Donnerstag, 3. Mai 2012

Maribel

Con su vestido de percala celeste llegó a la casa, casi a escondidas, mi prima Maribel. Nunca antes la había visto. En sus ojos negros se retrataba toda la timidez del pueblo. La quise tomar de una mano y la arrastrarla a la cocina, pero ella rechazó mi gesto. A unas palabras de mi padre me siguió dócilmente. Mamá, apurada, se empeñaba en atizar el fuego. La leña verde en el fogón se deshacía en pequeños y bullangueros fuegos artificiales. El humo nos hizo lagrimear. Maribel saludó débilmente y, sin decir nada más, se sentó en un poyo al lado de mamá. Los cuyes, alborotados por sus pies desnudos, desaparecieron en una esquina del cuyero.
Durante la comida papá diciendo dijo que Maribel iba a quedarse unos días en casa. “Te portarás bien con ella”, me advirtió papá con una severidad desconocida. Cuando pregunté las razones por las que Maribel venía a casa, papá diciendo dijo que era muy difícil de explicar. “Para entender estas cosas aún no tienes la edad suficiente”.
A los pocos días Maribel ya se había acostumbrado a la rutina de la casa. Ayudaba a mamá con una notable apatía o desgano. Se desplazaba por la casa y el patio como un fantasma, terriblemente en silencio y sin mirar de frente. Se iba de un lugar a otro, con pasitos menudos y calmosos, como si fuera cargando un peso enorme. Maribel era hermosa a pesar de esas dos largas cicatrices que daban a su rostro un aire misterioso y le torcían un poco el semblante triste de sus labios. Sus manos también estaban marcadas por cicatrices y sus dedos presentaban unas extrañas deformaciones.
Me gustaba su cercanía pero ella era impenetrable. La perseguía en silencio y ella mostrando su fastidio por mis intentos de entrometerme en su vida, simplemente me apartaba con cierta violencia y se alejaba. Nunca contestó a mis preguntas. Una vez, sentada a la orilla de su cama, la encontré sollozando. Apenado quise consolarla, entonces me apresuré a abrazarla. Apenas sintió que mi mano rozaba su hombro, se levantó con furia en su mirada y su grito destemplado me dejó aturdido. “¡No me toques asqueroso shapingo! Los días siguientes la miraba desde lejos, pero no me atrevía a ponerme a su lado. Apenas la veía aparecer un desquiciado temor transtornaba todos mis sentidos.
Una de esas soleadas tardes se fue con mamá a lavar la ropa al río. Tratando de no ser descubierto, seguí a las dos mujeres. Sumergidas en el agua hasta las rodillas y armadas de jabón Bolívar trabajaban incansables. Más tarde, sobre las pencas y las piedras, tendieron la ropa para que se seque al sol. Entonces mamá se desvistió para bañarse. Maribel hizo lo mismo, después de pensarlo un rato, pero se quedó con el camisón que llevaba bajo su vestido de percala celeste. Así ingresó al río, tratando de alcanzar una esquina donde nadie la pudiera ver. Con el mayor sigilo me deslicé hasta un lugar desde donde podía verla en todo su esplendor. Mirando en todas las direcciones, asegurándose que nadie la estuviera observando, se sacó el camisón. Sentí el palpitar de las venas en mis sienes, mi corazón como un loco golpeaba mi pecho.
Grande fue mi sorpresa al ver que sus pechos estaban desfigurados por horribles cicatrices. ¿Qué diablos había sucedido con ella? Con esta pregunta, asustado, inquieto, me alejé pensativo. Pasó un buen tiempo hasta que una mañana Maribel no vino a desayunar. Había desaparecido. Mamá en un arrebato de preocupación, diciendo dijo dirigiéndose a papá: “Pobre muchacha, ojalá y no le pase nada”. Entonces papá, dejando todo a un lado, se fue en busca de Maribel.
Al mediodía regresó papá. En su rostro había preocupación, estaba abatido. “Parece que la ha robado ese desgraciado de su marido”. Entonces, mamá, entre lágrimas, me reveló la triste historia de mi prima Maribel.
Resulta que Maribel se había casado muy joven con un muchacho a quien no le gustaba trabajar. “Vivía de lo ajeno”, diciendo dijo mamá. Entraba en los potreros de los vecinos y se llevaba el ganado para venderlo en las ferias dominicales de los pueblos cercanos. “Era un abigeo”, sentenció mamá. A Maribel no le gustaba que su marido se dedicara al abigeato y varias veces lo amenazó con avisarle a sus suegros y demás parientes. El abigeo de su marido, montando en cólera, le propinaba tremendas golpizas que la obligaban a guardar cama durante varios días, mientras que el agresor desaparecía una temporada.
Pasada la tormenta su marido volvía como si no hubiera pasado nada y arrepentido, muy cariñoso, le hablaba de un futuro diferente y le prometía nunca más “aprovecharse de lo ajeno”. Pero esas promesas no alcanzaban ni para unas semanas. Dormía de día y de noche desaparecía. Al volver regresaba con mucho dinero que Maribel no quería aceptar llamándola “plata cochina, malhabida”. Esta rebeldía le volvía a costar nuevas palizas y nuevos abandonos. Las rondas campesinas, la justicia campesina, recién empezaban a organizarse.
Una tarde mientras Maribel regresaba de la casa de sus padres, encontró a su marido arreando dos hermosas vacas y una yunta que pertenecían a unos parientes suyos. Maribel, decidida, le pidió que devolviera los animales a sus verdaderos dueños. El abigeo, frente a sus cómplices, se sintió humillado cuando Maribel diciendo dijo que iría a “dar parte a las autoridades”, que iba a llamar a las rondas campesinas. El hombre, endemoniado, se avalanzó sobre la joven y empezó a golpearla. Maribel cayó al suelo y su marido la agarró a patadas. Ella gritaba, pedía piedad, misericordia. Le imploró a dios, a la virgen María, a su madre, a su padre... pero nadie acudió en su auxilio.
Tambaleando Maribel se levantó y casi sin resuello, adolorida, diciendo dijo que iría a denunciarlo. Ni bien terminó de formular la amenaza, el abigeo sacó el cuchillo y le asestó, sin miramientos, dos, tres, cuatro, cinco cuchilladas en el pecho. En su desesperación ella se agarró del arma y al final del forcejeo terminó con las manos destrozadas. Luego el abigeo, su marido, no contento con lo que había hecho le cruzó el rostro con dos certeros cuchillazos.
 Un grupo de vecinos que pasaban en dirección al pueblo, encontró a Maribel casi moribunda y de inmediato la trasladaron a la posta médica del pueblo. Papá, valiéndose de amigos, convenció a la policía para que detenga al agresor. El juez, en complicidad con los policías corruptos, hizo todo lo posible para evitar el juicio y posterior encarcelamiento del abigeo. No había pruebas, diciendo dijo el juez, e incluso Maribel, por miedo, se negaba a denunciar a su marido. A las pocas semanas nuevamente el abigeo había retomado sus tropelías.
Con el fin de apartarla del abigeo, de protegerla, trajeron a Maribel a nuestra casa. Pero su marido enterado del lugar donde se ocultaba su esposa, organizó el rescate, el secuestro.
Entonces papá y mis tíos acudieron a las rondas campesinas. En una asamblea escucharon las acusaciones contra el abigeo, el marido de Maribel. A los pocos días las rondas campesinas detuvieron al abigeo, liberaron a Maribel y aplicaron con severidad la justicia de los hombres del campo. Ama sua. Ama llulla. Ama quella.

El día de la madre

Mi hermano Manuel diciendo me dijo, en secreto, que sabía como los niños vienen al mundo. A los niños no los trae la cigüeña, eso es mentira. Todos venimos de la barriga de mamá.
Porque nos originamos en sus entrañas, ellas se sacrifican por nosotros, sus hijos, hasta dan la vida en defensa de sus crías. Con paciencia nos alimentan con su propia leche y sin asco nos cambian los pañales. Las mamás son felices cuando ensayamos el primer paso y se emocionan hasta las lágrimas cuando balbuceamos un “ma-ma” inicial.
Mamá nos lleva a la escuela. Nos enseña a ser honrados y diciendo dice que la lectura de buenos libros nos harán libres. Sufre en silencio cuando no hay suficiente dinero en casa y disimula muy bien, entonces ríe para que no veamos su tristeza y nos alienta a vencer derrotas y humillaciones. Cuando papá no tiene trabajo, entonces ella va en busca de algún quehacer para traer alimentos al hogar.
Desde la puerta de la casa veo a mamá sentada en un poyo del patio. El sol brilla en la negrura de sus ojos. Ella no va a la peluquería, mi hermana mayor la peina y al mismo tiempo le va sacando los piojos que se enredan amparados en la oscuridad de su cabello. Tampoco se maquilla. Sus cejas espesas no necesitan de tintes. Sus labios tienen la rojez de las fresas.
Cuando mamá discute con papá, ella gana pues siempre tiene la razón. Entonces, papá le declara la guerra fría. No le habla ni la mira. Mamá le sirve el almuerzo o la cena sin decir nada. Papá, con la cabeza gacha, come callado. A veces, molesto, enrabiado, papá deja de venir a casa por unos días. A mamá eso no le preocupa. “Ya le pasará la gafera”, diciendo nos dice y sigue ocupada con las labores de casa.
Dentro de unos días se celebra el día de la madre. En la radio hablan de las bondades y los sacrificios de las mujeres-madres. Todos comentan su nobleza y santidad. “Si realmente amas a tu madre, regálale una licuadora Oster”, diciendo dice la propaganda en la radio. Mientras leo en mi libro Coquito: Mi ma-má me a-ma, la radio sigue: “Este domingo haga feliz a su madre con una lavadora Phillips”.
Continúo escuchando la radio y no sé que le puedo regalar a mamá en su día, estoy pensando en una sorpresa. Ma-me-mi-mo-mu. Yo a-mo a mi ma-má.