblo, observaba con recelo desde la puerta del linajudo local. Muchachitos desnutridos, carasucias y mal vestidos, estiraban las manos a la elegancia que ingresaba a los dorados salones. Afuera, en la plaza de armas, campesinos y gente pobre de la ciudad, imposibilitados de bailar entre la nobleza provinciana, llenaban chinganas, bebían aguardiente de pura caña, armaban broncas, cantaban a dúo con las viejas rocolas, enamoraban a sus mujeres con las canciones de Lucho Barrios, Julio Jaramillo y música de mariachis...
Me desperté. No podía reconocer el lugar donde me encontraba. Unas voces desconocidas, lejanas y monótonas llegaban a mis oídos. Divisé los cuerpos de don Daniel Alcántara y Manuel Seminario, el piurano, como dos sombras borrosas copando todo el espacio que podía percibir. Intenté moverme, pero mi cuerpo estaba ausente, tan débil que a los pocos minutos me hundí otra vez en las tinieblas...
La monumental plaza de toros se vestía de gala con el cartel encabezado por los famosos toreros José Urquizo y Paco Céspedes. Los toros de las haciendas La Pauca y Jayanca prometían una encarnizada competencia de bravura y lisura. La banda musical del ejército batió bombos, tambores y platillos; clarinetes y trompetas frasearon melodías mortales cuando el segundo bravo, pinchado con seis banderillas, se quedó quieto, después de seis artísticos muletazos de Paco Céspedes. El estruendo del público sacudió el tendido y el redondel se oscureció ante los ojos del noble animal, que sin queja, había soportado la tortura. El sexto toro le correspondía a José Urquizo. Los banderilleros se lucieron, impecables, colocando los hierros coloridos sobre el lomo del novillo. Urquizo, con arte y voluntad, logró sacar los pases que el animal se resistía a seguir. Insistió manejando la izquierda y, a fuerza de consentir y porfiar, logró algunos naturales. El público desde sus palcos lo acompañaba con gritos taurinos: ¡Olé, matador! De pronto el toro pareció animarse y exigió al torero, belleza y movimiento, ahora era el toro quien toreaba. ¡Olé, toro! Pero Urquizo era un torero bueno y valiente que sabía corresponder a un toro íntegro. Redondeaba figuras de pie y de rodillas, templaba y ligaba los pases, manejaba la muleta con mano de escultor. La faena final fue una estocada soberana. La afición abandonó el ruedo contenta, la corrida resultó una fiesta de pasajes estéticos, con toros de casta y bravura, y toreo auténtico...
Mi mente trataba de retener el poquito de luz que recibía a través de mis ojos, semicerrados por la golpiza. No me di cuenta cuando don Daniel Alcántara y Manuel Seminario, el piurano, habían recuperado su libertad. El sol, que penetraba por las rejas de hierro, hería mis resentidas pupilas. Tendido sobre un colchón de periódicos viejos, di rienda suelta a mis sentimientos. Lloré. Lloré mi abandono, la impotencia de no poder hacer nada. «Michaela, deseo tu cintura y te llamo amor, te llamo y no es necesario que vengas a mi celda, sólo un pensamiento tuyo bastará para sanarme.» Tanta rabia, tanta injusticia y no poder hacer nada. Ahí estaba yo, igual que mi patria, humillada, ultrajada, herida y de rodillas, incapaz de levantarse. Poco a poco iba recuperando la conciencia y la agudeza de mis dolores, y estos dolores incentivaban mis odios.
La fiesta había concluido. Mis padres, pobres mis viejitos, habían firmado un documento declarando que durante el tiempo que había permanecido en calidad de detenido no había sufrido ningún tipo de maltratos, ni físicos ni psíquicos. Que una vez comprobado que mis documentos personales estaban en orden, al ciudadano Angel Medina Sánchez se le extendía el presente certificado para los fines que crea conveniente. San Miguel de Pallaques, cinco de octubre de mil novecientos noventa y dos. El capitán Edwin Fernández me entregó una bolsa conteniendo ropa limpia, me condujo hasta la ducha, y dijo que me esperaba en su oficina...
Una señora gorda, que vivía frente a la comandancia, barría la calle cantando alegre:

San Miguel, San Miguel, San Miguel al amanecer.
San Miguel, San Miguel, San Miguel al anochecer.
Que viva, que viva mi San Miguel...

Me alejé pensando en el arcángel Miguel, jefe de las águilas, aves de rapiña. San Miguel Arcángel patrón de todas las águilas del pueblo.


Montag, 6. Juni 2011

La danza de la viuda negra

A Luis Guerrero Figueroa

Hasta que una noche apareció... Era linda como el agua de Agomayo, brisa del río su sonrisa y los cabellos al viento de la tarde. Le daba las manos, suaves neblinas que duermen a media falda de Yaguán.
Félix Huamán Cabrera.

I.
 
Desde mi balcón me esforzaba por verla nítidamente. Mimetizada entre los barandales oscuros del balcón vecino, parecía dormitar plácidamente. Su torso peludo devolvía con tonos azulados los madrugadores rayos del sol. La flores, que colgaban desde graciosos maceteros, borroneaban la visibilidad más allá del balcón y las ventanas. Sin embargo podía ver cuando se desplazaba, lo hacía lentamente, como si meditara o midiera cada paso. En la parte más alta de una de las ventanas se podía divisar una lámpara antigua con lentejuelas de cristal que eran estremecidas por el chorro de viento que ingresaba casi con violencia. Alcancé a ver como ella se deslizaba: con cierta delicadeza, con suavidad, con ponderable elegancia. En las amplias ventanas relucían cortinas blancas, bordadas con hilo plateado. Sin duda, por lo menos eso me parecía percibir, en cada movimiento de su cuerpo ondulaba una especie de cadencia musical. El diseño de las ventanas era sencillo y, ya sea invierno o verano, permanecían con una hoja abierta. Sus ojos, que los imaginaba negros, escrutadores, nunca los pude descubrir. Su mirada turbia y decidida sólo se dibujaba en mi imaginación. No sé por qué, pero su mirada la suponía fría, inhumana, sin el menor rastro de sentimientos. La puerta principal de la casa era de madera, con adornos y dibujos muy raros, seguramente tallados -como decía mi tío Facundo- por uno de esos tantos carpinteros que habían estado al servicio de hacendados abusivos y chiflados. La casa era vieja y grande, muy grande, con las paredes pintadas de blanco márfil. Sus antiguos dueños la edificaron en el centro de un hermoso valle flanqueado por agrestes montañas, tierras que usurparon a varias comunidades indígenas. «Esas tierras eran nuestras», contaba mi abuelo, señalando el valle que se perdía en el horizonte. Cuando los viejos hacendados se fueron, llegaron nuevos patrones, sembraron el valle de calles empedradas y casas nuevas. Sin más ni menos se apoderaron de los últimos pedazos de tierra que aún estaban en manos de campesinos laboriosos...


Al fin, una mañana, después de varios días, apareció su cabeza hirsuta arrastrando el negro y peludo abdomen. Con mucho cuidado, con parsimonia, sus miembros velludos se movían lentamente uno detrás del otro. Ella captó rápidamente una mirada humana, se detuvo, enfocó con intensidad la lumbre apasionada de sus ojos al intruso, al humano insolente que había osado observar sus movimientos. Tuve miedo. La imaginé saltando sobre mi rostro, plántandome sus horribles patas peludas y, en un arrebato de rabia, escariando mi piel, me inyectaba su baba venenosa. Toda la cara se me contrajo en una mueca de terror. En pocos segundos calculé la distancia que nos separaba: desde el balcón donde solía sentarme aquellos días cuando no iba al colegio hasta el balcón donde ella se movía con esa gracia desesperante. Según mis cálculos yo estaba muy lejos, fuera de su alcance y su salto no alcanzaría ni siquiera los cinco metros. Sin perderme de vista, eso creía yo, empezó a moverse otra vez, tratando de que cada paso durase una eternidad de segundos.
Mi semblante se convirtió en un reflejo cadavérico y las palmas de mis manos se ahogaron en un mar de sudor frío. El miedo estremeció mi cuerpo enclenque. Ella estaba lejos, lo sabía. Que no podía alcanzarme, también lo sabía, pero eso no era suficiente para tranquilizarme. No podía explicarme el miedo que me causaba esta sabandija. Me horrorizaba el solo hecho de pensar en ella. No era extraordinaria ni rara en estas regiones, pero su mirada me causaba escalofríos, terror.
-¡Aníbal! ¡Aníbal! -llamó mi madre.
Puesta la mirada en la tenebrosa araña, me levanté. Caminando de retroceso llegué hasta el lugar desde donde mi madre me había llamado. Se dio cuenta de mi azoramiento y, muy molesta, me regañó.
-¡Loco estarás pue seguro -me dijo- pastar en tremendo solazo allafuera!


II.

 Nadie conocía la procedencia de la señora Amanda. Una mañana apareció colgando las cortinas en las ventanas, los maceteros en el balcón y comprando el pan en la misma panadería donde yo también iba cada mañana. En la puerta colocó un letrerito de letras moldeadas a pulso con la siguiente leyenda: SRA. AMANDA DE LA SERNA Y FAMILIA. Pero ella habitaba sola el inmenso caserón. Nunca se pudo ver a un pariente o conocido atravesar la puerta principal. Tampoco tenía empleados domésticos, lo que hacía aún más extraña la reputación de la señora.
La casa tenía una historia plagada de maldiciones. Doña Emilia Barrantes, la última dueña de la casa que recuerdo, se mató cercenándose el cuello con uno de los cuchillos de su cocina y desde entonces cerraron sus puertas, las clausuraron. A los muchachos no nos prohibieron jugar por sus alrededores, pero nos advirtieron que el alma de doña Emilia, condenada a vagar eternamente sin descanso, rondaba la casa con un cuchillo en la mano buscando víctimas para que le acompañen en su vagabundeo por la otra vida.
Fue al mediodía cuando descubrieron el cadáver de doña Emilia. Yo, que en aquel entonces tenía diez años, ingresé a la casa confundido entre los curiosos. No pude llegar a conocer los interiores de la casona. Los recuerdos que conservaba de aquella parte que recorrí, eran difusos, muy vagos. Como una visión muy antigua, lejana, casi olvidada transcurrían por mi mente: la puerta abierta dando paso a un pasillo fresco y oscuro, el lozano jardín rodeado de frondosos arbustos y la pila monumental escupiendo agua a borbotones. Ahora suponía la casa limpia, ordenada al gusto de la señora Amanda; la sala y la cocina ostentando los muebles de antepasados desconocidos; el dormitorio, mullido y acogedor, con el mobiliario heredado seguramente de sus abuelos.
La señora Amanda, así la conocían en el pueblo, vestía siempre de negro. Falda amplia y larga que coquetamente ocultaba o de vez en cuando dejaba ver la redondez de sus hermosos tobillos. Una blusa también negra y ajustada en su firme talle mostrando apenas una línea tenue donde se emparejaban sus sensuales senos. No llevaba pendientes ni tampoco aros envolviendo sus antebrazos, salvo una pequeña sortija, simple, al parecer de oro, en el dedo cordial de la mano derecha. El cabello negro y largo, larguísimo, lo llevaba recogido en un moño, sujeto por una peineta de cuero repujado. Las muestras de cansancio de su palido rostro contrastaban con el vuelo de unos ojos negros y profundos. Acentuaban su belleza las líneas suaves de su pequeña naricita. Sus labios, de rosado natural, le otorgaban un rictus de soledad y tristeza. Su gracioso y femenino caminar, sin en el más mínimo intento de provocación, llamaba la atención de los caminantes, quienes la miraban pasar sin dejar de declamar frases encendidas de halago que, por supuesto, no la perturbaban.
El origen desconocido de la señora Amanda fue motivo también para que la gente ponga en marcha su fabulosa imaginación. Y como dicen: pueblo chico infierno grande, al poco tiempo, muchas historias corrían de boca en boca, en el mercado, en la chichería de doña Dominga, en la picantería de la mujer del shingo bravo, en el burdel, en la iglesia y en todos aquellos lugares públicos del pueblo. Todos juraban decir la verdad. Unos se aventuraban a decir que un pariente suyo fue vecino de la señora cuando ésta había sido una niña. Otros decían que uno de sus familiares había servido por muchos años en la casa de los Serna. No faltaron tampoco aquellos que con envidiable audacia afirmaban que la señora Amanda era una bruja, una mujer diabólica y que se comía a los hombres. Habían también aquellos que contaban que tuvo un marido muy rico, quien se ausentaba largas temporadas para atender a sus negocios, y que éste la abandonó cuando, en su propia cama, la encontró con otro. Lo cierto es que todo el mundo fabulaba tratando de explicar la procedencia de aquella bella y extraña mujer.


III.
 
Una de las abuelas del pueblo me contó otra de las historias. Ensayando un gesto serio, me dijo: es la puritita verdá. Por estas canas que peino no puedo mentir. Paque pues, quel santísimo me condene al fuego eterno por andar hablando mal del prójimo. La señora Amanda vivía dizquen un pueblo muy grande. Su tayta dizquera uno desos ricachones con más plata que muela de gallo y como diablo sin alma dizque abusaba de un canto con la gente pobre. Por quítamesta paja castigaba a sus peones, por puro gusto nomás los hacía llevar a la cárcel con los guardias queran pue sus amigazos. Mucho pues ay Amito, mucho dizque abusaba de la gente que trabajaba en su hacienda. Por eso será pues quel taytito cansao destos atropellos lo habrá castigao tan feyazo al darle una hija errante, andando sola como gallina machorra, sin hombre a su lao. Pero hay que ver también lo que hicieron con la señora cuando tuavía recién era una guagüita, eso no es tampoco de humano con pensamiento. La malora pues bra sío mijito. ¡Qué la virgen santa nos libre! Cómo salir al campo siendo tan tarde, de noche ya. Dizque la noche andaba fresca y ella siba pal bosque. La luna redondita redondita brillaba colgada en el cielo desnublao y sereno, sin ningunita mancha de nubes señalando el arribo de alguna tormenta cercana, y las estrellas, haciendo ojitos, chisporroteaban alegres. Las vacas en el valle por andar rumiando ni dormían. Los perros, envolvíos en sus rabos, cabeceaban confiaos. Los pájaros sin bulla, silenciosos, se abrigaban en sus nidos. El viento sin alborozo, quedao tantito, casi ni se movía. Nada estraño pasaba en la noche. ¿Malora bra sío pueso, no? De repente y en contra de la señora Amanda se aparecieron cuatro hombres montaos en sus briosas bestias. Los caballos dizquestaban bien aperaos. Los jinetes se fueron acercando riendo y comentando de la fiesta, donde habían comío, bebío y bailao con las chinas bailarinas de la estancia del otro lao del río. Estaban borrachos y no eran del lugar, por eso que nadie los conocía y quienes los habían visto, se habían olvidao ya de la pinta de sus caras y nadies daba razón de su paradero. Diciendo nomás ya hablan que después de lo que pasó, la señora Amanda se fue a buscarlos dizque con la intención de matarlos. Sabe Dios si los encontró o no, deso nadie habla una verdá, más bien muchas cosas andan diciendo. ¿Cómo será pues? Deso yo no sé tampoco. ¿Deónde pues loey de saber? Porque pues he de hablar algo que no sé y de ¿cómo llegó hastaquí?... tampoco lo sé pues papacito.
Bueno pues, cuando se dieron cuenta de Amanda, la señora, los cuatro hombres dizque se callaron, se miraron unos a otros, seguro que se ponían de acuerdo en algo sólo con los ojos, y uno de ellos que, mira como nos premia la luna con esta china buenamoza y el otro que se acercaba a la sorprendida Amanda y el otro que no, que no asusten a tan linda palomita, vámonos, mejor vámonos más rápido. El hombre que aparentaba más edá, detuvo su caballo frente a la muchacha, se apeó, se acomodó el sombrero de junco y se arremangó el poncho encima de sus hombros, mi chinita linda aquí su seguro y humilde servidor, dizque dijo haciendo burlón una venia, así, pabajo. Amanda no quiso entender la mala intención de los hombres y siguió su camino, pero no alcanzó a dar ni dos pasos cuando vio quel camino se iba cerrando con el pecho de los caballos. Entón dizque recién medio que se asustó y tiritando de miedo bajó los ojos como si en el suelo del camino iba encontrar amparo o fuerzas pa enfrentar a los cuatro desconocíos. Y uno de los hombres que trataba de agarrarla, venga mi palomita queste corazón se alborota con sólo verla y el otro que se reía y el otro que se burlaba, romántico había sido el cholo. Amanda buscó la forma de escaparse, pero ya el otro ni corto ni perezoso le cortaba el camino poniendo su caballo delante y el otro otra vez que palomita y el otro que con su risa rompía en pedazos el silencio de la noche. Y esa noche por desgracia a nadie más se le ocurrió pasar por ese sitio. Malagüero ya pue sería. ¡Ay, quel taytito no nos niegue su luz cuando quiera llevarnos el demonio! Ella sin defensa dizque no hablaba, nada decía, muda nomás, sólo quería escapar. El otro hombre bajó del caballo siempre riéndose, quizá si hubiese hablao y el otro que vamos, no perdamos más el tiempo, si hubiese dicho quera una guagua y el otro que ¿aónde te vas pues corazoncito?, quizás si hubiera dicho que su tayta era patrón todopoderoso y tenía mucha plata y el otro que ¿ónde vivía? y el otro que palomita salvaje ojitos de capulí y si hubiera dicho que su tayta los podía hacer llevar a la cárcel por sólo molestarla, quel juez y los guardias eran obedientes a la sola voz de su tayta. Mejor vayánse y no fastidien, pero ella dizque no dijo nada.
Amanda temblaba de susto y uno de los hombres ya la tenía en sus brazos, ella se sacudía de miedo y el otro que no sespante, quellos la querían y el otro que la cuidarían paque no le pase nada, si ella les hubiera dicho algo, les hubiera amenazao con su tayta quera un demonio desalmao, que los mataría si se aparece. Pero ella nada, en silencio soportaba todo, como si fuera muda. Y uno dellos que acercaba su cara a la cara della y ella sólo trataba descaparse y el otro ya más cerca puta ques bonita carajo y ella en silencio aguantando de miedo el resuello apestando a cañazo, y el otro que ya metía sus manos por su cintura y ella quejándose nomás despacio y el otro que venía con una botella de aguardiente en la mano y ella que no, no, y el otro que pruebe sólo un traguito amorcito y te pondrás alegre chinita linda. Amanda con miedo y el otro que paseaba sus manos andando de un seno pal otro seno y el otro que sólo un traguito y el otro que se reía y el otro que ya no sean jodíos, vámonos. Y las manos se metían más y más en el cuerpo inocente de Amanda, las caricias cada vez más atrevidas lacían estremecerse, sensaciones nuevas como latigazos recorrían su cuerpo y abriendo surcos profundos la hundían en el dolor y el abandono. Sentía que las fuerzas se le iban, trataba descapar, no decía nada, no gritaba, muda. De su ropa no quedaba casi nada, gironeao, fleco fleco senredaba en las piernas de los bandidazos. Amanda reaccionó y en un momento pareció escapar de su cautiverio, rodó por el suelo aplastando los bejucos del camino, sintió el frío de la noche, pero ya estaban otra vez los cuatro rodeándola por todos los laos. Uno la cogía de los brazos puta quembra compadre, el otro que toma un traguito mamacita, el otro que se reía jugueteando con su cabellos y el otro que no perdamos el tiempo muchachos, vámonos.
La luna dizque celosa de muchacha tan buenamoza se fue perdiendo en las alturas del cielo, se fueron apagando las estrellas y se volvió la noche oscura, negra. Así es papacito, no pues dicen los mayores que la luna es mañosa, muchas veces tiene celos, envidia del cristiano y entón pues malogra losembríos, cae la helada no pues diciendo dicen. Y esa noche la señora sólo lloraba, lloraba sin hablar. ¿El miedo bra sío pues? Sus fuerzas casi ya no tenía, qué pue mujer contra cuatro gentes hombres ¿no? y llora llora ya se dejaba tocar puacarriba, puacabajo, puacá y puaquí, sólo gemidos medio calladitos dejaba escapar de vez en cuando y ellos que se quitaban la muchacha como los galgos que se pelean por la presa, el deseo como un diablo ya les recorría por el cuerpo. Trataban de besarla, puacá y puaquí, uno se iba pa la boca y el otro buscaba los senos y el otro le metía sus manos puacá en el vientre, en la cintura y el otro dizque metió una mano, otra mano entre las piernas suavecitas de la pobre muchacha que ya ni fuerzas tenía pa defenderse. Se despaviló y ya no pudo resistir más, estando así dizque los bandidos la forzaron sin piedá. Los cuatro dizque pues la gozaron, cuatro veces dizque fueron. ¿Quién sabe pues papacito? Y ella ni una queja, nada, sólo lloraba y lloraba. Después hablando dizque los cuatro desalmaos montaron en sus caballos y desaparecieron y ella se quedó llorando sin consuelo en medio de aquel camino. Nadie más volvió a saber de Amanda desdesa noche, dizque se fue en busca de los cuatro bandidos pa matarlos y así vengarse deste abuso tan grande, sí los encontró o no, nadie más lo sabe, nadie habla deso. Un día llegó al pueblo, compró la casa esa que muchos años estuvo cerrada y desdese tiempo ella vive ahí.
Lo único verdadero y cierto es que muchos matrimonios empezaron a malograrse desde su llegada. No hay hombre, ningunito, que no pierda la cabeza por ella. Como locos la siguen por las calles, pero ella ni caso les hace, en la misma puerta de su casa dizque los manda a rodar. Hasta tu propio tayta anda emborrachándose de purito despecho nomás. ¡Cuánto sufrimiento tiene que aguantar tu pobre mamacita! Te acuerdas de don Alejandro Díaz o de don Absalón Guevara, cholos blancones y platudos, que como perritos andaban por su atrás hasta que un día, de lo sanito y bueno que se acostaron, amanecieron muertos. O de don Gerardo González y don Remigio Peralta que aparecieron locos finos, sin ningún remedio, andando por las calles. El pobre de don Gerardo poronde diablos andará con su locura, mientras don Remigio prendío de las paredes las descascara su embarrao y trozo-trozo las va comiendo. Buenmozo había sío y loquito pues de la noche a la mañana se apareció. Hablando dicen quella lo despreció como a perro, a saber cuánta desgracia hay que sufrir taytito questás en los cielos.


IV.

Muy curioso regresé al lugar desde donde podía observar a la araña negra y peluda. Sentía temor, pero me tranquilicé con la seguridad de que ella no podía saltar hasta donde me encontraba. En eso, a lo largo de la calle, hizo su aparición la señora Amanda, con su vestido negro y su cabello volando confundiéndose con el viento. Me extrañó verla sin su moño acostumbrado, ovillado sobre su nuca. Era todavía más bonita con sus cabellos como palomas salvajes describiendo elipses sobre la firmeza de sus hombros. Llegó a la casa, sacó las llaves de su bolso y abrió la puerta. Sin recelos admiré su belleza. Sus ojazos negros advirtieron que mis pupilas se desvestían de su inocencia para contemplarla en su inconquistable desnudez. En su mirada no había sorpresa, acostumbrada a que siempre la miraran, pero al cerrar la puerta me lanzó ofendida una mirada de odio y desprecio. Me estremecí avergonzado y confundí mis ojos en el balcón, en las flores. ¿Cómo mirarla al día siguiente a la hora de comprar el pan? Sin embargo un impulso interno se apoderó de mí, un fuerte deseo de ingresar en la casa, recorrerla por dentro, conocer sus interiores más íntimos que sólo habitaban en mi imaginación. Enterarme más de cerca de cómo vivía la señora Amanda y quizás, ¿por qué no? sorprenderla sin su vestido negro.
-¡Aníbal! ¡Aníbal... ¡Qué haces allafuera en semejante solazo! -gritó otra vez mi madre desde la cocina, interrumpiendo mis cavilaciones.
Bajé en silencio, miré a mi madre, tan joven pero ya marchita por el tiempo, por la vida misma. Bebí algunos tragos de chicha fresca que descansaba en un jarro sobre la mesa y salí a la calle resuelto a entrar en la misteriosa casa de doña Amanda de la Serna. Crucé la calle y trepé por una de las paredes laterales. Desde la cima me cercioré que nadie me estuviera observando. El interior de la casa estaba en silencio y con el mayor sigilo salté al pasillo de unos seis metros de longitud que estaba vacío, salvo por un cajón de regulares dimensiones cubierto de una alfombra con motivos orientales. Al final me encontré con el jardín y su pila al centro, pero sin agua. A mi memoria volvieron los recuerdos. Casi nada había cambiado en esa parte del enorme caserón. Llegué hasta el fondo donde encontré dos escaleras de madera, amplias y limpias. Una, a la derecha, junto a un senil aliso, cuyas ramas seguramente habían albergado infinidad de nidos y amores; y la otra, directamente frente a mis pies, tapizada con una franja de alfombra concha de vino. Dudé un instante, no me decidía por donde subir y un extraño sentimiento de culpa hizo hervir la sangre en mis mejillas. Finalmente decidí subir por la escalera alfombrada y situada más cerca de mí.
Subía tratando de hacer el menor ruido posible y con sumo cuidado. ¿Y si me sorprende? ¿Y qué le digo? Que quería avisarle de la araña en el balcón. Y qué ¿si no me cree?, pero la araña estaba ahí, cuando entré a la casa estaba ahí, le diría. Que la puerta estaba abierta y por eso entré sin tocar, sin anunciarme, esperando encontrarla pronto. Ya en el segundo piso, caminé hacia la puerta que estaba entreabierta y que calculaba daría hacia el balcón. Ingresé en una habitación que tenía los muebles muy antiguos pero bien conservados. Todo estaba en perfecto orden, limpio, bien cuidado. En las paredes colgaban cuadros con retratos como en los libros de la escuela. ¿Parientes de la señora Amanda? Había otros cuadros con dibujos y símbolos muy originales, desconocidos para mí. En mi casa no existían todas estas cosas. Pasé admirando todo aquéllo que era nuevo, deslumbrado por estos nuevos descubrimientos. Ahora crecía aceleradamente el deseo de encontrar a la señora Amanda, de hablarle, de escuchar su voz dirigiéndose a mi persona.
La sala contigua era un poco oscura. Una cortina desde una pared hasta la otra no permitía el acceso de toda la luz que penetraba por las ventanas. Ahí estaba ella, la señora Amanda, de espaldas hacia mí. Tuve miedo de que me descubriera. No sé por qué tenía miedo de estar frente a ella. Comenzaba a desvestirse despacio, con calma, se daba tiempo para observar en la ropa y en su piel detalles que no puedo precisar. La emoción en mí se acrecentaba y ahora me encomendaba a todos los santos para no ser descubierto. El vestido negro cayó a sus pies, las enaguas blanquísimas acariciaban las delicadas líneas de su cuerpo. Tomó asiento en la cama y prosiguió con el propósito de desnudarse; las medias de nylon negro comenzaron a arremangarse hasta dejar libre sus hermosos muslos, y segundos más tarde la preciosura de sus moldeados pies. Se levantó para dejar caer unas bragas negras, bombachas y ribeteadas de blondas delgadas, sólo con el movimiento de su cuerpo y de sus piernas. Al mismo tiempo se contemplaba en un espejo que cubría casi toda la pared, colgado frente a ella y a un costado de la cama. Parecía sonreir orgullosa de su belleza, y con justa razón, diría yo, pues la naturaleza había sido pródiga con la señora Amanda. Su cabello negrísimo, anochecidos rayos ondeando con misteriosa sensualidad. Giró, dio una media vuelta y una corriente de deseo se trepó desde mis pies hasta la punta de mis cabellos. Sus senos brillando como lenguas de fuego incendiando sus pezones eran dos flores de cantuta abiertas al cielo. ¡Ay, Jesús bendito... la señora Amanda de la Serna desnuda! ¡Carne viva quemando mis ojos... estremeciendo mis esferos!
De uno de los cajones de un armario blanco sacó una caja pequeña y dejó su contenido sobre el piso. Con sorpresa vi a una enorme araña negra y peluda que desperezaba sus patas tratando de caminar por la suavidad de la alfombra... y pensar que yo venía a prevenirle de ese peligro. Otra vez el terror se apoderaba de mí, ya no tenía miedo de ser descubierto, otro era el miedo ahora. Se dirigió al balcón y regresó trayendo la otra araña que había estado atada mediante un cordel que le rodeaba entre la cabeza y el abdomen. Las dejó casi juntas, una cerca de la otra. La araña de la caja, la araña macho, empezó a girar en torno a la otra que mantenía aún el cordel. La danza del amor había empezado, la danza de la viuda negra se había iniciado. Se detenía por segundos, empezaba otra vez a moverse en círculos, aumentaban y disminuían la velocidad de sus movimientos, a veces más lentos, a veces más rápidos; la hembra apenas si se movía. La bella desnuda observaba la acción de las arañas con esmerada atención, se acariciaba los senos, movía las piernas frotándolas entre sí, su larga cabellera se meneaba al compás de la cabeza, su rostro lo tenía encendido.
Las arañas estaban cada vez más cerca. En un instante parecían repelerse para luego, casi sin reparos, atraerse, acercarse. La señora Amanda desnuda parecía hechizada por los movimientos de las arañas, ella también se convulsionaba, sus manos subían y bajaban por su tersa piel, largo rato se quedaba una de las manos aprisionada entre las piernas, mientras con la otra cogía desesperada sus senos erectos de pasión. Su cuerpo temblando se retorcía electrizado por el placer. La araña hembra sintió que el macho estaba sobre ella y que su mundo se desbocaba incontrolable hasta detenerse bruscamente en el fugaz momento que el macho saltó para salvarse de la furia femenina que lo buscaba para darle muerte. En su salto desesperado no se fijó que caía sobre el cuerpo de la mujer y ésta, asumiendo el papel de la araña hembra en el último éxtasis de supremo gozo, de un manotazo la aplastó sobre su pecho. Luego las dos hembras satisfechas se quedaron tendidas largo tiempo sobre la alfombra.
Sin hacer ruido bajé las escaleras y salí a la calle, ahora, por la puerta.
-¡Aníbal! ¡Aníbal! ¿Dondestará metío ese muchacho del diablo? -llamaba desesperada mi madre.