César Vallejo
En el
paradero Neumarkt subieron al tranvía de la línea 9 con dirección a Sülz
dos muchachas que claramente no superaban los veinte años y con seguridad
cursaban el último ciclo del bachillerato en algún Gymnasium colonés.
Eran dos muchachas delgadas, altas, de una belleza, que podría definirla como
salvaje, aleonada, tal vez, endemoniada. Sus movimientos eran gráciles, casi
imperceptibles, parecía que el viento las arrastraba. Sobre las calles, abarrotadas
de paraguas oscuros, caía una llovizna ennegreciendo el paisaje, fantasmeando
los aburridos edificios. Las dos muchachas vestidas de negro se tomaron de las
manos, brillaron los anillos de sus dedos. Luego, una de ellas se soltó
sutilmente y pasó el dorso de su mano por el rostro moreno de la otra muchacha.
Fue una caricia tierna, como si tuviera miedo de romper un fino juego de
porcelana. La otra muchacha le correspondió con una sonrisa apacible, le pasó
la mano libre bajo el abrigo y descubrió la breve cintura de su compañera. Pude
ver la hebilla avampirada y los botones quelónicos de una ancha correa negra
con los filos gastados. Se miraron una eternidad a los ojos, ojos redondos y
verdes: esmeraldas incrustadas en el icono de una virgen oriental. Rozaron sus
graciosas naricillas con mucha dulzura; después, se besaron otra eternidad, sin
pausa. Sus bocas, adornadas de una blanquísima dentadura, se juntaban con tanta
serenidad que imaginé la unión de cuatro labios y dos lenguas de terciopelo.
Sus manos rodeaban las ajustadas cinturas con devoción, con afabilidad o se
escurrían y atrapaban los acristalados rostros para no dejarlos escapar de sus
torrenciales y generosos besos.
En todos
sus movimientos había una extrema delicadeza, una desmesurada suavidad. En cada
una de sus ternezas no había señales de la más mínima violencia pasional, más
bien, contenían una serenidad que lindaba con la quietud de la muerte. Tanto
amor, tanto... Tan extraviadas se encontraban en sus bríos amorosos que no
advirtieron cuando me asaltaban los celos, la envidia; esas ganas de
levantarme, de cogerlas de los cabellos, de aplastar sus angelicales rostros
contra las metálicas puertas del tranvía, de golpearlas con saña hasta
triturarle los huesos, hasta que sus pómulos de cristal manaran,
incontrolables, toda la sangre de sus venas. Un monstruoso sentimiento de odio
me consumía, entonces me vi arrojando sus cadáveres en el paradero Lindenburg
del tranvía de la línea 9.