Son
las dos de la mañana. Acabo de leer “Un cuy entre alemanes”, la última novela
que ha publicado el escritor Walter Lingán. Cierro el libro y me es inevitable
pensar en la infinidad de personas, que alguna vez, en algún lugar del mundo,
se sintieron como un cuy: como el cuy de esta historia. Primero; de manera abrupta
invade en mi mente el recuerdo de mis padres, los imagino salir de sus pequeños
pueblos para marcharse a vivir a la cuidad. Luego, me recuerdo, a mí mismo, con
la frente pegada a la ventana de un ómnibus, mirando cómo mi amado Puno,
lentamente, va desapareciendo en el horizonte. También, pienso en mis paisanos,
quechuas y aimaras, que tuvieron que viajar a la capital buscando un mejor
futuro para sus hijos; los imagino víctimas de la discriminación de los
criollos, tratando de asimilar un idioma que no es el suyo y con los mismos
problemas a los que tuvo que enfrentar el protagonista de esta novela. Reparo en
los miles de jóvenes que abandonan sus hogares buscando mejores oportunidades para
realizar estudios, terminar alguna carrera, y, así, con fortuna, poder
conseguir un trabajo digno.
¿Quién no se ha sentido, alguna vez, como un cuy?, y, por
supuesto que, no estoy hablando del apetito sexual, sino, a lo que representa
este roedor: un ser pequeño y temeroso. Es así como, en un inicio, al migrar, y
llegar a tierras teutonas, se siente el protagonista de esta novela. Y es que,
todos en algún momento de nuestras vidas hemos sido migrantes.
“Un cuy entre
alemanes”, narra la historia de un peruano que, debido a la crisis de los años
ochenta en el Perú, se ve obligado a realizar un largo viaje hasta llegar al
viejo continente, específicamente a Alemania. El protagonista de la historia se
llama Christian Linden y ha migrado para poder realizar
estudios de medicina. Linden, llega al país bávaro esperanzado, cargando una
maleta repleta de sueños y, tan sólo, cien dólares en el bolsillo; pero, a él,
lo que más le pesa es haberse alejado de su madre contemplando sus ojos húmedos
y agitando los brazos para despedirlo.
El joven Christian, ya en
Alemania, no deja de lado sus raíces, pero tiene que asimilar una nueva cultura,
una cultura desconocida para él, y, además, se ve en la necesidad de aprender
su complicado idioma. En algunos pasajes de la novela, de manera jocosa, nos
narra: “En mis ratos de soledad leía Todas
las sangres de José María Arguedas. Al final del curso de español terminé
con novia a medias, un día sí, otro día no, también logré entablar una amistad
bastante interesante con Karen, una joven que estudiaba literatura o algo así
como lingüística o filología inglesa. Y lo más importante, comprendí la
importancia del método audio-sexual para aprender con eficacia un idioma
extranjero.” En otra parte también nos dice: “En ese tiempo, la gramática alemana aún seguía siendo mi tortura, pero
seguía firme, con terquedad, aprendiendo y leyendo. Recordando siempre que el
método audio-sexual es el mejor para aprender un idioma extranjero.” Una de
las primeras frases que Christian Linden aprendió fue: Du gefällst mir, que
significa: tú me gustas; así fue conquistando algunas féminas, que, en la
novela, no son pocas.
A su llegada a la ciudad alemana
de Münster, el joven
estudiante, se hospeda en una Wohngemeinschaft o WG que en Alemania, y en algunos otros países de
Europa, vienen a ser, algo así, como residencias colectivas para estudiantes.
Encerrado en aquel lugar va sufriendo los primeros síntomas de una
metamorfosis, una progresiva conversión a un animal, nada más autóctono que en
un roedor andino, un cuy, que se podría decir que es como un símbolo que
representa a la comunidad latinoamericana y particularmente al Perú. Dice en el
libro: “El lacio pelo blanco, con discretas
manchas color canela, cubría gran parte de mi pecho y de mi espalda.
Aterrorizado era testigo de la manera como mis uñas se estiraban y se volvían a
contraer. Mi corazón adramado intentaba salir de su sitio y me ahogaba por esa
oprimente falta de aire. Flaquearon las piernas y caí doblegado por una extraña
fuerza.”
Además, el
autor del libro, hace gala de una prosa en la que el narrador de la historia
puede convertir al lector en una persona voluble, “jugando” con él,
transportándolo rápidamente de la alegría a la tristeza: “Al toque fui a depositar mis huesos en
esa habitación de una vivienda estudiantil católica que prohibía las visitas
nocturnas del sexo opuesto. Así de plano, nos condenaban, sin ser curas ni
seminaristas, al celibato, a la abstinencia sexual. Las empleadas encargadas de
la limpieza tenían una «llave maestra» con la que podían abrir cualquier
habitación y muchos de nosotros, en especial los novatos, fuimos atrapados con
las manos en las masas. Pero pronto aprendimos a eludir con mucha habilidad
este tipo de restricciones. Justamente a los pocos días, una de esas noches el
«mal» se presentó de manera sorpresiva y sus mutaciones violentas me sumieron
de nuevo en profundos dolores y en la más insondable desesperación. Y así, esa
mañana en Aachen, amanecí en mi cama con mis patitas de cuy, con mi piel
cubierta con pelo de cuy, con mi hociquito de cuy, con las pelotas de cuy al
aire, con las ganas de cuy hembra: ir tras ella, olerle el trasero y luego
montarla hasta producir el corto circuito más impúdico de este mundo. Por
primera vez me sentí animal en su exacta dimensión. Quejándome como un cuy, o
sea, unos sonidos equiparables al lloro humano, me pasé tirado en un rincón de
la habitación. En eso, como al mediodía, empezaron los primeros síntomas del
regreso, acompañado de intensos dolores mis huesos se re torcían y se elongaban
movidos por una potente fuerza que nacía en el centro mismo de mi cuerpo. Aun
desencajado me puse frente al espejo. No habían dudas, o solo eran figuraciones
mías, tenía el rostro ligeramente acuyado. Al fondo del espejo, haciéndome
muecas grotescas, se reflejaba un rostro de cuy. Se me escarapeló el cuerpo.
Adonde volteaba los ojos veía un cuy. En ese momento quise tener a mi madre
cuidándome, alimentándome con su cariño inconmensurable. Otra vez lloré
desconsolado.”
También
se puede notar el lado nostálgico del narrador, ya que casi siempre le invaden los recuerdos de su
familia, en especial el de su madre: “El miedo y la tristeza me invadían sin contemplaciones. El
tiempo parecía pasar más lento. Antes rodeado de la alegre compañía de mis
hermanos y ahora solo, solito, entre libros y papeles, extrañaba a mi madre.”; “…en la facultad, no pude esquivar a
Sonja, quien ya mostraba un avanzado estado de gravidez. La primera vez solo
atiné a abrazarla sin poder pronunciar más que algunos monosílabos. Después le
prometí toda forma de apoyo, pero puse en claro que no podíamos vivir juntos.
Mis palabras sonaron duras y ella se apartó bruscamente. La vi alejarse
lentamente. Se me partió el alma y pensé en mi madre.”; “A veces me entristecía pensando en mi pobre
madre, allá en Collique, que seguía sacándose la mugre para poder sobrevivir
junto a mis hermanos. Alfonso Barrantes Lingán ya era alcalde de Lima cuando un
policía municipal le decomisó a mi madre su caja de chocolates, galletas y
cigarrillos pues la acusó de negocio ambulatorio ilegal.”; “En medio de esa
tranquila y constante tempestad de nieve surgió la imagen de mi madre, sus
lágrimas y sus manos agitando adioses. También irrumpieron con cierta claridad
los perfiles de mis hermanos y sus travesuras en la improvisada casucha de
Collique. Los compañeros con quienes soñábamos cambiar el mundo y discutíamos
esperanzados con terminar los abusos y los robos que cometía SINAMOS (Sistema
Nacional de Apoyo a la Movilización Social) en nombre del progreso y el
desarrollo de los llamados Pueblos Jóvenes, esos barrios de Lima donde se vive
marginados de toda pizca de civilización. Una tristeza insondable invadió «mis
humanas lacras».”
Christian Linden resulta atractivo para las
europeas, y cuenta que su mayor atractivo es el de ser cholo. Pero tiene un gran
problema producto de sus inesperadas mutaciones. En varios fragmentos de la novela los
lectores vamos siendo testigos de la transformación que va sufriendo, ese “mal”,
como él le llama, es un problema
que trata de ocultar el mayor tiempo posible, y tiene el temor de contárselo a
sus parejas. Hasta que la situación se torna insostenible y lo descubren. Existe un punto en el que esos cambios
en su fisionomía ya no tienen retorno y es cuando el protagonista se encierra
en su habitación y se refugia en sus libros y en la escritura. El protagonista,
además de ser atractivo, es un intenso amante, tiene un insaciable apetito
sexual, y, a lo largo de la novela siempre está rodeado de mujeres; podemos
leer nombres como Karen, katrin, Elizabeth, Sonia, Selena, y, por supuesto, el
de Michaela, que es la persona que lo acompaña en toda la historia. Pero, hay
algo que es más grande que su amor por las mujeres: su amor por la lectura y
sus libros.
Linden
es un hombre que no pierde su identidad pese a que una compatriota suya, una
peruana, le expresa que le parecía muy desagradable que él esté comentando a
todo el mundo que proviene de una barriada del Perú de esos lugares marginales
que solo están habitados por gente repudiable. En la historia el narrador dice:
“Cuando Sonja y yo dispusimos retirarnos,
una de las peruanas se me acercó y, en confidencia, me explicó que era muy feo
decir que he vivido en una barriada, esos lugares habitados por delincuentes y
prostitutas, contando eso, me dijo que hago quedar mal a nuestra patria y que
no debería mencionar esos poblados atestados con gente de mal vivir. Tienes que
decir que vienes de Miraflores. Aquí todos venimos de Miraflores. ¿De
Miraflores, de mirar flores o de San Juan de Miraflores?, retruqué con sorna.
Aunque en verdad muchos de los alemanes no tienen ni idea dónde queda el Perú.
Se ubican mejor cuando les hablamos de Latinoamérica. A pedido de una
compatriota casi me convierto en miraflorino, sin embargo, al final, de peruano
me transformé en latinoamericano.”
El humor es la atmosfera que envuelve la mayoría de
capítulos de la novela, un ejemplo claro sería este: “Y entre los peruanos teníamos nuestro «chino» o «coreano», como
también se le conocía a César. En una oportunidad llegó un colombiano bastante
distraído, alto, miope, desgarbado y con la cara de niñato. Desde un inicio se
quedó mirando a César con evidente desconcierto. Cuando el chino César se fue a
traer su postre, el colombiano nos preguntó que dónde había aprendido a hablar
el español tan bien ese coreanito. «Aquí, con nosotros», fue la respuesta
unánime. Apenas César se sentó, el colombiano le preguntó: ¿Es verdad que has
aprendido el español solo escuchando hablar aquí a los latinos? César, entre
sorprendido y fastidiado, le contestó con un sí desganado. El colombiano enseñó
una sonrisa bobalicona. Abraham, peruano que había estudiado en Hungría, comentaba
el paso de hermosas rubias y lindas morenas con las cinturas cimbreantes y
poderosas piernas. El colombiano las seguía torpemente con la mirada de sus
ojos miopes y sus anteojos culo de botella. «Que buenas hembras hay en
Alemania», comentó. Entonces entró a tallar el chino César. «En la
Antoniostrasse hay mucho mejores». El colombiano que parecía estar muy
aguantado, o sea, necesitado de cariño, con la leche a punto de salirle por los
ojos, de inmediato se interesó por esa dirección. «Es el trocadero, el chongo,
donde van las mujeres buenas de conducta mala», explicó el chino o coreano
peruano. « ¿Y dónde queda la Antoniostrasse?», volvió a interrogar, curioso, el
colombiano. «Es una calle pequeña perpendicular a la Rathaus, la muncipalidad». El colombiano se quedó dudando, creyó
que el chino-coreanito se estaba burlando de él. «En serio», replicó César, «y
los jueves en la tarde hay descuento para estudiantes». Todos, muy serios,
confirmaron la información del chino-coreano-peruano. Algunas semanas más
tarde, el colombiano, aún con las huellas de la golpiza, buscaba al chino César
con la intención de matar a ese peruano pendejo. Resulta que había ido un
jueves a la Antoniostrasse y a la hora de pagar los servicios de una de las
prostitutas exigió, con el carnet de estudiante en la mano, el descuento
correspondiente. Esto provocó la ira de la mujer y llamó al guardaespaldas que
sin contemplaciones golpeó al colombiano y lo dejó moribundo en medio de la
calle. Una vez frente a frente, luego de cruzar unos insultos, el
chino-coreano-peruano César se le cuadró como Bruce Lee. El colombiano
grandulón al notar la pose guerrera-karateka del endeble muchacho, se acobardó.
Entonces, dándole la espalda, el chino-coreano-peruano se retiró muy orondo,
gritándole al inmenso colombiano: «Eso te pasa por huevón».
Dentro de la novela hay una mirada analítica y
amplia del país que lo acoge, es un observador que nos narra no sólo sus
vivencias en ese país, sino también, mucho de lo que está sucediendo en el
Perú: “Las noticias de la guerra interna en
Perú eran más frecuentes. Las matanzas en los Andes ocurrían con mayor
crueldad, tanto por parte de Sendero Luminoso como por parte de las fuerzas
armadas, representantes del estado peruano. Hasta los noticieros alemanes se
quebraban la lengua con extraños nombres de pueblos andinos. Uchuraccay y el
asesinato de ocho periodistas de diversos periódicos nacionales, el guía y un
acompañante más, que habían llegado a los Andes con el fin de averiguar una
masacre cometida por supuestos senderistas, alarmó a un sector de la población
alemana…”
La
novela concluye con un cuy totalmente transformado, que deja de ser ese ser que
al inicio se notó inseguro y temeroso ante el mundo y se convierte en un
personaje que anhela ayudar a los demás, ser un superhéroe, pero por sobre todo
un escritor. Y lo menciona en unas líneas casi al final de la novela: “me vuelvo a decir una y más veces, lo mío
no es la política, sino la «escribidera». Quiero ser escribidor aunque me
cueste la vida, aunque me toque morir en el intento.”
Walter
Lingán en esta novela nos presenta a un personaje admirable, un personaje que
nos enseña a ser como él, como ese cuy que vaya donde vaya — ya sea a Alemania, España, Italia Francia, o tal vez solo a
la capital del Perú— : nunca perderá sus raíces. Leer esta
novela más que una simple lectura ha sido un viaje fascinante, a través de los
ojos del narrador; una aventura literaria con todos los ingredientes que solo las buenas historias saben tener; una ficción
envolvente a la que sólo abandoné, por instantes, para escuchar las canciones
que refería, como “Papel de plata” o buscar en la red los lugares y ciudades que
describía. Un viaje inolvidable sentado en esta fría habitación puneña.
Escribo
acerca de este libro sin el mayor interés en hacer una crítica literaria,
porque, para empezar, no soy un crítico literario, solo escribo para compartir
la valiosa experiencia que tuve como lector, un lector común y silvestre, que
quedó fascinado con esta novela. Y, nada mejor que los versos del poeta Enrique
Lynch para agradecerle a Walter Lingán el haber escrito esta novela que hoy
sumo entre los libros de mi biblioteca personal:
“Porque escribí no estuve en casa del verdugo
ni me dejé llevar por el amor a Dios
ni acepté que los hombres fueran dioses
ni me hice desear como escribiente
ni la pobreza me pareció atroz
ni el poder una cosa deseable
ni me lavé ni me ensucié las manos
ni fueron vírgenes mis mejores amigas
ni tuve como amigo a un fariseo
ni a pesar de la cólera
quise desbaratar a mi enemigo.
Pero escribí y me muero por mi cuenta,
porque escribí porque escribí estoy vivo.”
ni me dejé llevar por el amor a Dios
ni acepté que los hombres fueran dioses
ni me hice desear como escribiente
ni la pobreza me pareció atroz
ni el poder una cosa deseable
ni me lavé ni me ensucié las manos
ni fueron vírgenes mis mejores amigas
ni tuve como amigo a un fariseo
ni a pesar de la cólera
quise desbaratar a mi enemigo.
Pero escribí y me muero por mi cuenta,
porque escribí porque escribí estoy vivo.”
Y
porque escribió, y escribe, Walter Lingán seguirá vivo.