Mittwoch, 19. Oktober 2011

Un ángel en la puerta del infierno


Sieben lange Tage hab’ ich nur an dich gedacht.
Ich hab’ meine Bude aufgeräumt und schön gemacht.
Heut’ brennt mein Iglu(1)...

J. Moberg.

Los hombres son unos animales, unos asquerosos.

Ernst Jünger

Era domingo y regresabámos de Francfort. Oswaldo manejaba concentrado en la autopista, esa culebra negra deslizándose entre ciudades oscuras y campiñas verdes. Hacía calor. El hambre se asentaba como un raro sentimiento en la boca del estómago. Oswaldo conversaba, hablaba sin detenerse, cantaba y a ratos silbaba. Abrió la ventanilla izquierda del auto y entró un aire fresco, frío. Empezó a fumar y el humo del cigarrillo, penetrando en mis ojos, me molestaba. Serían las dos de la tarde cuando la catedral de Colonia apareció ante nuestros ojos. Abandonamos la autopista y entramos a la ciudad.
Frente a la puerta de mi casa estaba Petra, una amiga que solía visitarme con regularidad y de manera espontánea. Después de cuatro semanas había regresado de Los Angeles. Me saludó muy alegre. Petra no hablaba castellano. «Leider noch nicht»(2), nos dijo. Oswaldo la había observado con ojos de mercader: «Está buena.» Petra nos miró sonriendo sin saber de que hablábamos. Quizás se imaginaba: «Sprecht ihr von mir?»(3) Sonreímos, no, no. Entramos en mi habitación que era un soberano desorden de libros y papeles. No tenía nada para comer ni beber. Entonces decidimos salir en busca de un restaurante. Pero antes Petra me dijo: «Ich habe ein Geschenk für dich»(4) y sacó un paquete de su bolsa. «¿Es un elefante?» intenté adivinar palpando el pequeño paquete. Ella sonrió y en su rostro se formaron dos pequeños hoyos como remolinos en un río. Rompí la envoltura. Anatomie für Künstler novela de Kieseritzky. La revisé brevemente, desde mi estómago empezó a invadirme un sentimiento que nunca antes había sentido y no supe que decirle. La besé en la mejilla y le susurré al oído: «Danke Petra.»(5)
Caminamos hasta Barbarossaplatz y luego seguimos por la Luxemburgstraße. En esta calle entramos a un restaurante chino. Almorzamos y reímos de cada chiste. Oswaldo, antes de continuar su viaje a Duisburg, quería visitar a Ingrid. Pagamos la cuenta y salimos. Oswaldo se despidió y Petra se quedó conmigo.
¿Y…? le digo.
Wie bitte?(6) me contesta Petra.
Ob du was vorhast(7)...
Ach... Ich möchte noch zu dir gehen(8).
Ya en casa me preguntó una y otra vez, insistentemente, por Bárbara. Quería saber que pasaba entre nosotros, quería saber detalles de mis dificultades con ella. «Lo único que sé es que la quiero. Eso es lo feo del asunto.» Bárbara estudió Germanística en la Universidad de Colonia y por razones de trabajo se había trasladado a Francfort.
El sol iluminaba la tarde y unas palomas llegaron a descansar en el techo de la casa vecina. Una mujer con una toalla en la cabeza regaba las flores de su balcón. Le propuse a Petra salir nuevamente a una Kneipe a tomar algo y ahí seguir conversando. Quería escapar del espacio donde flotaba el recuerdo de Bárbara camuflado en cada objeto. La conversación se prolongó más allá de la medianoche. Aunque no fue todo en torno a Bárbara. Petra casi no hablaba. Pensativa, sacudía la cabeza al escuchar mis bemoles sentimentales. Nos unía una buena amistad surgida en largas horas de estudio conjunto. Ella me dijo alguna vez: «Estoy enamorada de un cabeza hueca.» Nunca la vi tras un muchacho en especial, era amigable y solidaria con todos los compañeros. Por eso cuando me invitó a pasar unos días en la casa de su madre, sabía que lo hacía siguiendo los impulsos de su bondad ilimitada. «Así no estarías solo, de otra manera no puedo ayudarte, pero aprovecharíamos el tiempo para preparar los exámenes que se nos vienen.» Después de alguna discusión, acepté la propuesta.

La madre de Petra veía la televisión. Me destinaron la habitación para los huéspedes, era pequeña, pero cómoda; con una ventana que daba al jardín. Petra y Anne, hermana menor de Petra y estudiante de arquitectura, ocupaban, cada una, amplias habitación en la segunda planta. Anne trabajaba frente a un Bildschirm(9). Realizaba trazos y dibujos que constituirían los planos de un edificio moderno y dinámico. Su habitación, con un orden envidiable, estaba repleta con libros de arte, dibujo y literatura brasileña y portuguesa. Maquetas de proyectos arquitectónicos y esculturas en barro y yeso. Dejó de trabajar para saludarme. Al día siguiente dio una lección crítica a los arquitectos latinoamericanos, preocupados en las vanguardias y los modernismos y no en la solución de los problemas habitacionales de sus pueblos. Manifestó su malestar contra los malos gustos de cierto arquitecto comunista que diseñó la ciudad de Brasilia.
Esa noche, después que con Petra revisamos pasados exámenes de Patología y Medicina Interna, empecé a leer Der Samurai von Savannah del americano T. Coraghessan Boyle. La novela cuenta el tragicómico encuentro de dos culturas: el joven marino japonés Hiro Tanaka salta desde el barco en un salvavidas cerca de las costas de Georgia. Como equipaje lleva unos cuantos dólares; la foto descolorida de su padre, un americano hyppie a quien nunca llegó a conocer y el libro Der Weg des Samurai de Mishima, minuciosamente protegido contra el agua. La nostalgia por la patria lejana se hizo evidente. Había cierta semejanza entre las aventuras del heroe de Boyle y la mía. Bárbara también hizo imposible mis sueños. Ella representaba esa cultura que enfrentaba a diario y estaba a punto de vencerme. Bárbara buscaba la comunión de la belleza física y la capacidad intelectual y esa búsqueda lo llevaba a ciertas libertades que yo no estaba dispuesto a tolerar. Bárbara no sólo era atractiva, era empeñosa, terca en sus proyectos, en sus ideas. Afirmaba que César Vallejo había creado un lenguaje poético revolucionario: «No respetó las reglas gramaticales del lenguaje oficial y rompió con el lenguaje poético tradicional. En Trilce según ella César Vallejo creó la estructura de un nuevo lenguaje y esto mismo deberían hacer los nuevos poetas germanos, o sea, romper con la camisa de fuerza que limitan la frescura y desfachatez del idioma alemán.» En Francfort hacíamos el amor en la misma cama donde recibía a Helmut, otro admirador del poeta peruano. «Esto tendría que terminarse», me repetí mil veces. Mientras más la odiaba, más la admiraba y me concentraba en investigar palabra a palabra, verso a verso, la creación poética de César Vallejo.


En El Cactus la música era ensordecedora y hacía un calor de los mil diablos. Había grupos de gente conversando junto a la barra y algunas parejas sudorosas bailaban en el poquísimo espacio que quedaba. El humo que despedían los fumadores flotaba golpeándonos sin piedad. Rafael dijo que tenía que conducir y por eso sólo bebía agua mineral. Yo en cambio tomaba tequila. Nelson y Emilio estaban borrachos. Ingrid, Claudia, Gabi y Petra bebían cerveza y conversaban de diferentes asuntos y se reían. Bárbara estaba frente a mí y sentada junto a Thomas, discutiendo apasionadamente sobre la poesía de Vicente Huidobro y César Vallejo. La mano de Thomas acariciaba la pierna de Bárbara mientras le recitaba: Tour Eiffel/ Guitare du ciel. Ella sonreía y los celos como avispas enloquecidas zumbaban en mis oídos, pero no decía nada y pedía más tequila. Heidi entró con su esposo. Se acercó, me pasó una mano por el cabello y al mismo tiempo me besó en la mejilla. «Con un beso es como entregas al hijo del hombre, mujer traidora», le dije riendo, pero en realidad me dirigía a Bárbara. Petra, atenta a mis palabras, me dijo: «Es difícil imaginarte triste» y puso su mano suavemente sobre mi mano. «Tú sabes muy bien» le repliqué, «las tristezas engordan y yo quiero mantener la línea.»
A una de las mesas estaban sentados Roberto, Oscar y Juan Carlos y me los imaginaba fumadazos, recorriendo algunas pistas del internet. Roberto se puso de pie, levantó los brazos, movió la cintura al compás del merengue que estaba sonando y gritó: «¡Así hay que gozar de la vida, carajo!» y luego se sentó haciendo un gesto obsceno al señalar su sexo. Oscar y Juan Carlos lo vivaron con un «¡Gocemos compadre...! ¡Gocemos que la vida es una sola!»
Emilio y Nelson seguían bebiendo tequila con sal y limón. Tenían los ojos casi cerrados y golpeaban la mesa con los puños intentando seguir el ritmo de la música.
¡Javier, tómate otro tequila para el frío! me dice Daniel.
Pero si yo no tengo frío, al contrario, estoy caliente contesto.
Bárbara y Thomas conversaban muy animados mirándose a los ojos. Es de madera mi paciencia,/ sorda, vegetal. «Trilce LX», dijo Bárbara. Y se apolilla mi paciencia,/ y me vuelvo a exclamar: ¡Cuándo vendrá/ el domingo bocón y mudo del sepulcro... recité y abandoné furioso el bar.

Bárbara llegó a las once de la mañana. Había estado en la casa de Thomas leyendo y discutiendo sobre el vanguardismo de Vicente Huidobro. Su sonrisa mostró el óvalo firme que formaba su dentadura de perlas blancas. No podía diferenciar si tenía celos, odio o amor. Entonces empecé a poner en práctica los primeros pasos de mi plan. Le dije que deberíamos celebrar mi cumpleaños con una fiesta y me ofrecí a preparar algunos potajes típicos de mi país. Enumeré todos los amigos que podrían venir. Hicimos el presupuesto y la primera parte del plan, sin ningún escollo, estaba en marcha.
La última semana que estuve con Bárbara en Francfort me mostré cariñoso y le pedí que fuera a Colonia un día antes de la fiesta para que me ayudara con las cosas que faltasen. Naturalmente ella aceptó. Teníamos cerca de ocho invitados que habían asegurado venir. Faltando todavía otros cinco que deberían confirmar su participación en los próximos días.
Bárbara, como buena alemana, llegó puntual, según habíamos acordado, a las seis de la tarde. Pablo Milanés cantaba imperturbable y de que callada manera se me adentra usted sonriendo... Luego de tomar un poco de vino, Bárbara se acercó, me besó en la boca y metió su mano entre la gareta de mi pantalón buscando el calor de mi sexo como si fuera la primavera yo muriendo. Nos reímos, nos besamos y de que modo sutil me derramó en la camisa. Y a dúo con Milanés repitió: todas las flores de abril...
A continuación le mencioné algunos nombres muy conocidos para ella. «Es tu cumpleaños y no quisiera que se hagan escenitas», ¿quién le dijo que yo era risa siempre nunca llanto? No le contesté, sólo la miré sonriendo y me animé a decirle: «Te quiero, Bárbara.» Vino hasta la puerta de la cocina y alzando la voz me dijo: «Ya lo sé.. y eso es lo que cuenta, yo también te quiero y yo no te pido que me bajes una estrella azul...» No se podía imaginar el diabólico plan que ya estaba en plena ejecución. Hicimos el amor como nunca lo habíamos hecho, sigue llenando este minuto de razones para respirar...
Después seguimos tomando vino mientras limpiábamos la casa y preparábamos las diferentes exquisiteces para el día siguiente. Terminamos de preparar el cebiche y la salsa para los anticuchos y ya habíamos tomado dos botellas más de vino. Hicimos también papa a la huancaína y otra botella de vino dejamos vacía. Cansados, pero con la satisfacción de tener todo preparado, tomamos otra botella más de vino. Ella tomaba más que yo. Borracha se fue a la cama y me dijo: «Te espero porque aún puedo darme el gusto de hacerte feliz esta noche.» Imaginé la noche y le dije: «Estás borracha.» Ella no se inmutó. «¡Y qué, así es más rico!» y agregó: «El vino estará borracho, yo no.» Con voz entrecortada intenté reprocharle: «Sí, sí, tú eres capaz de todo» no te niegues, no hables por hablar...
Cuando entré a la habitación Bárbara dormía como una niña, desnuda y con las manos entre sus piernas la vida no vale nada si yo me quedo sentado. La sábana le cubría tan sólo medio cuerpo. Levanté la sábana blanca y la contemplé unos instantes. Bárbara semejaba una flor delicada, suave y hermosa como una virgen la vida no vale nada si se sorprende a otro hermano. Se movió levemente y suspiró largo, muy largo, pero sin abrir los ojos. Luego siguió durmiendo con una respiración pausada la vida no vale nada si tengo que posponer... Calculé la dirección del golpe y con furia, con los ojos cerrados, hundí el cuchillo en el lado izquierdo de su pecho la vida no vale nada si ignoro que el asesino. Se produjo una débil reacción de autodefensa y su mirada vidriosa preguntaba lo que ya sus labios no pudieron pronunciar la vida no vale nada si escucho un grito mortal. Mantenía con fuerza el cuchillo sobre su pecho. La sangre enrojecía su cuerpo, mis manos, las sábanas blancas y no es capaz de tocar mi corazón que se apaga. Sus músculos fueron relajándose y con una mueca de tristeza se quedó inmóvil. Cansado y nervioso me senté en el filo de la cama donde apenas unas horas antes fuimos felices y por eso para mí la vida no vale nada...
Me fui a la cocina y me tomé dos o tres vasos ¿o dos o tres botellas de tequila? y medio enceguecido regresé para trasladar el cadáver de Bárbara a la bañera. Con la habilidad de un experto cirujano extraje primero las vísceras y los órganos internos y, a excepción del corazón, las envolví en periódicos y las metí después en bolsas plásticas. Las extremidades las corté en trozos, una parte la puse a congelar y otra la destiné para los guisos de la fiesta. Cuidadosamente borré la huellas digitales de manos y pies. A la cabeza le corté el cabello y al rostro le saqué la piel para borrarle toda seña que hubiera podido ser utilizada para su identificación. Le arranqué los dientes y horadándolos los fui ensartando en un hilo de nailon para obtener un bello collar. A las cuatro de la mañana estaba todo listo ordenado y limpio. A pesar de todo el licor ingerido, tenía los reflejos alertas, salvo una clara insensibilidad muscular.
Metí todos los paquetes en una maleta y subí al coche. Las calles dormitaban bajo opacas luces. Prendí el motor y puse el vehículo en marcha, avancé unos cien metros y frené lentamente, luego, asegurado de que estaba en condiciones de conducir, emprendí el viaje hacia a Bonn. El cráneo con el rostro desfigurado lo deposité en un container ubicado en un oscuro parque de Tannenbusch. Luego regresé en dirección de Endenich y llegué hasta Bad-Godesberg para dejar un par de paquetes y los dos últimos los dejé en Beuel. Con la claridad del día llegué a casa y me dispuse a preparar los anticuchos... Sus ojos y sus labios los encontraba en algunas oportunidades. Sus ojos me miraban con nostalgia y en sus labios adivinaba la pregunta que me hizo y no la pudo pronunciar al ser sorprendida por las sombras de la muerte.

Las nueve de la noche. La música suena alegre y los invitados se reúnen en el jardín alrededor de una mesa larga donde los potajes brillan apetitosos. Había distribuido floreros, a considerables distancias, con flores rojas, amarillas y blancas, que aumentaban el colorido y el sabor de la mesa. Algunos amigos preguntaron por Bárbara. «En cualquier momento llega» les decía, «mientras tanto ¡salud... y buen apetito! ¡Qué se diviertan!» Llegó las doce de la noche y uno a uno vinieron a felicitarme por un año más de vida, por la fiesta tan divertida y por la comida tan, pero tan exquisita.
Thomas, Manuel, Boris y Félix recibieron los primeros anticuchos y a continuación me congratularon por lo riquísimos que estaban. «Los anticuchos preparados con el corazón de la mujer amada siempre son los más sabrosos», les dije, y nos reímos. De todos los guisos sólo quedaron huellas en los recipientes y platos vacíos.
Nadie ha podido olvidar aquella cena y cada vez que nos encontramos lamentamos que Bárbara no haya podido llegar.


Petra me besa y me dice: «Te amo.» Sonríe llena de felicidad.
Con tus hermosos dientes podría hacerse el collar más hermoso que puedas imaginarte le digo a Petra.


1 Siete largos días he pensado en ti. / He ordenado y puse linda mi habitación. / Ahora se quema mi Iglú... (J. Moberg), canción carnavalesca de Colonia.
2 Lamentablemente aún no.
3 Habláis sobre mí?
4 Tengo un regalo para ti.
5 Gracias Petra.
6 ¿Qué?
7 Que piensas hacer
8 Ah... Quisiera ir contigo.
9 la pantalla de un ordenador.

Un caballo y su espuela me cabalgan


A Carlos Morales y Marco Tulio Varela.
 
Me desperté con sed y aún sentía el ruido de los tambores y esas voces extrañas retumbando en mis oídos. Hacía bastante tiempo que no los había escuchado... Eran rumores, ruidos, gritos procaces, caballos desbocados rompiendo la quietud de mi alma, traviesos martillos clavando alfileres en cada esquina de mi cerebro. La primera vez ocurrió camino a la escuela. Iba en compañía de mi hermano Enrique. De pronto un feroz alarido estalló en mi oído izquierdo. El dolor rompió mis cristales y miles de colores volaron a ciegas. Siguieron el sonido de tambores lejanos y el rumor de aguas inquietas. ¿Escuchas? (...) ¿Esos tambores, el griterío? le pregunté a Enrique. ¡Estás loco y escuchas tu propia música! me contestó Enrique con sorna. Algunas semanas después vinieron las pesadillas, fúnebres alimañas danzaban en el escenario de mis sueños. Una tarde golpeaba mi cabeza contra la pared de la casa cuando mi madre se abalanzó y me cogió entre sus brazos. Me habló con mucha ternura, sus ojos se llenaron de lágrimas... Colocó sobre mi nuca una toalla humedecida en agua fría. Mientras sus manos tibias acariciaban mi frente, repetía muy despacio, como un susurro: «Ya, hijo, ya pasó, tranquilo, tranquilito, ahora duerme, duerme, hijo lindo...» Nunca había escuchado tanta dulzura en su voz. Aplacada la fiebre de mis demonios, dormí tranquilo. Ahora, después de mucho tiempo, han vuelto las pesadillas, los tétricos rumores, los gritos obscenos. María Elena se ha ido de mi vida. Ella me dijo: «Tengo miedo quererte tanto...» En este mi mundo de espejismos y lagunas fantasmales, la única alegría que tengo es Carolin, es Carolin que vuelve en cada uno de mis sueños...
La noche era un hueco negro. Escuché la precipitación de una corriente de agua y tuve miedo. El dolor agitaba mis sentidos. Unos caballos cabalgaban resoplando en mi cerebro y sus macabros jinetes, locos de rabia, clavaban sus espuelas en mis infinitas trenzas nerviosas. El dolor saltó intentando escapar por mis ojos y mis oídos, después del martirio llegó el sosiego y una sensación de alivio recorrió la superficie de mi piel. El tiempo transcurría perezosamente y yo daba vueltas y más vueltas en la cama sin poder dormir. Tuve deseos de levantarme para contestar a tu carta o escribirte un poema. En eso el viento y la lluvia empezaron a danzar ruidosamente sobre las ventanas y los techos. Los relámpagos rasgaban caprichosamente el cielo, eran fogonazos de filigrana. Botellas vacías y vasos sucios, arrumados sobre la mesa situada al costado de la cama, configuraban el perfecto boceto de un bodegón. La tormenta seguía lanzándose con violencia sobre el tejado de las casas. El deseo de escribirte una carta o un poema persistía. ¿Llueve o lloro? me pregunté viendo como la lluvia se deslizaba a borbotones por mi rostro reflejado en la única ventana de mi habitación. La noche anterior había soñado haciendo el amor con mi madre, sí, en serio, con mi propia madre. Yo quería escribirte una carta y el blanco papel se llenó con tu nombre, María Elena. En las noches siguientes mi madre estuvo presente en casi todos mis sueños...
En una de esas tantas noches, tantísimas ya, soñé también con mi padre y su tijera de sastre cortando vestidos de modelos extraños. «Para los marcianos», me dijo, y su risa rebotó en las paredes de la casa para perderse con los ruidos de la calle. Las ventanas tenían color lechoso y el cielo mostraba la rojez de ciertas noches veraniegas. Mi hermano Enrique apareció con un tablero de ajedrez en la mano y me retó a una partida. Acepté sin dudas. Me tocaron las piezas negras, aunque yo prefería las blancas. «Las negras son mejores, flaco, tienen el culo apretadito», me dijo Enrique haciendo una mueca grosera. Luego dejó escapar una sonora risa. Yo también me reí. Enrique planteó un juego agresivo y me entregó un peón y sólo por pura casualidad no caí en el gambito. Tenía unas ansias locas de comerme a la reina blanca. Me importaba un comino que fuera reina, me gustaba porque era blanca. Las manos de Enrique se movían y en cada movimiento se iban transformando: sus uñas crecían y crecían hasta convertirse en pequeñas serpientes. Retrocedí asustado. Su rostro se estiró como una masa informe y su boca desdentada se abrió como una tumba para decirme cantando en una melodía de La Sonora Matancera: «Anoche, anoche dormí con tu hembra, que rico me la comía, tan lindo que me lo hacía... Ay cosita linda pa’ gozar». Me desperté asustado, transpiraba. Eran las dos de la mañana.
Me levanté, tomé a sorbos el último resto de agua que quedaba en un vaso y me acerqué a la mesa. La hoja seguía mostrando tu nombre y tuve miedo de oir las rumores, los gritos y los caballos cabalgando en mi cerebro. Vuelvo a pensar en ti, María Elena. Tu recuerdo se ha reducido a dos palabras que arden como la nieve de los Andes. ¿Por qué a estas horas de la noche? Tenía sed y todas las botellas estaban vacías. Ahuecando mis manos tomé agua del grifo. ¿Por qué tú? Tu risa embrujadora retornó golpeando los recuerdos como una furia y yo sólo deseaba que no despertasen los caballos cerebrales, que no hubieran gritos aturdiendo mis oídos. Vi tus labios seductores madurando con el rocío de la primavera y el glorioso verano avivando las salvajes golondrinas que dormían apacibles en tu cuerpo. Temblando volví a escribir tu nombre, repití esta operación una y otra vez. Leí en voz alta, deletreando: Ma-ría E-le-na. Pensaba en ti, y eso tú lo sabes muy bien. Maquinalmente, es decir, automáticamente empezaron mis manos, mis dedos como diez serpientes, a escribir, a escribir, a llenar la página. Ya no meditaba, no había tiempo. Las letras se sucedían, se combinaban minúsculas y mayúsculas, subrayadas y sin subrayar. Mis ojos se perdían, se confundían con las letras de tu nombre en cientos de combinaciones. Entonces, cansado, levanté el papel, lo estrujé en mis manos y, convertido en proyectil, lo estrellé rabioso contra la pared de mi habitación. Sólo quería escribirte una carta y masticando esta idea me quedé dormido...


Ahora estoy sentado en una banca de La Taberna Flamenca, rodeado de gente que bebe y fuma. Pensando en los sueños de las últimas noches me pierdo en un laberinto de ideas y no puedo escribir la carta o el poema que hace no sé ya cuanto tiempo lo vengo intentando. El sabor amargo de la cerveza me hace recordar a mi padre, al cura y al jefe de la policía de mi pueblo. Los tres borrachos, riendo de los chistes obscenos del cura y mi padre jugando a las cartas el poco dinero que poseía. Te imagino desnuda despertándose sobresaltada por el agudo ruido del timbre de la puerta. Te levantas apurada, tu bata azul celeste ajustándola a tu cintura y restregándote los ojos que aún sueñan. Es el cartero que te entrega un sobre con mi nombre estampado en una de sus esquinas. Escucho otra vez el rumor del mar besando los bancos de arena que hay en mis oídos, los caballos salvajes... Tengo miedo... La voz de Alberto que canta burlón, mirándome, interrumpe el horror que se acercaba, si te dicen que me vieron muy borracho. El fuego candente del tequila atraviesa mi pecho y tu recuerdo, orgullosamente díles que es por ti. Claudia, sosteniendo un cigarrillo entre los labios, me observa como queriendo preguntar algo pero no se atreve, porque yo tendré el valor de no negarlo. «Hijo de puta», murmuro y otra copa de tequila estalla en mi boca, y diré que por tus besos me perdí. Alberto termina de cantar, cuelga la guitarra y ordena: ¡Múuusica Fernando! Con la sonrisa saltando en los labios, cachaciento, se acerca a mi mesa con dos cervezas más balanceándose en sus manos, en ese instante quiero empezar a escribir la carta. Alberto dice: «¡salúuu!» entregándome una de las cervezas. Entonces pienso escribirte un poema; escribir que eres la catedral de Colonia, pero ya mi cerebro gira amenazando salir de su esfera ósea. Un fuego reluciente, candela de mil colores adormila mis ojos. Rojo, azul, rosas, vasos, mesas, verde, amarillo, multitudes, movimientos, Claudia, Mariano, Alberto, paredes, ventanas y la música giran. Quizás yo estoy girando alrededor de las cosas y ya no es posible ni escribirte una carta ni pensar en un poema... A lo lejos galopan los caballos, sólo oigo el eco de sus cascos pisando las fibras más lejanas de mi cerebro... El dolor... Vuelve la calma...
«Siéntate a mi lado ado», le digo a Claudia; y ella, sin dudas ni murmuraciones ones, sin pensarlo, segura de si misma, contesta: no me gusta sentarme arme. «¡Aaah, aajajá, tú también me arrochas, me tiras arroz», y de un solo trago vaceo mi vaso de cerveza eza. Frente a mi mesa una muchacha rubia ubia enciende un cigarrillo y mirando al cielo elo, digo al techo, expulsa el humo lentamente mente. La quiero ver como a una diosa osa, mitad pantera y mitad mujer. Una ráfaga de humo caliente ente llega bamboleándose hasta mi cara ara. Le sonrío río o por lo menos le hago una señal amistosa osa, pero ella no se da por aludida ida. Alberto la desnuda nuda con los ojos, está buena la pendeja deja. Mariano ano, serio y filosofal fal, eres un negro vulgar, lo que más me gusta de ella son sus anteojos ojos para besarle los senos enos. Vuelvo a sonreírle írle y al turco que vende rosas osas le pido una. Me pongo de pie aún era posible y voy a su mesa esa en el instante que feliz, gozando ando, con los ojos cerrados ados, expele desde el fondo de su pecho echo una bocanada de humo denso. Como un tributo uto a tu hermosura muchachita chita. ¡Oh, muchas gracias! me dice ice, desgranando su blanca sonrisa risa y Alberto nos recuerda que sólo los monos hacen gracias, que ella pague, dice. Me instalo a su lado ado. Ella me hace espacio y dice llamarse Carolin Carolin Carolin. Emocionado le ofrecí mi mano ano y ensayando un gesto amable, casi decente ente, digo: Alvaro, Alvaro me llamo amo.



No sé donde estaba. ¿Era el Tropical Live o el Salsa? El licor, licor bendito, bueno para aliviar los males del corazón pero malo para la cabeza como por encanto había trastocado casi todos mis sentidos. Mis piernas habían desaparecido, mis brazos se movían torpemente. Mis manos se anudaban igual que mi lengua en ciento de trabalenguas jamás pronunciados. Aturdido doblé mi cabeza sobre la mesa y en esas circunstancias ya no pensaba en ti, María Elena, ni en la carta ni en el poema. Mientras tanto, a la misma hora, en otro canal y en otra parte de este mundo, tu mundo, tú gozabas con el fondo musical y pegajoso de melodías tropicales. O con ese otro llenándote de caricias, abrazos, besos, manos y tú, en celo, húmeda, hambrienta, con la pollera amarilla y la cara colorá colorá. Una cerveza por favor una cerveza, luego cerveza y más cerveza que hoy me quiero emborrachar en esta mesa. Lobos aúllaban de hambre y de frío, borrachos de luna bailoteaban con la cola entre las piernas... Quien no ha sufrido por amor está libre de pecado y que lance la primera piedra, Jesús sin pecado concebido, otra cerveza. Loco de amor o haber perdido la razón ¿dónde está la diferencia? Los lobos con sus patas frías acariciaban mi cuello. Permanecía quieto sintiendo el mal olor de sus fauces. Una inmensa araña vino hacia mí arrastrando su pesado abdomen y entre mis dedos tendió su tejido. Al fin la luz y el ruido, estaba en El Cactus y era Alberto quien me abrazaba. Tomó la guitarra, tooodo te entreguéee y quizás por eso te perdíii y la viiida me cambióoo todóoo por naadaaa. ¡Chúpate esa Alvarito!, zumbón, irónico y dándome una palmada en el hombro Mariano me dijo: ¡salú marica! Tequila, pisco, cerveza o viceversa, la tierra se mueve Galileo, el mundo gira, quizás yo giro y dicen que el amor es ciego... pero en tu boca se torna ambrosía divina, hiel y miel. ¡Ay, María Elena! Los lobos fueron corriendo tras la luna que desapareció entre unas nubes oscuras y panzonas.
Tú, mi amor. Sí, tú eres tú, por mi madrecita que sí. Tú, sóla tú amor, en medio de borrachos, marginados, frustrados, románticos, bailando con Celia Cruz, con Frankie Ruiz cada vez más atrevido y con La Milagros, la loba del mundo salsero y cheverón. Y sin embargo, tú eres tú, por la puta madre, no hay nada que hacer. Eres tan alta amor, que a tu lado el letrero del Tropical Live se queda chico. Tú, toda tú, preciosa, luz titilante en un inmenso prisma de colores. Eres más brillante que el letrero del Salsa, el local peruano con sentimiento latino, que su luz no alcanza para tus más oscuros secretos.
«Poeta que no bebe, que no se emborracha, no es bueno», y Mariano me pasa otro vaso de cerveza. Bohemia, poeta. Bohemia. A duras penas levanto mi rostro o lo que queda de él. Mis ojos sólo son dos botones sin vida: «Por ellas aunque mal paguen, carajo...» Mi cabeza ha tomado dimensiones inesperadas. Mi hermano, soñado alguna vez, me introduce sus dedos, sus serpientes, en mis oídos. Mi padre se ríe, se ríe... se corta las venas de la muñeca y bebe su sangre a sorbos ruidosos: «¡Esta es mi sangre! ¡Luz y vida! ¡Beban... beban, bébanla en mi memoria borrachos desdichados!» Mi madre canta desentonada una melodía extraña, indefinida, texto desconocido, y yo cabalgo sobre una torre de la catedral de Colonia. Desde la otra torre, ¡Beeebe maaariiicaaa...!, grita Mariano encendiendo un cigarrillo. Al otro lado estabas tú, María Elena, refugiada, abandonada en los brazos de alguien que yo conozco, de alguien que está robándome tu cariño. Tu silueta, mejor dicho, sus siluetas se reflejaban en los espejos. Estaba viendo doble y es que estaba borracho. ¡Borracho! y yo había pensado que sólo mi padre tenía ese privilegio.
«Ahora marica vamos a hablar de literatura y no de amor a la revolución», dice Mariano poniendo cara de intelectual. Yo sólo pensaba en mi entrincado mundo sentimental, en mis pesadillas. En la pequeñísima pista de baile las parejas bailaban, se abrazaban, mezclaban sus sudores, sus olores. Sus manos frotaban el culo de ellos. Sus manos recorrían las espaldas de ellas. Las lenguas y los pechos erectos, peleándose como gallos. «¿Qué te pasa marica?», me pregunta Mariano y luego le oigo decir: «tu cabeza la tienes en otro lugar, ocupa espacios huecos, etéreos, ¡ja, ja, ja, ja...! Estás enamorado, marica malparido.» Afuera en la calle los cuchillos del frío cortaban los rostros de quienes caminaban todavía a esas horas. «Cuando yo salga… no voy a sentir frío», pensaba, «estaré adormecido, anestesiado, embotado por el alcohol.» Ondina y su trenza se deslizaban de mesa en mesa, entre bailarines y entre borrachos. Conversaba con uno o con otro, sonreía, anotaba los pedidos. Se perdía y aparecía con un azafate repleto de vasos llenos de cerveza. Se perdía y aparecía con un azafate lleno de vasos vacíos y sonreía, siempre sonreía.
Mariano habla despacio y con claridad: «Las mujeres se acuestan con un hombre pensando en el polvo de esa noche. Los hombres en cambio, más lornas, más cojinovas, están pensando que ya encontraron la mujer de su vida. Las mujeres nos llevan cincuenta años de ventaja intelectual, de ahí esa su actitud práctica.» En verdad os digo que una mujer enamorada es el canto de los pájaros, el brillo de mil luciérnagas; es más grande que un árbol; más, mucho más; es más grande que la catedral de Colonia. Y Ondina está de novia porque los amores cobardes nunca llegan a ser grandes amores ni hacen historia, Silvio Rodríguez es un rumor sobre nuestras cabezas.
Recuerdo aquella noche, ¿cuántos años han pasado, María Elena?, cuando en el Salsa, el local con sentimiento latino, dijiste que mis manos eran suaves, como las de un poeta. Yo dije que te amaba. Mejor hubiera dicho veneno... Luego me brindaste la manzana curvilínea de tus labios. Y yo, iluso, pescadito frito, me entregué al nacimiento de un gran amor. Me sentí en las nubes, en la luna alunado, estrellas del cielo, Marte, Cupido flechado soñando sobre tu pecho, alrededor de tus ojos, deshojando tus manos, tu piel. Pero desperté caminando por las calles. Un viento frío y suavecito arrastraba las hojas del otoño que llegaban vistiendo de gris al paisaje. Un grupo de Heinzelmännchen1 corrió a mi encuentro, me rodearon, y entre todos me levantaron en vilo... Era una calle cercana a Neumarkt. Los enanitos me ataron los pies, los brazos a la espalda y me lanzaron escaleras abajo de una entrada al U-Bahn2... Desperté orinado, sucio... Los caballos a todo galope, los jinetes apretando las espuelas tintineantes... El dolor de cabeza, el frío...

 Otra noche más en La Taberna Flamenca. No sé si estoy borracho o perdido no sé en que mundos. Alberto acomoda el micrófono y afina la guitarra arra. ¡Alvarito ito, esta canción es para ti! Todo lo de ti me gusta porque es fraterno y humano ano. En una esquina del local diviso a Carolin escuchando la música con los ojos cerrados ados. ¿En qué estará pensando? En su propio asiento se mueve al ritmo del son caribeño. Sus labios apenas se entreabren para dejar escapar el humo del cigarrillo en hilos largos que se prolongan sin fin. Me acerco, me siento a su lado y, sin preámbulos, se cruzan los fuegos de una guerra sin cuartel. El mismo rito de siempre. «¿Qué haces?» Me dedico a elaborar versos para que otros consigan amantes antes. Ella sonríe, incrédula, dudando ando. «¿De dónde vienes?» Yo no vengo, a mí me mandaron diciendo que los poetas tienen que pasar por la ciudad luz. «¿La ciudad luz...? ¿Y dónde queda esa ciudad?» ¿Nunca has estado en París? le digo. «¡Ah, Paris!» Se da cuenta que se ha sorprendido ido, su mirada se turba. «¿Tú tocas también?» Tan sólo siento, pero puedo tocarte arte. Mis respuestas la inquietan etan, la ponen nerviosa osa. «¿Eres casado?» Estoy casado con la muerte erte y con ella me acuesto todas las noches oches. Su paciencia se agota gota. «¡Te estás burlando de mí!» Me pongo serio y le digo igo, tanto la verdad o la mentira son relativas ivas, y mismo Abimael Guzmán, salvo el poder todo es ilusión.
Mi hermano Enrique está al frente, sentado sobre un banco con las piernas cruzadas. Tiene una pierna de palo, de pirata; y la otra, es la pata de un macho cabrío. En el centro de su rostro hay una masa sanguinolenta y transparente que le sirve de ojo y de boca. «¡Bravo, presidente Gonzalo!» grita, y cuando aplaude los dedos caen al piso estirándose en cámara lenta. «¿Tomas algo?» Carolin vuelve a la carga con sus preguntas untas. Yo no tomo en canasta asta ni en vaso con hueco eco. «¡Eres un fresco!» Tomo su vaso aso, bueno pues, por ti, por mí y también por la mujer, por quien estoy muriendo y que en cualquier parte de la luna una estará gozando ando mientras yo aquí, bebiendo, enloqueciendo, casi muriendo endo. Por suerte Enrique ha desaparecido de mi vista, pero otra escena me ocupa. Una mujer parada sobre una silla, grita desesperada: «Ese hombre malo agarró a mi niña, le levantó su vestidito así, así»  y se levanta el vestido «y por aquí, de aquí» se introduce el dedo en la vagina «le sacó sangre.» Levanta su mano y la sangre empieza a brotar, en pocos minutos inunda la sala, la gente coloca las piernas en alto para dejarla fluir sin estorbos hacia la calle. La mujer sigue sangrando, gira su rostro, me mira, me sonríe. ¡Es mi hermana! Cierro los ojos y los abro poco a poco, con miedo. Alberto sigue cantando con el rostro sudoroso, no soy traficante, yo soy estudiante, soy también cantante y además... soy un buen amanteee. Todo está en orden, nada ha cambiado, no hay señales de alarma en la gente. El dolor de cabeza... El frío y los caballos galopando...
Mariano se levanta, diciéndome, buen provecho marica ica, se va. No le contesto. Abriéndose paso entre el tumulto de gente veo que llega a la barra y pide algo de beber. Se vuelve, me mira y sonríe.
Nos quedamos solos. Carolin y yo. Solos. En realidad, solos no, estamos rodeados de mucha gente que ríe, fuma, bebe, conversa a gritos, aplaude y otros bailan. Mi padre está recostado sobre la puerta, miro a la otra esquina y ahí está otra vez. Me pongo nervioso y no sé que decir a Carolin. ¿Por qué no seguirá preguntando? Pero no, ella sigue fumando, bebiendo en silencio, indiferente. No se ha dado cuenta de mis sobresaltos. Mi padre se acerca y se aleja, como un zoom gigante, y me aplasta la cara con sus dedos. Me levanta sin dificultad y me deja caer sobre mi asiento. Desaparece y por un breve lapso sigo escuchando sus carcajadas.
En mi vaso los cubitos de hielo son barcos a la deriva, chocándose, dándose besitos furtivos, lamiéndose. Mi pierna la pego a la pierna de Carolin y mis ojos de borracho se pierden en esa línea tenue que forman sus senos al juntarse. Desde ahí surge el rostro de mi madre, me dice: «Ya estás borracho, hijo.» Luego se esfuma confundida con el humo del cigarrillo que Carolin sostiene entre sus dedos blancos, largos, con anillos y con las uñas pintadas de rojo intenso y brillante.


Noches pasadas siguen dando vueltas en mi memoria. Las parejas de bailarines empezaban a retirarse del colorido escenario del Tropical Live. En la puerta del local un oscuro caimán tragaba pacientemente a una pareja que había abandonado el local, luego, dando un coletazo se alejó lentamente... Se perdió bajo la estrepitosa corriente de aguas tenebrosas... Ernesto y Marina se levantaron de la mesa, trajeron mi casaca y se despidieron. La música y las luces se fueron apagando lentamente y yo ya estaba borracho. Se maduraban ciertas locuras en mi cerebro trasnochado. La muerte y su descarnada coquetería me tentaban a sueños aún nunca acaecidos. Pensaba en la venganza. Me pondría mi mejor traje, mis guantes blancos que los guardo desde mi primera comunión, y pensando en María Elena con cólera, rabia y pica, me mataría. Me cortaría las venas con el cuchillo que tengo en mi maletín y, recordándote, refrescaría mis axilas con mi desodorante en barra Mum. Luego iría tranquilamente a la cama, miraría como me voy desangrando, como todo se va borrando, oscureciendo, como si me sumergiera en un delicioso vuelo de opio o cocaína. El licor alivió mis dolores, a cambio las pesadillas, los gritos, los caballos, los lobos, los cocodrilos poblaron mi cerebro, mi razón...
Si me mato yo sé que mi madre se postraría en una honda tristeza, llorando desesperada rodearía mi cadáver. María Elena, ante la noticia, diría: «A pesar de su locura... era un buen muchacho.» Pero a mi mente acudió un nuevo recurso. Una idea que lo había leído o escuchado en alguna parte: «Por amor no hay que matarse, hay que vivir.» Esa sería mi venganza María Elena. ¡Viviré! y viviré para vengarme, y el triunfo mío será verte llorar gota a gota...
Con María Elena habíamos salido y caminado por muchos lugares como si fuéramos dos palomas enamoradas. Un palomo y una paloma, ala con ala, pico con pico. Pero en verdad, en verdad os digo, no éramos enamorados, quiero decir que yo estaba enamorado. Pero ella, con la cara de yo no fui, de yo misma soy, de mosquita muerta haciéndose la interesante, siempre hostil, se mantenía impenetrable para mí. Paloma orgullosa y volando en las alturas, en el cielo sentada, misma virgen, a la diestra del Señor. Se creía la más bonita, la más bella, la James Bond en el amor. Afloraba su vanidad cuando más de uno alababa su belleza en su trasero moviéndose al ritmo de las trompetas y los cueros de la salsa y del merengue. Mientras mi cuerpo perdía peso, mi cerebro aumentaba de volumen. Todos los animales que ahora convivían conmigo necesitaban espacio. Algunas de las bestias lograron escapar de su encierro y caminaban por la ciudad entre el bullicio de los autos. A mis amigos uno a uno se los ha llevado al aire, pero no estoy solo, Carolin vuelve en cada uno de mis sueños.
Mariano insiste. «Tienes que fumar marihuana, darte una voladita para que descubras nuevos horizontes.» Me ofrece un cigarrillo y lo rechazo. «¡Ay, carajo, a estos escritores que militan los limita la misión del partido!» Le sonrío aunque en el fondo estoy pensando en la muerte, en mi propia muerte...


Yo pensaba en ti, María Elena, cuando Carolin me preguntó por las cicatrices que adornaban mi pecho. Me dormí en una casa abandonada y me mordieron las pulgas y las garrapatas que habitaban ese lugar y se sintió burlada una vez más. Ramalazos de asco y horror se cruzaron por su mirada. Estaba a punto de tomar un trago de cerveza cuando, de pronto, detuvo su movimiento a medio trecho: ¿Sabes...? yo siempre he soñado hacer el amor con un cuerpo de Apolo, de dios o semidios, sentir su piel de poeta y querubín escribiendo poemas voluptuosos en mis valles ensoñadores. ¿Qué podía ofrecerle yo?, pobre diablo al fin, poeta sin ningún perfil griego. Una vez en mi país, le dije intentando bajar la tensión, me llevaron a la cárcel por pedir tan sólo un poquito de felicidad para mi gente y desde ahí llevo estas marcas en el pecho, en los brazos, en las piernas. Sus dedos blancos, largos, llenos de anillos empezaron a subir lentamente por mi pierna. No dije nada, la dejé hacer, cómo rechazarla, cómo decirle que no. Luego sus dedos se introdujeron por debajo de mi camisa, su piel era suave jabón Lux, el jabón de las estrellas de cine. Tus manos son hermosas y es verdad, tú eres el camino y la luz, si te sigo no me perderé en las tinieblas ni en esta borrachera.
Tomé un vaso lleno de cerveza, ¡salú cariño! La luz se hizo sombra y nació el indio, cantaba Alberto. Ella sonreía contenta, parecía feliz, y a mí me invadía un cosquilleo quemante por el cuerpo. Desplazaba la pelota de sus manos, como un diestro puntero izquierdo, con decidida maestría hacia la meta. Se detuvo, midió la distancia y centró la de cuero o sea sus manos. Dio un giro de media vuelta. Ensayó una finta y, de pronto, con una sorprendente palomita asaltó mis labios. ¡Goool... Tooooor! La gente que nos rodeaba aplaudió emocionada, béeesameee, béesaamee muuucho, coomo sii fueeera eesta nooche la úuultimaa veeez, cantaba Alberto... De súbito, pensando en ti, María Elena, me sentí avergonzado, ruin, estúpido. Aquella noche en el Tropical Live cuando él te abrazaba, rozaba tus cabellos y tus hombros con el tamborileo de sus dedos, me sentí humillado, desplazado, despreciado. Un toro salvaje dio vueltas a mi alrededor. Levantó la testa y trajo abajo una ruma de vasos y botellas. En sus patas se enredaban serpientes, serpentinas, y el suelo levantaba agudas curvas... Al fin las luces del Tropical Live perecían lentamente y, en ese final, me cobijé sin remedio. Alberto terminó su actuación de esa noche, que se perfilaba borrascosa, con su tabaco, tabaco, tabaco y ron, tabaco pero tabaco, tabaco y ron... ¿Y yo?, apretado, encerrado, enmarcado, aprisionado en los brazos de Carolin, queriendo comprarle a la vida cinco centavitos de felicidad. El licor circulaba violentamente envenenando mi sangre y la mesa no soportaba mi peso. Hecho un guiñapo, destartalado, cantaba y lloraba a la vez, sírvanme la copa rota. Un mar inmenso me rodeaba, banderas enloquecidas desfilaban agitándose, licor, licor bendito quiero borrar el veneno de sus besos y una vez más con otro trago quise ahogar mis penas.
La tormenta que en mi cerebro daba vueltas empezó a convulsionar las aguas tranquilas que llenaban mi bolsa estomacal. Presuroso me arrastré hasta los servicios higiénicos para evitar que el huayco derrumbe mesas y sillas. Las pesadillas se volvieron difusas, lejanas, inaudibles o ya no me importaban, sí con ellas vivía. Arrodillado alrededor del WC, con la cabeza casi metida en él, desembalsé toda clase de elementos que albergaba mi estómago. Alberto me sacó de ese hueco como a un recién nacido. Claudia y Carolin se afanaban para que respire aire fresco. Me hicieron sentar nuevamente en mi sitio y me dieron de comer. «¡Alvaro, come un poco..., come hombre!», me dijo Alberto. Había perdido la noción del tiempo y el sentido de la orientación, pero no me había olvidado de ti, María Elena. Mariano sentencia ceremonioso: «Así te quería ver marica... ahora sí eres el escritor que empieza a sacudirse del puritanismo partidario». ¿Qué sabrán ellos del amor y las cosas partidarias? A estas alturas ya no hay lugar para filosofar sarta de huevones. Lo que sucede es muy simple, estoy más templa’o que cuerda de guitarra. Estoy en la gloria del amor, carajo, y ahora que chucha lo que diga el partido si yo la quiero patita. «Alvarito, ya, tranquilízate, ya vamos a dormir», decía Carolin. Me subieron al auto y pensé o sentí que contigo, sí mi amor, contigo María Elena, volaba sobre el Pacífico después de haber atravesado La Cordillera de los Andes.

Carolin me acomodó en la cama, en su cama, y yo casi moribundo vi que Alberto, Mariano y Claudia desaparecían como sombras a través de las ventanas. Carolin me arrullaba tiernamente, maquinalmente, como a un niño, es decir, maternalmente, y poco a poco me fue sacando la ropa. Parecía cumplir con su deber, con su rol, con un rito o una ceremonia antigua aprendida magistralmente. Tenía miedo que mi padre o mi madre se aparecieran, que volvieran otra vez mis pesadillas. Una paloma empezó a picotear mi ojo derecho, se cagó en mi hombro. La cogí de las patas y la lancé por la ventana... Después de algunos minutos ¿horas? regresó Carolin del baño, como Dios la trajo al mundo, desnuda, completamente desnuda, La Venus de Milo, pero con dos brazos y cuatro manos. Se introdujo en la cama y con sus besos de fuego, punto y coma; con sus manos laboriosas, punto seguido; con sus senos diáfanos, brillantes, punto aparte; quiso escribir sobre el viejo pergamino de mi piel la historia de amor que Shakespeare nunca pudo escribir. Yo en las alturas, arroz con leche, pasión abrazadora, me quiero casar y tú María Elena, punto y cruz, te metiste en mi cuerpo y cómo me encendías. Tus gestos, tu risa, tu llanto y tus ronroneos de gata consentida y en eso, en eso, grité tu nombre.
El silencio crucificó mi destino y una lágrima rodó por la mejilla de Carolin hasta encontrar mi pecho y seguir rodando para confundirse en la sábana blanca. «Empecé a quererte por tu nobleza que se expresó al regalarme una rosa», dijo Carolin un poco fastidiada al escuchar tu nombre. «Momento mamacita, diosa dorada, mitad pantera mitad mujer intervine yo no poseo el espíritu deportivo de un Maradona.» Su rostro se llenó de preguntas y respuestas, sus ojos se nublaron anunciando una terrible tempestad. Buscó mis ojos, penetró dulcemente en sus aguas oscuras, negras, tratando de encontrar respuesta a sus propios enigmas. Se agitaron las alimañas que dormían en el fondo de mi cerebro, sacudieron el polvo de sus lomos y se nublaron mis ojos. «¿Por qué este dolor y esta alegría al encontrarte?», preguntó Carolin alisando sus cabellos. «Mira mamacita, para hacer lo que me estás proponiendo hacer, tengo que sentir, por lo menos, un poquito de cariño por ese cielo que habita en tus ojos, por la melodía de tu guitarra que ya otros la han tocado hasta cansarse, por el sabor de tus labios donde aún anidan antiguos besos, y por el néctar continental de tus ofrendas.» Carolin suspiró profundo y arrullándose en mi pecho musitó: «Nuestras noches recién empiezan, amorcito.» Y otra vez tu nombre, María Elena, me hizo hablar: «Perdón, perdón preciosa, vamos a dormir y terminemos esta noche como las propias rosas, sin odios ni rencores, cara a cara, frente a frente y sin temor...»


Sólo esos recuerdos hay en mi vida y cada día se tornan más lejanos, si alguna vez tuve un nombre, no lo sé ni me importa, ahora simplemente soy un hombre de la calle. Cada día, sin tiempo y sin memoria, camino indiferente entre el ruido de autos veloces y gente que me mira con desprecio. Durante las noches me estremecen alucinantes pesadillas. En las mañanas despierto con un sabor ácido en la boca. Mi lengua es un trapo amargo y pegajoso. La redondez de mi cabeza, volando en medio de un sordo zum-zum, golpeo contra el pavimento intentando devolverle la memoria. Malvados fantasmas me persiguen día y noche, el tam-tam de locos tambores, ruidos y voces extrañas no me dejan en paz. Caballos desbocados clavan sus patas en cada esquina de mi cerebro. Feroces alaridos estallan en mis oídos y me alborotan, me desquician. En el largo viaje de mis sueños aparece Carolin gritando con insistencia: «¡Nunca podrás huir de mí!» Luego se desvanece absorvida por las fosforescentes paredes de una habitación llena de objetos deformes. Los objetos y las paredes también se esfuman y el frío de la calle me devuelve a la cruda realidad. Crece el rumor de las moscas que revolotean en mi alrededor. Se agudiza el ruido de los autos que pasan a toda velocidad por las calles adyacentes a Neumarkt. Mis animales vuelven a dormir.
Salgo del rincón donde acostumbro dormir, recogo mis cartones y empiezo a caminar sin fijarme en la dirección, en el rumbo que mis pasos siguen. Camino sin cesar, con la memoria vacía, sin pasado, y con un presente que se diluye sin dejar huellas. Regreso creyendo que me voy. Cansado al final del día, vuelvo y siempre vuelvo, como si hubiera girado en círculos concéntricos, para dormir en el mismo sitio, donde Carolin me espera. Extiendo mis cartones y, casi sin fuerzas, me dejo caer para adentrarme en abismos poblados de bestias espantosas y malsanas. En estos infiernos, regentados por el terror y la locura, la única alegría que tengo es Carolin, es Carolin que vuelve en cada uno de mis sueños...




1 Según una leyenda colonesa, los Heinzelmännchen eran duendecillos muy trabajadores y amantes del orden. En un principio habitaron bajo la tierra, pero cuando su población aumentó decidieron salir para vivir entre los hombres, para eso se colocaron unas gorras rojas con lo cual se hicieron invisibles y ocuparon sótanos, pozos y corrales. Durante las noches se ocupaban de aquellas labores que los hombres no alcanzaban a realizar.
2 U-Bahn corresponde al Metro o Tranvía.

Vida alegre con gato negro en la ventana



A María Valencia y Fernando Heredia.


Cuando llegué a Collique, un barrio marginal y miserable de Lima, era un chibolito requete bien andado, cuyos primeros pasos callejeros los había ensayado por las peligrosísimas calles, al decir de una tía, del populoso distrito de La Victoria. En este barrio, habitado por gente decente pero de mala conducta, es decir, por ladrones, machos chaveteros, putas, negros y una gran porción de desocupados, me hice dizque hombre con todas las de la ley. En La Victoria, más conocida como la rica Vicki, se sufre y se aprende que la vida es un tango. Y quien baila tango no muere facilmente. Como estaba diciendo, en este barrio de broncas, en el jirón Andahuaylas, entre el instituto José Pardo y un viejo mercado, a punto de medianoche nos citábamos para disputar encarnizados partidos de fútbol. Pero en Collique, a pesar de todo el arsenal de pendejería acumulada, cagué, o sea pues choches, no se me hagan los exquisitos, fracasé, así con todas sus letras: fracasé como puntero izquierdo del Club Deportivo Cultural Belgrado por lo que me relegaron al «prestigioso» puesto de presidente de la pujante y progresista institución.
Cada domingo después de la misa, como dice la canción, una vez finalizados los enconados partidos, nos reuníamos en el bar El Tufo y otras veces en La Esquina del Movimiento y, entre ron con Coca-Cola y cubitos de hielo, celebrábamos los triunfos o comentábamos las amargas derrotas. El Negro Armando, capitán del equipo, y El Mono Luis, ágil guardameta, destacaban por su entusiasmo. Fue justamente en estas circunstancias que El Mono Luis nos enseñó a comer carne de gato diciendo que es una de las carnes más delicadas y de las de más alta alcurnia. «Mono de mierda... seguro que ni siquiera sabes los que estás chamuyando», se burlaba uno de nosotros. «Y eso que chucha importa» contestaba El Mono Luis «la vaina es que no se nos note la plebeyez.»
«Seremos misios», arremetía contundente El Mono Luis luego de unos minutos de meditación, «pero los blanquitos de Miraflores y San Isidro aunque coman caviar y conejo de angora no podrán tener pedos tan perfumados, ni digestiones tan ligeras como nosotros que comemos gato.» Además, El Negro Armando, originario de Chincha, un pueblo al sur de Lima lleno de negritud, decía: «los gateros vamos a mantener la agilidad y las ganas de subir al níspero hasta que la trampa nos lleve a mejor vida y no terminaremos como rosquetes, a esos que les suda la espalda.»
Los viernes por la noche, aunque estuviese ganando en el póker y aún siendo la noche virgen, El Mono Luis abandonaba el bar El Tufo y, con un costal en la mano, se encaminaba por las calles donde los días anteriores había tasado buenas presas. Abría el costal. Con cariñosa voz llamaba: «michi-michi-michi» y apenas el animal aparecía, arqueando el lomo y estirando las patas, le extendía un pedazo de carne y cuando lo tenía al alcance de la mano, lo introducía hábilmente en el costal y desaparecía rumbo a El Laboratorio, denominación que le había dado a su cocina, un recinto enmarcado en cuatro esteras maltrechas.
Su receta era simple. En un balde lleno de agua ahogaba al gato. Luego le cortaba la cola y la cabeza; hacía en la piel una leve incisión de unos tres a cuatro centímetros y de un tirón hacia abajo dejaba al gato desnudo, en traje de Eva, igual que esas hembritas striptiseras del Molino Rojo de París. Como un experto cirujano lo evisceraba rápidamente y en una fuente de fierro enlozado dejaba reposar las presas en vinagre durante 24 horas para quitarle la hediondez y una cierta baba que posee la carne de este felino casero.
Llegado el domingo y en la noche, más borrachos que una guinda, entrábamos a El Laboratorio de El Mono Luis donde cada uno era designado a cumplir una determinada tarea. «Tú que estás zanahoria», me decía El Mono Luis, «corta dos cebollas y los tomates en rodajas grandes y después picas el culantro y el perejil.» Mientras tanto él cortaba la carne, la sazonaba con sal y pimienta, la pasaba por harina y luego la freía brevemente. En una de esas veces, me miró con cachita y dijo: «¿Y tú, Langostino en Veda, por qué no chupas?... A lo mejor también se te chorrea el helado, eres un papa a la huancaína?» Yo tranquilo, sin achori, con toda mi flaquez empecé a cortar las zanahorias. El Mirada con Truco Saúl, que siempre andaba más perdido que Adán en el día de la madre, preguntó: «¿Y por qué es un papa a la huancaína?» Todos se cagaron de risa y dijeron en coro: «¡Porque tiene los huevos de adorno!» Entonces, con todo el peso de mi flaquez me defendí: «¿Y por qué no le preguntan eso a la jerma de El Mono Luis?» Esta vez, conociendo la matonería de El Mono Luis, nadie se cagó de risa. «¡Rechuchatumadre, agradece que un pedo pesa más que tú y si no te atrevesaba de un chairazo!» Me puso la chaira en el cuello. «¡Mi jermita, y esto es para todos, es sagrada, conchasumadres!», sentenció severo El Mono Luis. Sin dar importancia a la nota El Negro Armando calentaba aceite, freía la cebolla, agregaba media cucharada de ajos molidos y retiraba la sartén del fuego sin que la cebolla llegue a dorarse. Mi flaquez terminó con su tarea. En esta parte, calmado ya por lo de su jermita, intervenía nuevamente la mano maestra de El Mono Luis. Acomodaba las presas de carne, espolvoreaba el perejil y el culantro, disponía las rodajas de tomate sobre los trozos de carne, vertía jugo de limón y media taza de vino tinto y tapando la sartén la dejaba hervir a fuego lento entre media y una hora. El tiempo de cocción estaba supeditado a la edad del animal, mientras más joven, menor el tiempo de exposición al fuego.
«Suda'o de gato con arroz, caserito» nos decía El Mono Luis, «para chuparse los dedos y bailar con Chacalón y La Nueva Crema..» La primera vez dudé, ni borracho comería gato me prometí. Pero fue más la curiosidad y cogiendo un pedacito del plato de El Negro Armando lo llevé a la boca. Y para qué les cuento, mi paladar se quedó impregnado de ese exquisito sabor y cada vez que mis recuerdos lo asocian al flaco y ágil Mono Luis de mi Collique añorado, mando al diablo el caviar, el faisán o el pepián de pavo.
Después sin ningún rubor me senté a la mesa para saborear perro, caballo, mono, boa, tortuga, iguana y rana. Sin embargo, y con la dignidad que le corresponde a este pobre barro pensativo como diría el poeta César Vallejo he sabido rechazar tajantemente los empalagosos huevos de tortuga. También les recomiendo que la carne de perro la coman caliente, quemando quemando, como decía una tía que hace rato ha estirado la pata, pues si la dejan enfríar, la grasa adquiere un sabor desagradable. Y esto lo saben ingleses, americanos y europeos, pues ellos son felices ingeriendo sus Hot-Dogs. Pero hay algo de lo que no estoy seguro, no sé si alguna vez he degustado carne de burro o de rata...

*

Con estos antecedentes me encontré con un grupo de estudiantes peruanos en la ciudad alemana de Colonia. Conseguí una habitación en una vivienda estudiantil perteneciente al Studentenwerk[1] y ubicada en Efferen, un barrio triste y silencioso, separado de la ciudad por un extenso parque y unos bosques muriéndose por efecto de la contaminación ambiental. En esos años aún era posible contar a los peruanos y latinoamericanos con los dedos de las manos, ahora es imposible. A los pocos meses formamos un grupo que compartía toda clase de avatares que como extranjeros nos tocaba vivir en estas tierras frías y lluviosas.
Acostumbrábamos a cocinar y comer juntos los fines de semana, días que el comedor estudiantil permanecía cerrado, e incluso desde Aachen venían Darío y Federico. Cada uno contribuía con lo que tenía. Alejandro era el más afortunado de todos, pues su madre le enviaba desde Lima condimentos frescos, chicha morada y limones para preparar el entrañable cebiche. Con la llegada de Alfonso, peruano que ya no reside en Colonia, estas comilonas adquirieron ciertos modos burgueses, pues él, con terno y corbata, colocaba sobre la mesa vinos de marca y whisky imposibles de conseguir en los Aldi, esos supermercados con ofertas para extranjeros y estudiantes misios. De igual manera se acrecentó, recuerdo, la diversidad del menú. Alentado por el entusiasmo y el patriotismo regional les propuse preparar cuy al estilo cajamarquino. Las burlas y las risas no se hicieron esperar. «Conejo con rabo, rata planchada, Hamster guisado», dijeron y desecharon mi propuesta. Desilusionado, como un perro arrepentido con el rabo entre las piernas, me retiré a mis aposentos, una habitación de apenas ocho metros cuadrados...

Una tarde venía de la universidad y en el ascensor me encontré con Alfonso que subía con uno de esos tantos conejos que abundaban en los parques colindantes a la vivienda estudiantil. «Está herido», me dijo, y le creí sin echar a volar mi imaginación. La noche siguiente hubo conejo con papas a la jijuna en el décimo piso y Alfonso, creyéndose descubierto, me miraba con cierto recelo. Semanas después el perro de una de nuestras vecinas desapareció, se hizo humo, y nosotros comimos cabrito norteño y bebimos vino español, un tinto de Jaén. Aunque realmente el cabrito tenía un raro sabor a llanta, a pescado ahumado o a huevos ligeramente malogrados. Los patos, que en verano nadaban junto a rubias desnudas al cien por ciento en un cercano lago al Studentenheim3, se sirvieron en aguaditos de sabores extravagantes. Pero sobre las sombras cayó la luz. Alfonso fue cogido con las manos en la masa. Armado de un cuchillo se disponía a sacrificar al gato de Ingrid, novia de Julián.
Sin embargo Alfonso no se dio por vencido y se nos apareció con la invitación de Helen Kremmer, amiga que había hecho turismo en Perú. Alfonso se ofreció llevar preparado un guiso de conejo. Entonces vino a mi habitación y pidió mi ayuda concreta: darle a la gringa gato por liebre, es decir, conseguir un gato y prepararlo como si se tratara de conejo. La tarea no fue difícil. Compramos un gato negro en un Zoohandlung4 de Sülz y lo preparamos con la receta que había heredado de El Mono Luis.
Cuando llegamos a casa de Helen ya habían llegado Edgardo, Ramón, Alejandro y un par de invitados que veía por primera vez. Para sorpresa nuestra nadie comía más de un bocado del suda'o de conejo. Ramón fue el primero en manifestar su opinión: «Oye cholo» me dijo «han traido una bomba a base de Nicovita5.» Seguro de la exquisitez que habíamos preparado le contesté: «Qué sabe el burro de alfajores.» Alfonso probó y luego, frunciendo el entrecejo, me dijo: «La hemos cagado compadre y antes que las olas empiecen a levantarse ¡levemos anclas!»
Antes de salir Helen nos informó que a cada uno nos tocaba pagar la friolera de doce marcos sólo por la comida y las bebidas. «A esto habría que restarle» nos dijo «los gastos que ustedes han hecho: carne, condimentos y electricidad.» Nos sorprendió lo que Helen nos dijo, pero luego... «Pero si tú nos has invitado y...» Entonces ella volvió a decir: «Sí, yo les he invitado, pero aquí en Alemania, entre los estudiantes, es una costumbre compartir los gastos.» Pagamos lo que nos correspondía y salimos apurados. En el camino de regreso a casa consideramos que para una próxima invitación de parte alemana tendríamos que aclarar bien las condiciones y analizamos la receta del suda'o de conejo. Luego concluimos que el trockenes Katzenfutter6 y los enlatados le otorgan a la carne de los gatos un extraño sabor a plástico, un olor a algo así como condón usado.




[1] Empresa de servicios para estudiantes.
3 Vivienda estudiantil.
4 Establecimiento para la venta de animales domésticos o mascotas.
5 Marca peruana de alimentos para aves. Familias de barrios pobres de Lima lo utilizaron para paliar el hambre.
6 Forraje de cereales para gatos.