El tren se detuvo en la
estación central de Praga atintada por una tarde gris. Nadie bajó. El traqueteo
de los pasos presusoros de un hombrecito taciturno con abrigo y sombrero negros,
acompañado por una joven de rostro aporcelanado y la vivaz mirada de una ardilla,
se acercaron presurosos, subieron, avanzaron hacia mi compartimento, entraron
y, sin saludar, acomodaron sus dos minúsculas maletas en la canastilla superior.
Luego la máquina bufó y empezó a moverse y fuimos dejando paisajes de techos cenicientos,
arbolados perfiles y nubes amenazantes atizando al cielo.
El hombrecito, semejante a un
frágil oficinista, se despojó del abrigo, la chalina, los guantes y se sentó.
Respirando con dificultad y tosiendo varias veces sobre un pañuelo negro. La
joven sacó de su maleta un fajo de papeles que luego lo fue ordenando sobre su
falda. Die Verwandlung, y más abajo,
Franz Kafka, alcancé a leer, pero la pícara muchacha al darse cuenta de mi
curiosidad, se apuró en ocultar la página. Me gustaron sus ojos y sus labios
sonrientes. ¿Franz Kafka?, interrogué mirando al hombrecito enjuto que seguía
tosiendo con ligeras pausas. “Es mi novio”, dijo ella. ¿Cuál de todas sus
novias?, me atreví. “Felice Bauer”, contestó sujetando con una mano los papeles
y llevando una punta de su chalina hacia la boca con la otra mano. Franz Kafka
se esforzaba en atajar con un pañuelo negro los bacilos que escapan de sus
pulmones.
Felice le empezó a secar la
frente a Franz mientras lo arrullaba con ternura. En el momento que el hombre cruzó
la pierna, pude ver que tenía la pata de un cuy. Cerré los ojos y luego los abrí
lentamente y observé que sus zapatos estaban sucios y calados por una mezcla de
lodo y nieve. Al rato sus manos se agitaron convertidas en las extremidades del
roedor sudamericano. La visión me provocó un mareo vertiginoso. Desde el fondo
del pozo donde me encontraba veo a Kafka metamorfoseado en cuy, sus orejas
ovaladas, su pelambre brillante, sus ojos amarillos y sus garras adheridas a la
espalda de Milena Jesenska. Luego todo se fue diluyendo y desde mi asiento, con
un ligero dolor de cabeza, ví que la realidad mantenía su normalidad. Afuera,
al compás de la marcha del tren, el frío y la lluvia arreciaban sin piedad.
Vuelvo la mirada hacia Kafka y
ahí está otra vez el cuy abrazado por Felice. El enclenque roedor tosía y
escupía sin cesar en el pañuelo negro. Temeroso me levanté, abrí la ventana y
antes de que Felice se diera cuenta, le arranché el animalejo y lo lancé por
los aires. Un chillido se perdió junto al ruido que desataba el tren. Felice
intentó, en su desesperación, lanzarse tras su amado, pero me aferré a ella y
la obligué a sentarse. De un contundente golpe de puño la inmovilicé. Luego con
una toalla húmeda la estrangulé y la metí en
mi maleta. Me deshice de sus pertenencias y bajé, sin despertar
sospechas, en la próxima estación cerca de Viena. Entré a la casa que había
heredado de mis abuelos y ahí nos instalamos con Felice, advirtiéndole que todo
peligro ya había pasado.
Esa mañana lo primero que hice
fue atender a Felice. Le limpié su rostro de porcelana y la llevé al comedor.
La senté a la mesa y encendí la radio para escuchar las noticias. No había
novedades. Le serví el desayuno, pero a pesar de mis ruegos no quiso comer nada.
Tenía miedo engordar, “que las grasas, que las calorías, que el colestrol”.
Todo es light, le repetí pero no hubo
modo de que abra la boca. No comió nada. Si no comes te pondrás hueso y
pellejo. ¿Acaso no te das cuenta lo mucho que has adelgazado en una sola noche?
Sin embargo admiré la caída de su falda negra y la blusa casi transparente que
hacían resaltar su inmortal belleza. Peiné sus cabellos. Retoqué el color a sus
labios. Puse color a sus cejas. Di una manito de rimel a sus pestañas. Luego la
contemplé desde lejos: ¡Qué hermosura! Tu belleza será eterna, Felice. Esto no
te hubiera dado ese adefecio de Franz Kafka que no ha tenido mayor ocurrencia
que convertirse en un vulgar conejillo de las indias, además tenía la intención de convertirte en gusano. Muy pronto se hablará de
ti en todo el mundo. Serás la envidia de Claudia Schiffer y de Heidi Klum. Nadie
podrá imaginar que tras las hermosas facciones de tu rostro se encierra la
muerte.
“Para que no te aburras voy a
leerte historias escritas por autores de verdad”. Le sonreí. ¿Qué te parece si
empezamos con Ulises de James Joyce?
El rostro de Felice Bauer pareció encenderse. En este libro se describe un día
en la vida de Leopold Bloom, de su mujer Molly Bloom y del joven Stephen
Dedalus en la ciudad de Dublín. Luego podemos leer el Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde para que veas que tú no
necesitas que te retraten o tengas que vender tu alma al diablo para conservar
tu belleza y juventud. Te
cuento, mientras te negabas a desayunar, yo repasaba el último capítulo de American Psycho de Bret Easton Ellis y
tuve también el deseo de sacar sangre de tu vagina y enviarla al laboratorio
donde trabajo. ¿Tomas una cerveza o prefieres un vino? Si, claro, de todas
maneras leeremos los manuscritos de tu novio. ¿Seguramente te interesa saber
que le escribía a sus otras novias, no? Sin duda, quieres conocer la carta que
le hizo a su padre y también las notas de sus diarios. El rostro de Felice volvió
a iluminarse. La radio seguía sonando.
En silencio, estuve dando
vueltas por la habitación mirando a la calle, contemplando, desde todos los
ángulos, la innegable belleza de Felice. En eso, tumultuosos ruidos y
destemplados chillidos me interrumpieron. Dando curiosos saltos se acercaba
Franz Kafka, El cuy, seguido de una tropa armada de avezados roedores,
dispuesto a rescatar el cuerpo de Felice Bauer.