Montag, 9. September 2013

Un cuy entre alemanes (2)



 Me puse a leer Selbst unter der Bitterkeit del poeta guatemalteco Otto René Castillo. En una de las primeras páginas escribe: “Allen, die in Wahrheit kämpfen, um das Sytem der Unterdrückung und des Elends in unserem schönen Land zu beseitigen.” Esto traducido al cristiano quiere decir: “A todos los que combaten de verdad por terminar con el sistema de la opresión y la miseria en nuestro hermoso país” y me llevó a imaginar mi país de origen que a veces ya no es mi país sino es el país de los “salvajes neoliberales que gobiernan desde las oficinas del CONFIED apoyados por los ‘massmedien’ y sus lacayos genuflexos empotrados en el palacio de gobierno”. A eso de la medianoche, cansado, caigo en los brazos del sueño y me pongo a caminar por un valle de brillante verdor. Escucho el quebrantado bullicio de un río cercano, pero que alcanzo a descubrir. Entre la rojez del crepúsculo aparece mi madre ordenando, con voz severa, que vaya a bañarme. Su voz es perentoria, no admite ninguna duda ni la pereza. Se acerca decidida y empieza a desvestirme, no le importa que ya sea adulto, viejo y divorciado varias veces. Mientras me desviste, me regaña, se admira de la suciez de mi ropa, de la mugre que se apoltrona en mi pecho, en mi espalda, en mis muslos, en mis brazos y entre los dedos de mis pies. Le perece deleznable mi cuerpo huesudo y mi panza tan prominente. Eso te pasa, asegura, porque no haces deporte, mira, ve, hasta tu pinga está arrugada de tanto estar sentado y escribiendo todo el santo día en esa maldita computadora. Desnudo avanzo en busca del río. Siento que las hojas y las piedritas me causan cosquillas y un cierto dolorcillo placentero en la planta de los pies. Me abro paso entre enormes árboles, montes que exhiben diversas y multicolores flores, en eso aparece ella, una de mis últimas ex mujeres, flotando entre la maleza, como volando en lo alto. Su cabello chicoteando la hojarazca, haciendo crujir a las ramas, golpeando los troncos de los árboles. Sus manos van separando la maleza que le impide caminar. Por momentos puedo apreciar sus senos redondos, grandes, prietos, con los pezones redondos y rosados. Distingo su piel mojada por una lluvia que no se ve, invisible, pero sonora, o como recién salida de la ducha. En otro momento aparecen sus piernas, dos firmes y potentes columnas apoyadas en unas enormes piedras grises. Un frondoso y exhuberante bello púbico cubre el monte de venus bajo un gracioso ombligo. La solidez de sus muslos, de sus caderas, arrebata mi mirada, enciende mis deseos de poseerla. La lujuria vulnera mis fronteras y mi madre, como una pesadilla, inmisericorde, haciéndome recordar: "Mientras no te bañes esa mujer no será tuya nunca". Entonces corro desesperado en busca del río... Me despierto buscando el río, de calor, sudando...

Donnerstag, 1. August 2013

Apuntes sobre la novela “El espanto enumudeció los sueños” de Walter Lingán / Miguel Garnett


Al inicio de su Informe Final, la peruana Comisión de la Verdad y la Reconciliación dice que “ha constatado que el conflicto armado interno que vivió el Perú entre 1980 y 2000 constituyó el episodio de violencia más intenso, más extenso y más prolongado de toda la historia de la República. Asimismo, que fue el conflicto que reveló brechas y desencuentros profundos y dolorosos en la sociedad peruana”. La novela de Walter Lingán, “El espanto enmudeció los sueños”, tiene el propósito de ilustrar esto y contribuir a la tarea imprescindible de mantener viva la memoria del conflicto ––sus raíces, sus barbaridades y su mensaje para futuras generaciones––.

La novela se divide en tres partes. La primera se inicia en un barrio marginal de Lima en los tiempos del Chino Velasco y nos lleva hasta los tiempos del Chino Fujimori. El estilo es lacónico, irónico y mordaz, y es manejado magistralmente por el autor de tal manera que el lector se pasea con gracia entre los pobladores de El Barrio y los empresarios, los políticos del CongreZoo y los integrantes de las Fuerzas del Orden. Se respira la pobreza, la marginación, la injusticia y, fácilmente, se siente compañerismo con Roberto ––el narcotraficante––, con Carlos y Tito ––choros de alto vuelo–– y con el narrador mismo, que goza del nombre Gustavo William Hernán Ricardo de la Hoz Díaz del Castillo o, en breve El periodista, ––fotógrafo y periodista de bajo vuelo–– cuya madre, enferma, es incansable en su lucha por la sobrevivencia de su familia, mientras su padre, sastre pobre, la abandona. También el lector es golpeado por la frustración, la cólera y la impotencia de la clase obrera, tildada terruca por los incompetentes que manejan el país; sobre todo Alan Babá y sus cuarenta ladrones. Todo se resume en la frase “años de violencia, tiempos jodidos”.

El periodista es detenido, acusado de ser terrorista, aunque jamás haya matado siquiera una mosca, y termina preso en la Luminosa trinchera de combate, donde pasa la segunda parte de la novela con El forajido oriental Fujimori. Mayormente, el texto es un monólogo de parte de El periodista porque El forajido oriental nunca le contesta y El periodista se queja: “Puta madre, chino de mierda, no sé como hacer para que hables… ¡Carajo, di algo, chino güevo frito! Tú te haces el cojudo y no dices nada. Un día de estos a palos te voy a hacer hablar, aunque se enoje La estudiante de los millones Keiko”. El periodista tutea a Fujimori y hacia el final de la novela dice: “Albertito, disculpa, ya sé que no debería tutearte, pero ya lo hice, eso te jode, te disgusta, pero como no soy hombre de muchas luces, te pregunto: ¿no te arrepientes de nada?”

El periodista se queja de la diferencia entre el trato dado a él y aquel a El forajido oriental: “Yo no había robado ni matado a nadie pero me sacaron la puta madre para declararme culpable y me descoyuntaron a golpes. A ti no te tocaron ni con el pétalo de una rosa.” Sin embargo, la corrupción nacional que hacía que la vida y el bienestar de todo el mundo dependían de El forajido oriental y de El espía imperfecto hace que aún ahora, cuando el régimen ha fenecido, El periodista pregunte a El forajido oriental: “¿Crees que La estudiante de los millones Keiko, en collera con Alan Babá y los cuarenta ladrones, te podrá sacar de la cárcel si es elegida presidente de La Nación? Si es así, compadre, no te olvides de este pobre pechito”.

Las barbaridades y las cojudeces del dúo El forajido oriental y El espía imperfecto no se presentan en forma lineal, sino con saltos hacia delante y hacia atrás ––cosa muy aceptable en un país denominado De las Maravillas y donde se supone que todo está de cabeza y al revés––. Nos encontramos con personajes que hicieron historia durante la dictadura del chinito Made in La Nación. Recordamos el autogolpe contra que “todo tipo de protesta fue apagado por los ‘pinochitos’, los gases, los varazos, las patadas, los golpes y las armas rastrilladas de la policía y del ejército… Silenciar toda voz crítica era la orden emanada por el dúo Los Bribones. Metralletas HK vomitaban en silencio sus fuegos asesinos accionados por las manos expertas de El escuadrón pollada, más conocido como Grupo Colina”. A modo de preparar al lector para estas hazañas militares y la confrontación con los seguidores de El pensamiento Gonzalo, El periodista observa que: “Nuestra efemérides patriotas son pleitesías a los fracasos del ejército. Mira, Albertito, perdimos la guerra con Chile, el combate de Angamos, la guerra con Ecuador… El glorioso ejército peruano ha ganado guerras ‘campales’ contra obreros textiles y mineros en huelga, contra campesinos armados de lampas…”

Se presentan algunas de las matanzas ocurridas durante el gobierno de El forajido oriental, como aquella de la Cantuta y Walter Lingán nos lleva a compartir la desesperación de las madres humildes, cuando sus hijos fueron llevados presos y luego nadie daba razón de ellos: “¡Carajo, vieja de mierda, anda busca a otro lado!” le grita un soldado a Angélica Mendoza.

Así, la gran mayoría de la novela es una acusación contra los gobiernos que aplicaban métodos terroristas para combatir la insurgencia armada. Hay también unas pinceladas de crítica contra los insurgentes, Los Paladines de la Cuarta Espada, y la intolerancia de su líder, El pensamiento Gonzalo, es subrayado: “se consideraba el más más sobre la ‘Concepción del Mundo’ y no permitía que nadie le contradiga”. Más tarde leemos: “Nosotras también criticamos a la gente de El pensamiento Gonzalo porque también cometen crímenes…  Si dicen que defienden al pueblo, ¿por qué matan a campesinos y dirigentes de las comunidades?”

Entre salto y salto, la novela nos hace recordar como durante años “la guerra era andina, morían indios. ¡Y qué importaban los indios!  Pero la guerra llegó a La Ciudad… El miedo se hizo cotidiano. Coches bombas hasta en la sopa… La Ciudad se convirtió en lugar de zozobra y desazón” y la guerra popular de los Andes ya estaba presente como una bárbara realidad.

Con mordaz ironía, Walter Lingán no sólo increpa a El forajido oriental por todas las barbaridades cometidas durante su gobierno, un gobierno que “daba asco” y “la podredumbre destilaba pus por todos los poros de las instituciones bajo tu ala de pájaro malagüero”, sino hace una advertencia al gobierno actual cuando dice: “Ciertas personas como Alan Babá y sus cuarenta ladrones estarán temblando de miedo, pues apenas acabe su mandato les puede caer la quincha. La sombra de la matanza de El Frontón, de los indios de tercera clase de Bagua y la muerte de los mineros de Chala planea como águila negra sobre sus cabezas”.

La tercera, y más corta, parte de la novela ofrece al lector un desenlace sorprendente. ¿Qué es? Lea usted la obra y lo descubrirá. Yo me limito a citar sólo una frase: “Entre mafiosos y ladrones todo es posible”.

Cajamarca, septiembre, 2010. 

Montag, 13. Mai 2013

Un mirlo canta sobre mi tonelada desnuda

Coskum Oezer
He tenido un sueño horrible, me dijo Alejandro al despertar. Aún sigo viendo el dolor en el rostro de mi madre.¡Horrible! ¡Horrible! Alejandro me abrazó y el vaho de su respirar inflamó mi cara, como un flechazo llameante penetró en mi oído. Mein Gott! La zalamería de sus manos me encendía con un placer inesperado. Me atolondraba una lujuria inusitada. Oh, Gott! Oh, Gott! Entoldé mis ojos abrumada por nuevas ansias, por nuevos deseos. Los momentos de locura de la última noche estaban frescos, florecían. Hmm, das war so schön! Pero Alejandro, ajeno a mis emociones, seguía hablando. Sus palabras enardecían toda mi piel, me alborotaban. Indiferente a mis arrebatos, al loco enjambre de avispas que me recorría por dentro, empezó a contarme los tenebrosos pasajes de su pesadilla. Durante esos minutos percibí el progresivo enfriamiento de su cuerpo, el ligero temblor de su pecho, pero en ningún momento imaginé los sucesos posteriores.
Ha sido un sueño terrible, dijo Alejandro. Estaba en medio de una calle. Lloviznaba bajo una niebla espesa. Los edificios hendían sus crestas en la oscuridad de un cielo cerrado a la luz. De pronto, así de la nada, escuché un ruidoso tropel como de ultratumba: pacatán, pacatán, pacatán. Los bestiales relinchos me estremecieron. Una espina de terror, una angustia desesperante entró en mi pecho. Así, asustado por los relinchos y el estruendo de ese trote escalofriante, comencé mi fuga. Algo desconocido, sobrenatural, me perseguía. Eso imaginaba. No había visto nada, sólo sentía ese galope desbocado tras de mí. No sé si me seguían. No lo sé, pero el sordo rebote de sus pisadas y sus locos relinchos sonaban en mis oídos como una seria amenaza. Era todo tan real, tan nítido, no parecía un sueño, dijo Alejandro tembloroso, pegado a mi cuerpo deseoso de cariño, nach Zärtlichkeit. Oh Gott, die Lust brennend! Detuvo sus manos frías sobre mi cintura revolucionada, afiebrada; luego, aparentemente más tranquilo, prosiguió con la historia de su sueño.
El viento refunfuñaba estrellándose contra mi rostro, dijo Alejandro. Era un viento silbante y frío. Solo, no había nada a lo largo de esa calle pesallidesca, oscura. El galope volvió a golpear la calle silenciosa y negra con ese pacatán continuo, estridente y demoníaco. Los relinchos explotaban en el silencio. Conforme corría, el temor se iba acrecentando, se potenciaba. Mi corazón bramando, trabándose, gambeteándose, amenazaba reventarse, trozarse en pedazos. La respiración intermitente, anudándose entre la bruma de la noche, se volvía cada vez más embrollante. Después de atravesar un claro pequeño, sumido en una angustia casi absoluta, entré a otra calle larga y estrecha, cercada por enormes edificios anubarrados, tristes. Daba la impresión que esa llovizna mustia se descolgaba precipitadamente desde sus techos. El cielo no se divisaba opacado por la impresionante oscuridad. Seguí corriendo por el centro de ese callejón acosado por el ruido tétrico de aquel siniestro: pacatán, pacatán, pacatán. El estampido delirante y los relinchos redoblados espantosamente por el eco y el pánico sobrecogedor me impulsaban a seguir mi carrera incontrolada. No sé por qué, pero no debía detenerme, no debía dejarme atrapar. Laufen! Correr en la negrura de la noche. Correr con el miedo negro a cuestas. Schwarze Angst. Escapar. Sí, ahora que estoy despierto sé que sólo fue un sueño. Sin embargo sigo escuchando el pacatán, pacatán, pacatán y los penetrantes relinchos y tengo miedo, muchísimo miedo.

Luego, al saltar un charco, resbalé y caí. Una estaca filuda penetró en mi vientre y abrió una herida dejando libre mis entrañas. Pacatán, pacatán, pacatán, el trepidante galope venía. Me levanté y la sangre, que empapaba mi camisa, comenzó a brotar con mayor fluidez, me inundaba. Las bestias avanzaban aplastando los charcos: plash, plash, plash casi casi me alcanzaban. Mis manos se esforzaban para evitar el desbande de mis intestinos. No quería morir. Algo me impulsaba a vivir. Pacatán, pacatán, pacatán el golpeteo rabioso del monstruo se acercaba y no sabía hacia dónde ir o a quien pedir ayuda. La calle era una raya oscura perdida a pocos metros en el infinito. No veía nada. Sentía mi cuerpo, mi ropa mojada, la herida, la sangre, la lluvia, el miedo palpitante, pero no veía nada. Parecía ciego. Todo estaba en silencio y vestido de negro en esa noche sin luna. Todo era desolación. Sólo escuchaba claramente el pisoteo que me perseguía. Pacatán, pacatán, pacatán. No tenía ninguna salida. Así creía. No había manera de salvarme. Mi vida parecía destinada a terminar esa noche aplastada por el miedo.
¿Puedes imaginarte, Kathrin, el miedo absoluto? El miedo más miedo. La negrura temible y el miedo. La calle sola. ¡Tremenda soledad! Los recuerdos reviviendo a mi padre en la más triste orfandad, desamparado. La llovizna persistente. El laberíntico tropel resonando tras mis espaldas. Pacatán, pacatán, pacatán. La fantasmal aparición bufando desbocada, apresurando sus movimientos. También Daniel vino a mi memoria, sus primeros pasos, inseguros, cortos. Imaginé el aguacero de París empozándose en el alma andina de César Vallejo. Todo esto rememoraba Alejandro. Aber ich, ich und die Lust. Oh Gott, die erneute Spitze der Lust! Mein Körper war Feuer, während Alejandros Körper ein einsteigendes Eis. Brmmm! ¡Brmm! El muslo de Alejandro sobre mi muslo. Wow, Alex! Pierna sobre pierna. No lo dudo, fui para ti la hermosa muchacha de los muslos perfectos en minifalda. La jovencita bonita de los ojos negros. Negritos, como decía Alejandro. La gran mujer de los senos turgentes y el escote turbador desde cualquier ángulo que se le mire. Oh, Alejandro, tanta vida, tanta luz, tanta poesía, tanto amor. Me rompo la cabeza y no logro entender qué fue lo que pensó Alejandro para hacer lo que hizo. No sé. Ich weiss nicht. Ich weiss es nicht. Nein!
Por suerte, contó Alejandro, en una esquina me topé con unos edificios en construcción. Ahí decidí ocultarme. Como pude salté una zanja y, con el alma colgada de un hilo, me agazapé tras un muro de ladrillos. Respiraba precipitadamente. El miedo agigantándose en mi pecho. El cuerpo temblándome. Una pierna chocando con la otra. La imaginación remontándose hasta el mismo infierno. El miedo, el terror ascendiendo locamente. En eso escuché cómo la galopada disminuía de ritmo y velocidad, se hizo más suave. Mi perseguidor parecía buscarme. Avanzaba. Se detenía. Oteaba la oscuridad. Plash, plash volvía a moverse. Percibí muy cerca, demasiado cerca, los bufidos de la bestia. El silencio zozobrando en mi semblante. La respiración inflamaba mi pecho agitado con un aire seco, sofocante, a pesar de la llovizna. Un relámpago rasgó el cielo. Mis alrededores se iluminaron por breves segundos. Así fue como divisé, a pocos metros, la punta refulgente de una barra de hierro. Quise cogerla, pero las pisadas: plaaash, plaaash, avanzaron hacia mi escondite. Me quedé quietecito. Mi perseguidor, desconcertado, se plantó en seco. A pesar de mis fuerzas ostensiblemente disminuidas por la pérdida constante de sangre, aproveché la ocasión, di un salto y alcancé la barra. Esperé dispuesto a jugarme la vida frente a mi enemigo. Sólo el cielo lloraba esa madrugada y su llanto se enredaba en mis cabellos, los mojaba sin piedad. Mis intestinos colgaban atrapados por una de mis manos, pero no sentía ningún dolor, el miedo era más grande. De pronto, un poderoso ramalazo de viento negro se arrojó en contra de mí. Sólo atiné a hundirle la barra como pude, nada más. La sombra negra, el pedazo de viento, dando un grito retumbante, cayó con todo su peso a mis pies. Sin pensar en nada, saqué y volví a meter la barra varias veces en ese maligno cuerpo, en esa malagua salida de la malahora.
Pasado el susto, pude por fin respirar con tranquilidad. Cuando me acerqué, con mucho cuidado, temeroso, para identificar a mi perseguidor, reconocí a mi madre. Era mi madre. ¿Te das cuenta Kathrin lo que había hecho? La había atravesado con el fierro. Ahí estaba mi madre muerta por mis propias manos. Me arrodillé a su lado. Sentí sus ojos vidriosos enfocando mi rostro. Grité su nombre y me maldije por lo que había hecho. Maldije haber nacido y lloré. En eso escuché su voz. No llores, hijo, el demonio ha querido llevarte, menos mal que pude entrar en tus sueños y protegerte. Parada sobre un muro a pocos metros de donde estaba, mi madre sonreía, su rostro estaba feliz, contento. Tu vida es más importante, hijo. Con mi muerte te entrego una vida más. El día iluminaba ya las sombras, amanecía, cuando desperté. Ojalá que sólo haya sido un sueño, ¿o serán los sueños el otro mundo en que habitamos?, dijo finalmente Alejandro.
Me dio un beso. Estás frío, le dije. Tengo el alma helada, me contestó Alejandro, al mismo tiempo que se levantaba. Su cuerpo parecía un bloque de hielo. Sin duda la muerte se había apoderado de su alma, su cuerpo ya no era más que una sombra. Había muerto. Había dejado de existir. Esa mañana Alejandro sólo era un rastro. Un halo sin vida. Sólo viento. Viento frío. Ni él ni yo nos dimos cuenta de eso. Mein Gott, unglaublich!
Como todos los días, Alejandro entró en la habitación de Daniel, nuestro hijo. Escuché que le decía: nada te va a doler, nada duele en este mundo. Después regresó, abrió la ventana, dijo que hacía buen tiempo, bonito día vamos a tener, el sol está saliendo. Tendremos una mañana espléndida. En un día como estos suceden hechos trascendentales, inolvidables... Por eso me es imposible entender lo que hizo después. Cansada todavía, tuve flojera de abrir los ojos para mirar la hermosura del nuevo día. Eso sí, me llenó de contento al oír su voz con un tono alegre. La noche anterior, antes de dormir, habíamos hecho el amor con una locura increíble. Esa noche gocé como se debe gozar, sin tapujos y sin vergüenza. El fuego de sus manos supo levantarme entre vientos delirantes, sus dedos galoparon por mi cuerpo como potros enardecidos. ¡Ay!, cómo me encendía, cómo su voz susurrante ardía en mi corazón. Volaba en lo alto der Sieben Gebirge. Me deshacía en nieblas, en vientos caprichosos. Bailando llegó a mis adentros. Cómo ardían sus manos en mis pechos, en mis nalgas, en mi espalda. Su boca salivada cómo quemaba mi boca. Oh Gott! Moría y vivía. Dentro de mí había música, cantaba la dicha. Todo, todo era mío, sólo mío. Liebling, papacito, ven, dame, entra, entra Schatz, Liebling... y terminé en chorros grandes, furiosos, fenomenales, ríos sin fin. Los recuerdos, tan presentes, tan recientes y procaces, me mojaron. Así, húmeda, deseosa, ardiente, puse mi mano en la corola que había vuelto a inflamarse y me quedé brevemente dormida, escuchando el CD que había colocado Alejandro o ese halo sin vida, sin ánimo: procura seducirme muy despacio / y no reparo de todo lo que en el acto te haré / procura caminarme ya como la ola del mar / y te aseguro que me hundo para siempre en tu rodar...
A los pocos minutos, el laberinto, los gritos de la calle me despertaron, me obligaron a levantarme. Me acerqué a la ventana. Desde ahí vi el pijama deshecho, el cuerpo de Alejandro, en la mitad de la calle, en una posición semejante a un paralizado paso de tango. Un grito desesperado se ahogó en mi boca. No supe qué hacer. Al borde de la locura me derrumbé en el sofá. En eso dije: ¡Daniel! Mein Sohn! ¡Hijo mío! Corrí a su habitación. Was ist geschehen, mein Gott? No lo podía creer. Daniel se desangraba. Con una profunda tristeza brillando en sus ojitos se despedía de la vida. Tenía el cuchillo de la cocina clavado en el pecho y el vientre abierto como un inmenso boquerón. Unos minutos más tarde, una llamada telefónica anunció la muerte de la madre de Alejandro. Ese día, enloquecida, vencida, impotente ante la muerte, lloré, lloré sin consuelo. Sigo llorando y un mirlo canta sobre mi tonelada desnuda, se despereza en la baranda del balcón.


Donnerstag, 21. Februar 2013

Un cuy entre alemanes


Y Michaela también se me fue a pesar del juramento de querernos hasta llegar a viejitos. Nos imaginábamos ancianos caminando con bastones, llegando, arrastrando los pies, hasta una de las bancas de la Uniwiese y ahí, tomados de las manos contemplar la puesta del sol en el verano, la caída de las hojas en el otoño, ver jugar a nuestros nietos en las nieves invernales. Pero una mañana, creo que se levantó con el pie izquierdo, y me dijo que ya no me quería y que era mejor separarnos. Otra vez la soledad, el abandono, pensé que iba a morir. No sé por qué extraños motivos La casa del sol naciente de Evelyn García aumentó la nostalgia, sin embargo pude percibir que cada capítulo de la novela estaba precedido, sin excepción, por citas de autores como advirtiéndonos lo mucho que ha leído la autora. Al poco tiempo llegó el mes de julio, el verano empezó a flamear sobre la ciudad. Todos los peruanos, cholos y no cholos, todos, como en competencia, se mostraban patriotas, defensores del suelo peruano, de la cultura peruana bailando salsa y tomando cerveza Kölsch hasta embriagarse y terminar armando broncas fenomenales. La embajada peruana en Bonn también había invitado a celebrar el 28 de julio. Muchos peruanos bien “enpilchados” asistieron a la reunión de la peruanidad, luego de eso nos reunimos en mi casa. Mientras el embajador se hinchaba el pecho de patriotismo yo estaba en casa leyendo la Resurrección de los muertos de Gamaniel Churata y cuando la tropa de patas llegó, algunos con síntomas claros de borrachera, una amiga peruana ya tenía lista la cena. A medianoche hombres y mujeres ya estaban borrachos y habían arrasado con el bar. Todos se sentían bien peruanos y cantaban desentonados “Cholo soy y no me compadezcas...”. Días antes me había emparejado con Monika y la conversación muy animada con la novia del Gordo había despertado sus celos. La locura de los celos la había llevado a destruir los espejos del baño, a tirar las macetas en la bañera, no contenta con eso, vino a donde estábamos y, emulando a David Copperfield, jaló el mantel de la mesa, pero le falló el truco y volaron tazas, vasos, copas, platos y botellas al suelo. La sorpresa nos dejó a todos en silencio. Walter Komm mal mit!, fue la única orden que hizo Monika. No, cholito, no te vayas, esa gringa grandota te mata. El gordo se presentó como mi abogado, pero ella furiosa, le ordenó: ¡Vayate, Gordo, váyate! El Gordo me bendijo y me dejó pasar. Monika ya estaba metida en la cama, me senté a su lado, esperando una explicación. Pero ella ya estaba más tranquila y más bien empezó a pedirme disculpas. Igual que José al enterarse del embarazo de María en El quinto mandamiento de Marco Cárdenas, empecé a reprocharle su extraña actitud a Monika. Estuve celosa de la novia del Gordo, creía que quería algo contigo, me dijo. Después hicimos el amor, que siempre después de una bronca, es mucho más rico...